Durante la última mitad del siglo XIX se entabló
(especialmente en Francia) una pugna importante en materia de
enseñanza.
Frente al Estado que pretendía el monopolio del derecho a
enseñar, se alzó la iglesia católica, que intentaba imponer su hegemonía en
materia educacional.
Los adalides del libre pensamiento debieron librar
importantes luchas para conseguir que el Estado implantara la escuela laica.
Laica en materia religiosa, es decir –como ha escrito Don
Pedro Díaz, figura del liberalismo uruguayo electo diputado en una
coalición liberal-socialista– “partidaria de la no ingerencia de la
escuela en la conciencia individual en lo que se refiere al desenvolvimiento
del sentimiento religioso, dejando a éste desarrollarse en plena libertad,
al margen de la presión que, en beneficio de sus intereses temporales,
ejerce el clero, tan lejano de la religión verdadera como lejana es la
doctrina humanitaria de Cristo de los criterios y procedimientos de la
jerarquía del Vaticano.
Aunque esta se presente con nuevos ropajes, en el fondo, la
iglesia católica es una e indivisible con la que encendió la hoguera donde
ardieron los cerebros de Copérnico y de Miguel Server, y
aportó la corriente que terminó con la vida de Francisco Ferrer”.
La doctrina sigue una fórmula: el predominio sobre la
conciencia de las masas. Ya no tiene los atributos de la Inquisición ni sus
jefes son tipo Gregorio VII, Savonarola o Ignacio de Loyola.
Antes de la Segunda Guerra Mundial sus jefes se llamaron
Hitler y Mussolini, y llevan como insignias la cruz svástica o un
fascio, y si no emplean los instrumentos de la Inquisición es porque los
rebeldes, los herejes del nuevo tiempo no entregaron sus conciencias al
mandato del Ducce o del Führer.
Los herejes ya no eran calificados como moros y judíos, sino
de “comunistas” y “judíos”; estos continúan perseguidos porque han mantenido
su unidad de creencias, de conciencia y de convicción a través de los
avatares de la historia.
Contra “comunistas” y “judíos” se emplean las mismas armas,
las mismas tácticas de coacción y terror. Y sigue actuando contra ellos una
fuerza lenta, paciente, silenciosa, pero potente e incontenible: la
educación en la escuela.
Escuela que forjó, sumisas, durante siglos, a las masas
populares, intoxicándolas con prejuicios durante la infancia e
intimidándolas, en la edad adulta, con persecuciones, y aterrorizándolas con
un más allá paralizante a fuerza de quintaesenciar los tormentos supremos.
Escuela que forjó, tiempo después, alumnos igualmente
sumisos, intoxicándolos con nuevos venenos, ocultos en nuevas doctrinas como
el gusano de las rosas, cubriendo su lepra disgregante con camisas negras o
pardas, atontándolos con teatrales saludos, promesas de poderío y honores,
persecuciones refinadas por la técnica moderna, infiltraciones sagaces en la
conciencia de las masas cuyas pupilas comenzaban a vislumbrar claridades
promisorias.
Para conservar su supremacía el conservadurismo necesitó
apagar prontamente esa luz que se infiltraba, antes de que alcanzara fuerza
meridiana; destruir la facultad de ver por los ojos del pueblo, que ya
divisaban nuevos horizontes.
Mussolini
se refirió al fascismo diciendo: “Representamos un principio nuevo: la
antítesis neta, categórica, definitiva, de la democracia, de la plutocracia,
de la masonería, en una palabra, de todo el conjunto de principios de le
Revolución Francesa de 1789.
Pretendió un país entero convertido en un haz –el fascio– y
una mano poderosa para manejarlo: la suya.
Desde 1934, el fascismo dejó ver toda su política de
agresión, de conquista, de predominio total.
Volviendo a los textos de Don Pedro Díaz de los que
hemos tomado lo esencial de este artículo, él escribió que “Antes de la
Segunda Guerra Mundial, al suelo desgarrado de la desventurada España,
las poblaciones arrasadas, las ciudades bombardeadas, las matanzas de
civiles cualquiera fuera su edad o sexo, la piratería submarina, el pueblo
español enfocó con lucidez la doctrina fascista y su significado histórico:
la paranoica ambición de reconstruir el imperio de los Césares. Frente a las
doctrinas de contenido esencialmente humano, fundamentalmente redentoras,
frente a las victoriosas conquistas alcanzadas por el humanismo integral,
frente a los progresos conseguidos para mayor bienestar de las masas
populares, frente a la libertad de pensamiento que tantos mártires entregó a
la historia, se ha levantado el imperialismo totalitario encerrando en un
sólo puño el poder temporal, político, económico, social y el poder
espiritual que domina el pensamiento y la fe”.
Lo permanente, lo duradero, es la educación, especialmente la
formación inicial. Para ello es necesario incidir desde la escuela, antes de
que pueda madurar el poder de comprensión del niño. La enseñanza laica
respeta la libertad del niño. El fascismo y el nazismo buscaron
predeterminarlo, impulsando el culto al Ducce o al
Führer,
llevando a extremos el nacionalismo para tratar de imponer su dominio del
mundo.
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