En
Chichicuautla, muy cerca de las porquerías de Granjas Carroll, incubadores
de la influenza porcina, la gente resiste. Resisten la contaminación brutal
de tierras, aguas, aire y las enfermedades que les provoca esta carnívora
trasnacional, propiedad de Smithfield, la empresa porcícola más grande del
globo.
Resisten también la represión que contra ellos ejercen los
gobiernos estatales en acuerdo con las empresas.
Allí, junto a otras comunidades del Valle de Perote con las
que comparten esta lucha, recibieron a principios de noviembre a más de mil
delegados y delegadas de la quinta Asamblea Nacional de Afectados
Ambientales (ANAA). Como tanta veces en el México de abajo,
todos colaboraron con lo que podían, ofreciendo comida y abrigo a los que
llegaron de todo el país a compartir sus peleas y experiencias.
La Asamblea es un crisol de luchas locales y de base contra
la devastación ambiental y social que cunde en el país, en campos y
ciudades. Convergen aquí pueblos, comunidades y organizaciones que resisten
los impactos y el avance de proyectos mineros, represas hidroeléctricas,
contaminación petrolera, grandes basureros municipales, hospitalarios,
industriales y nucleares; el despojo, sobrexplotación y contaminación de
ríos, manantiales y acuíferos; contaminación transgénica del maíz campesino,
avance de proyectos “ecoturísticos” que limitan o destruyen formas de vida
campesinas e indígenas; la urbanización salvaje y sus impactos.
Como explicó Andrés Barreda, todo agravado por 15 años
de TLCAN, donde el gobierno ofreció como “ventaja comparativa” de
México para las trasnacionales, la libertad de destruir el medio
ambiente, dar empleos sucios y mal pagados, y excepciones impositivas.
La quinta ANAA,
además de compartir las distintas luchas de sus miembros y trazar
estrategias comunes, aprobó tres pronunciamientos específicos: uno en
solidaridad con la lucha del Sindicato Mexicano de Electricistas, contra la
privatización y el autoritarismo del gobierno que deja más de 40 mil
familias en la calle; otro en apoyo a las comunidades del Valle de Perote,
en su justa lucha contra la contaminación de
Granjas Carroll
y por el “total retiro de cargos y absolución para José Luis Martínez,
Margarita Hernández, Bertha Crisóstomo, María Verónica
Hernández y Guadalupe Serrano, ciudadanos de La Gloria,
defensores de los recursos naturales, quienes siendo inocentes sufren el
hostigamiento y persecución judicial promovido en su contra por Granjas
Carroll”; y un tercero contra las siembras de maíz transgénico aprobadas
por el gobierno en octubre, por ser “un crimen ambiental, cultural y contra
la soberanía alimentaria”. Llaman “a todas las organizaciones, pueblos y
comunidades a resistir y rechazar la entrega de nuestro maíz nativo a las
trasnacionales y a no plantar ni consumir maíz que no sea campesino”.
No es casualidad que la ANAA se pronunciara
especialmente contra el maíz transgénico en esta ocasión: las instalaciones
de cría industrial de animales como
Granjas Carroll
están entre los más beneficiados y confabulados con la introducción del maíz
transgénico.
Un argumento que esgrimen los promotores de maíz transgénico
en México es que el país “necesita” importar maíz porque la
producción no alcanza para el consumo interno, y ya que el importado es
transgénico, entonces es “mejor” producirlo aquí, porque además –afirman
falsamente– tiene mayores rendimientos.
Pero la realidad es que México produce todo el maíz
que necesita para consumo humano. El maíz que se importa va para
procesamiento industrial y para alimento de animales confinados en grandes
instalaciones: cerdos, aves y ganado, que en creciente porcentaje están en
manos de trasnacionales y empresas gigantes como
Smithfield,
Tyson, Cargill, Pilgrim’s Pride, Bachoco.
Según datos (muy modestos) de SAGARPA, en la última
década siete trasnacionales
pasaron a controlar 35 por ciento de la industria porcícola en México.
Mucho más altos
grados de concentración aquejan todos los rubros pecuarios. Son esas grandes
fábricas de carne las que crean alta demanda de maíz industrial –dando
piensos con maíz incluso a animales que antes no lo consumían o no en tal
cantidad.
Ese proceso de avance de empresas gigantes en el rubro,
significó también que muchos criadores pequeños y hasta medianos fueran a la
quiebra –lo cual aún continúa. No pueden competir con la oferta masiva –de
mucho peor calidad– ni con los subsidios y excepciones impositivas que
reciben estas grandes industrias. Si la producción avícola, porcícola y de
ganado no estuviera tan centralizada, los forrajes y piensos serían, como lo
eran antes, más diversos y mucho más basados en producción local (que
también se puede aumentar, sin transgénicos), generando trabajo y alimento a
muchas más familias, evitando también la importación de maíz transgénico y
los riesgos que conlleva.
No existirían tampoco la devastadora contaminación ambiental
y la generación de epidemias que crean estas grandes industrias –debidas al
confinamiento y la absurda cantidad de animales hacinados (Granjas
Carroll procesa
alrededor de un millón de cerdos al año), a los millones de toneladas de
excrementos que se desechan sin procesar en suelos y aguas, que también
contienen hormonas, antibióticos y plaguicidas administrados a los pobres
animales para que sobrevivan en condiciones terribles.
Construir el mapa de la devastación ambiental, revelar sus
conexiones y sus causas –como en este caso– es una herramienta importante
para enfrentarla. Por allí, desde abajo, va tejiendo camino la ANAA.
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