Cada 12 minutos la pobreza mata de hambre a 3.600 hombres, mujeres y niños
en todo el mundo. Pero no sólo está el hambre de los que no tienen nada,
también está el hambre de los que nunca tienen suficiente; el hambre de los
que quieren algo y el hambre de los que quieren siempre más: más carne, más
petróleo, más automóviles, más teléfonos móviles, más imágenes, más
juguetes...
El pasado mes de julio se celebró en Coney Island el campeonato del mundo de
devoradores de hot-dogs. El joven estadounidense Joey Chestnut
batió en la final al japonés Takeru Kobayashi y superó las
anteriores marcas mundiales al engullir 66 perritos calientes en 12 minutos
ante el delirio de más de 50.000 espectadores.
En este instante, se está celebrando el campeonato mundial de perdedores de
peso. Cada segundo cinco personas disputan la final -un haitiano, un somalí,
un ruandés, un congoleño, un afgano- y los cinco obtienen la victoria. El
premio: la muerte. El apetito de Joey no es nada comparado con el que
ha devorado -digamos- a René, Sohad, Randia, Sevére
y Samia. Cada 12 minutos la pobreza mata de hambre a 3.600 hombres,
mujeres y niños en todo el mundo. O lo que es lo mismo: cada 5 hot-dogs
en Coney Island 300 seres humanos mueren de inanición en África.
En 1876, el virrey de la India, lord Lytton, organizó en Delhi
el banquete más caro y suntuoso de la historia para festejar el
entronizamiento de la reina Victoria como Emperatriz colonial.
Durante una semana 68.000 invitados no dejaron de comer y de beber. Esa
semana, según cálculos de un periodista de la época, murieron de hambre
100.000 súbditos indios en el marco de una hambruna sin precedentes que se
cobró al menos 30 millones de vidas y que fue inducida y agravada por el
"libre comercio" impuesto desde Inglaterra. Mientras los colonialistas
ingleses comían perdices y corderos, los supervivientes indios se comían a
sus propios hijos. Hace falta tener mucha hambre para comerse con lágrimas
en los ojos el cadáver de un vecino, pero hace falta tener muchísima más
para devorar alborozadamente 66 perritos calientes en 12 minutos.
Cada vez que pienso en hambrunas no me viene a la cabeza el vientre abultado
de René ni la teta escurrida de Samia sino la voracidad
aplaudida de Joey Chestnut, como símbolo publicitario de una economía
que no puede permitirse siquiera calmar el apetito de los saciados.
Chestnut en cierto sentido se alimenta del adelgazamiento de los
etíopes, los tailandeses y los egipcios. La tercera parte de la cosecha
mundial de cereales sirve para engordar los animales que nos comemos los
occidentales (1 kilo de carne por persona y día los estadounidenses, más de
½ kilo los europeos) y bastaría reducir un 10% la producción de pienso para
dar de comer a la tercera parte de los 850 millones de personas que, según
la FAO, pasan hambre en el mundo.
A Chestnut se le puede pedir que coma menos e incluso que se enfrente
a su gobierno, pero en realidad es sólo otra víctima del hambre. Está el
hambre de los que no tienen nada y el hambre de los que nunca tienen
suficiente; el hambre de los que quieren algo y el hambre de los que quieren
siempre más: más carne, más petróleo, más automóviles, más teléfonos
móviles, más imágenes, más juguetes... La relación entre ambas
insatisfacciones es un sistema global. Queríamos un hombre libre y tenemos
un hambre libre. Cuando pienso en el hambre no me viene a la cabeza el
esqueleto de Sohad ni los inmensos ojos febriles de Sevére sino el
ejército de los EEUU en Irak y la alegría depredadora de los
hipermercados.
Unos pocos millones de mentes privilegiadas dedican todo su esfuerzo a
encontrar la manera de que a todo el mundo, en todas partes, le falte algo;
de que los niños de Haití y Sierra Leona pasen hambre y de que
los consumidores occidentales, después de devorar bosques, ríos, minerales y
animales, se queden con hambre y se alegren de ello. El capitalismo quita a
los países pobres sus recursos y al mismo tiempo las fuerzas para resistir;
el capitalismo nos da mercancías a los occidentales y al mismo tiempo el
hambre necesario para engullirlas sin parar; y el hambre se convierte así,
de un lado y de otro, en la desgracia objetiva de África, Asia
y Latinoamérica y en la felicidad subjetiva de una humanidad cultural
y materialmente insostenible y condenada a la destrucción.
La pobreza relativa aviva el ingenio, inventa soluciones colectivas,
improvisa solidaridades y crea redes sociales de resistencia. Pero cuando el
hambre amenaza la supervivencia, las tramas se deshacen y sólo quedan
impulsos atómicos, solitarios, animales: individuos puros enfrentados entre
sí. "Poco es bastante, mucho es ya insuficiente". Por debajo de "poco" hay
hambre y son imposibles la conciencia, la resistencia y la solidaridad; por
encima de "bastante" hay más hambre y son imposibles también la conciencia,
la resistencia y la solidaridad. "Demasiado" siempre quiere "más". Hemos
superado ya ese punto a partir del cual lo único que tenemos es hambre; y
nuestra voracidad, como la de Joey Chestnut, se está comiendo, a
Samia y Sohad y Sevére, tan borrosos y lejanos. Y también
a nuestros hijos.
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