Uruguay

¿Autocríta o regresión?

Dilema para militares

 

Los militares en actividad no pueden intervenir en política. La Constitución, a cambio de la distinción y el honor de confiarles las armas, establece claramente que, cualquiera sea su grado, deberán abstenerse de todo acto público o privado de carácter político, salvo el voto

 

La precisión parece necesaria en América Latina, porque, después de una larga etapa de tiranías militares, ni siquiera todos los gobernantes tienen clara la necesidad de marcar los límites constitucionales a los militares en actividad. Este es un tema planteado desde largo tiempo atrás y resuelto de acuerdo a derecho cuando los gobernantes lo aplican.

 

Un ejemplo -entre muchos- de estricto respeto a la Constitución y de sereno acatamiento militar, lo tenemos de la historia argentina: en 1895, por renuncia del presidente Sáenz Peña, asumió el vicepresidente, doctor José Evaristo Uriburu. El primer diálogo del nuevo Presidente con los mandos militares fue el siguiente:

 

-¿Podría usted por favor, señor general, repetir lo que acaba de decir?, porque quiero estar absolutamente seguro de que he entendido correctamente.

- Con todo gusto, doctor. Usted acaba de jurar como Presidente de la Nación, ante el Congreso, en momentos muy difíciles para la vida institucional de la República. El Ejército, por mi intermedio, y la Marina, representada por el señor almirante, quieren hacerle presente su lealtad más absoluta y la garantía total de que sostendrán su gobierno frente a cualquier intento de subversión interna.

- Señores, lo que ustedes acaban de manifestar es un insolente desacato a mi investidura, que de ninguna manera puedo aceptar y menos tolerar. Ambos irán arrestados de inmediato.

 

El general (Bosch) marchó preso al Parque de Artillería; y el almirante (Soler) fue arrestado en el acorazado Almirante Brown. Ambos cumplieron su arresto con honor y el Presidente completó, sin inconvenientes, su mandato constitucional.

 

Este hecho de fin del siglo XIX, parecería inimaginable en el actual. Hay otros ejemplos similares en la historia de Uruguay. Pero, para volver a ellos, es decir a la legalidad estricta, es necesario que todos -especialmente los gobernantes- recordemos claramente las barreras constitucionales.

 

El reciente 18 de mayo, día del Ejército nacional en Uruguay (y del asesinato de Zelmar Michelini), el Comandante en Jefe del Ejército, teniente general Jorge Washington Rosales, se permitió intervenir en el debate nacional sobre la dictadura y efectuar afirmaciones e interpretaciones políticas que no debieron pasar inadvertidas por sus superiores.

 

Tajantemente, expresó que el Ejército nacional como institución no quiere ser juzgado “por eventuales acciones individuales incorrectas desarrolladas por algunos de sus integrantes”. Ni siguiera acepta que existieron. Por lo demás, ya no está planteada la eventualidad. Se trata de torturas probadas y denunciadas reiteradamente, que comenzaron mucho antes del 27 de junio de 1973, cuando fue disuelto el Parlamento. Se trata de que integrantes de las Fuerzas Armadas no respetaron ni las leyes de guerra y participaron de la llamada Operación Cóndor (que acordaba crímenes por encima de fronteras). Se trata de que realizaron todo tipo de torturas, asesinato de prisioneros y hasta de mujeres embarazadas.

 

Nadie puede ser tan distraído como para no saber que hoy, entre militares en actividad o en retiro se pueden observar posiciones a favor y en contra de la tortura, es decir, los puntos de vista de la célebre polémica entre generales franceses en ocasión de la guerra de Argelia. Es oportuno recordar que un año antes de la caída final de las instituciones, Zelmar Michelini planteó, en el Senado: “Cuando se escriba la historia de este tiempo dramático que vive la nación, uno de los capítulos importantes será el de los apremios físicos, morales y espirituales a que han sido sometidos los detenidos…” Por esos días, desde el Poder Ejecutivo se afirmó algo más tajante que “la eventualidad de acciones incorrectas”; se habló de “pequeños excesos”. Y con semejante aval, las torturas crecieron en su horror.

 

En ese tiempo Zelmar profetizó: “Algún día el propio Ejército, cuando tome debida nota del perjuicio que le ha ocasionado todo el trámite de torturas, condenará debidamente a quienes no supieron estar a la altura de las circunstancias”. Sería deseable que ese tiempo llegara lo antes posible.

 

El señor Comandante del Ejército habló de “extemporáneas y parcializadas interpretaciones históricas”, y dio línea al respecto, sosteniendo que las acciones del Ejército “respondieron a la acción de aquellos sectores de la sociedad que intentaron derogar a gobiernos democráticos por medio de las armas”. Coincide, pues, con la interpretación histórica de la derecha y se cree amparado por un argumento que justificaría el terrorismo de Estado.

 

Pasa por alto la historia: la política imperial que sembró de dictaduras la región, preparó militares en la Escuela de las Américas y hasta aportó expertos en torturas. Pero hoy, hasta esos directores de esa “escuela” afirman que allí se preparó a la mayor parte de los dictadores de la región.

 

Las Fuerzas Armadas como institución, además, no están sombreadas por “parcializadas interpretaciones históricas”, lo están porque mandos como el Comandante Rosales no parecen estar dispuestos a la autocrítica; porque muchos han mantenido su pacto de silencio que no merece otro juicio que complicidad con crímenes de lesa humanidad. Al Ejército lo honran personas como el retirado general Pereira, que han informado los hechos por ellos vividos y condenan radicalmente las torturas. Como lo honran militares que fueron condenados por ser fieles al juramento de respeto a la Constitución, como el general Víctor Licandro, o como el capitán Edison Arrarte que, en presencia de un hecho de tortura lo denunció y obligó a cesarla, lo que le valió luego años de prisión.

 

Lo padecido por ciertos prisioneros o por los desaparecidos, no fue el resultado de “eventuales acciones incorrectas”, sino debido a órdenes de los mandos. Puede confirmárselo al Comandante Rosales el oficial Gilberto Vázquez, hoy procesado y en la cárcel de Piedras Blancas.

 

Se ha repetido hasta la saciedad que no habrá caminos hacia la “reconciliación nacional” sin que se alcancen previamente “verdad y justicia”. Este gobierno -con amplio respaldo popular- ha iniciado su recorrido. El discurso del Comandante ha encendido, en cambio, una luz roja sobre los riesgos y las responsabilidades de la institución que integra. Y debemos recordar que a la caída de las instituciones se llegó por abandonos sucesivos y tolerancia de violaciones de la Constitución. Como en las que ha incurrido, sin rectificarse, el Comandante Rosales.

 

Felizmente las instituciones de la República se afirman. No solo porque nuestro pueblo, como los de la región, tiene experiencia de dictaduras y clama verdad y justicia, sino porque ha crecido, además, en su amor a la libertad. Hasta porque “se aprende el agua por la sed”.

En Montevideo, Guillermo Chifflet

© Rel-UITA

8 de junio de 2007

 

 

 

 

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