“La baraja venía
revuelta, llena de problemas, aunque yo tenía 30 años y un pasaje a la
esperanza”. Así cuenta Darío Giró, en su libro “Una joya por cada rata” su
partida hacia Venezuela cuando, como tantos uruguayos, salió de su país a
buscar trabajo.
Como había ingresado con visa de turista, hasta tanto se
arreglaran sus papeles en Venezuela le ofrecieron un trabajo haciendo
empanadas, que aceptó. Después consiguió empleo en un taller de autos que,
como pronto supo, no era tal.
Porque a los pocos meses dos patrullas de la Policía Judicial
hicieron chirriar las gomas frente a la casa, varios tipos de particular
bajaron de los autos apuntando con armas largas, registraron la vivienda,
retiraron televisores, grabadores, alhajas y llevaron detenidos a todos. El
“taller” era un negocio de autos robados a los que se cambiaba el color y
les hacían algunas reformas para venderlos.
Giró
planteó que no sabía por qué lo detenían. Pero la respuesta le permitió
intuir lo que le aguardaba: “No te hagás el vivo porque no vas a aguantar
los ocho días de interrogatorio”, le dijeron.
Encapuchado, le aplicaron picana eléctrica en distintas
partes del cuerpo y lo golpearon con un bate de baseball en la cabeza, como
después supo, desmayándolo. Luego lo colgaron, atado de las muñecas, durante
un tiempo que le pareció una eternidad. Cuando lo soltaron cayó al piso como
una bolsa, y no podía pararse. Tirado en el suelo de un calabozo, al día
siguiente le despertaron con una linterna que le iluminó la cara y una voz
que le advirtió: “Está el fiscal. Si le decís que te torturamos, cuando se
vaya te picamos otra vez. Vos elegís”.
Como el inodoro no daba abasto y se tapaba, los presos hacían
sus necesidades en papeles que tiraban luego al patio, que permanentemente
tenía un olor insoportable. El agua se cortaba con frecuencia y era fácil
observar en los presos las huellas de la sarna, lo piojos, la diarrea y los
virus.
Además de sobrevivir a las peleas y a las ratas que en las
noches trepaban por las paredes del presidio, la droga hacía estragos: “Un
día vi matar a un hombre por un gramo de droga”, cuenta Giró. “Todos
decían que drogarse era la única manera de sobrellevar la cana, pero la
mayoría perdía la razón y ‘la blanca’ los enloquecía”.
Más del 30 por ciento de los internos estaba enfermo de
SIDA, ya sea por las agujas con las que se drogaban o por el trato con
los homosexuales, intercalados en los distintos pabellones, “salvo los que
tenían tetas”, encerrados aparte y custodiados por un guardia que cobraba
entrada.
Con plata se compra todo. Esta parece ser una norma que se
cumple estrictamente en la mayoría de las cárceles del mundo. Los cuchillos
que los guardias incautan en las requisas, con frecuencia se venden a los
presos. Demostrar unidad entre compañeros, y que se está dispuesto a
arriesgar la vida en defensa propia o de alguno de ellos es la manera de
sobrevivir.
Todas las cárceles de América Latina están
superpobladas, y el hacinamiento agrava los problemas y multiplica los
incidentes. En Uruguay, el complejo carcelario de Santiago Vázquez (Comcar),
con capacidad para 800 reclusos tiene más de 3 mil.
El instituto del Comisionado Parlamentario para el Sistema
Carcelario creado en Uruguay para supervisar los establecimientos de
todo el país, ha comenzado a realizar un control fundamental para el respeto
a los derechos humanos.
Cada año, el Parlamento debe recibir un informe sobre la
situación de las cárceles por parte del Comisionado, que en cualquier
momento puede solicitar ser recibido para aportar las informaciones que
considere de gravedad e interés.
Esa tarea, que cumple el doctor Adolfo Garcé,
designado por concurso de méritos, con todas las garantías, por la
unanimidad de senadores y diputados, permite que todas las denuncias (de
instituciones o personales) sean atendidas de inmediato.
La institución permitirá una mayor defensa de los derechos
humanos, trabajando para que las cárceles dejen de ser un infierno. Sabemos
que el camino no será fácil; pero nos consta que comienza a ser recorrido.
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