España
Alrededor del 30%-40% de las
jubilaciones que tienen lugar en España son anticipadas
(menores de 65 años). Existe, además, un flujo anual de
entre 50.000 y 60.000 prejubilados, cuya situación legal
no está recogida en nuestro ordenamiento jurídico.
Viven en una especie de limbo: se han
despedido del trabajo, pero lo han hecho a una edad -en
torno a los 50 años- a la que no tienen derecho a pensión
de la Seguridad Social. En ambos casos, el único delito
cometido es el de haberse hecho mayores, ya que, a
diferencia de la reconversión industrial de principios de
los 80, sus empresas gozan, en general, de una salud
envidiable. Estamos, así, alimentando los desequilibrios
del envejecimiento de la población: se pierden recursos
productivos y la situación financiera del sistema público
de pensiones se hace más insostenible.
El secreto de este temprano abandono no se halla en los
incentivos financieros. Tampoco responde a un repentino
triunfo de la simpática idea del derecho a la pereza. La
explicación se encuentra en la presión ejercida por las
empresas sobre unos trabajadores de edad avanzada,
forzándoles a tomar una decisión, mayoritariamente, en
contra de su voluntad. Y lo que mueve a aquéllas a actuar
así es el aumento de la competencia, inducido, en este
caso, por las nuevas tecnologías y por la globalización de
los mercados. A veces se olvida que la lógica de nuestro
sistema económico descansa en la maximización del
beneficio, lo cual significa que cualquier amenaza sobre
los márgenes empresariales debe corregirse reduciendo
costes. No deja de ser significativo, a este respecto, el
júbilo con que las bolsas reciben los anuncios de
expedientes de regulación de empleo.
La diferencia en el caso español reside en que, ante la
ausencia de un régimen especifico, se ha transformado en
jubilados a quienes son simplemente desempleados. La
aceptación social de este artificio no es ajena al apoyo
prestado a la idea del reparto del trabajo -sustitución de
trabajadores maduros por jóvenes-, que parte del erróneo
principio de que la demanda del factor trabajo es fija (es
variable, en función del precio). La casuística de las
prejubilaciones es muy extensa, dependiendo
fundamentalmente de la participación de la empresa en la
cobertura económica del trabajador. Aunque la condiciones
se han ido deteriorando con el paso del tiempo, por lo
general, la empresa, además de la indemnización, se hace
cargo hasta la jubilación de las cuotas de la Seguridad
Social y de un complemento del sueldo (55%-75% de su valor
actual).
Las consecuencias de este estado de cosas no se han dejado
esperar: la tasa de participación de los trabajadores de
entre 55 y 64 años se ha reducido 25 puntos porcentuales
desde 1970. Por otra parte, mientras la esperanza de vida
ha aumentado casi ocho años desde 1960, la edad media de
jubilación se ha reducido en nueve. Esta tendencia a
anticipar la partida del trabajo ha coincidido con un
progresivo atraso en la incorporación de los jóvenes al
mismo: la edad media de finalización de los estudios se ha
elevado tres años desde 1990. A su vez, este acortamiento
de la vida laboral tiene lugar en contexto de acelerado
envejecimiento de la población: la tasa de dependencia de
las personas mayores -de 65 y más años con relación a las
que tienen entre 15 y 64- no dejará de aumentar en el
futuro; en 2050 será más del doble de la actual.
En el ámbito empresarial, las prejubilaciones han servido
para abaratar con fondos públicos el coste del despido o,
caso de la banca, para encubrirlo, financiándolo con
reservas de libre disposición. A más largo plazo,
probablemente lo que se gane en flexibilidad se pierda en
compromiso de los trabajadores con la empresa. De momento,
dada la holgada oferta de jóvenes cualificados, no parece
que esa pérdida haya dañado la acumulación de capital
humano. Pero puede que lo haga en el futuro si, como es
verosímil, obstaculiza la renovación de conocimientos de
una fuerza laboral cada vez más envejecida, cuyo horizonte
profesional se reduce a un retiro temprano. Un riesgo
agravado por una formación insuficiente, a la que la
mayoría de las empresas no dedica más de 10 horas por
trabajador y año.
Cualquier solución duradera al despilfarro de las
jubilaciones anticipadas requiere, como paso previo, la
reforma del mercado laboral. El artificio de hacer recaer
las rigideces de este ultimo en el sistema de pensiones no
es sostenible a medio plazo. Sólo en ese contexto
liberalizador podrá compatibilizarse voluntariamente, sin
las cortapisas actuales, trabajo a tiempo parcial y
pensión parcial. El paso del trabajo a la jubilación no
debe ser un cambio brusco y excluyente, sino una opción de
tránsito que permita, a aquellos que lo deseen, seguir
aportando su grano de arena al bienestar de la comunidad.
El Correo
/ COMFIA
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