La libertad se defiende y conquista cada día. Lo han
aprendido en la práctica hombres y mujeres de los países de América Latina
luego de padecer, en las últimas décadas, tiranías impuestas por el interés
ajeno.
Luce Fabbri,
profesora, anarquista, ser excepcional, en su libro “Camisas Negras” enseña que
no es fácil juzgar y apreciar al fascismo desde lejos, tomándolo en un momento
de su historia, observando sólo un estadio de su aspecto exterior en continua
transformación. Su rasgo más definido -explica- es su carácter clasista.
Mussolini
-señala Luce- se jactó de haber pasado por sobre el cadáver de la
libertad, pensamiento que puede servir de lema para todos los fascismos. Ellos
son un ataque contra la civilización burguesa y liberal del siglo XIX, debido a
que esta contiene en sí las posibilidades de desarrollo de un mundo nuevo que la
supere.
En la práctica, el fascismo obedece a los intereses de los
grandes tiburones de la industria y del agro.
Con la toma del poder por el fascismo se pasó a realizar,
dentro de la estructura del Estado, lo que antes los escuadrones fascistas
hacían al margen de la ley.
¿Cuándo comenzó, o quedó en evidencia, el divorcio entre
capitalismo y democracia?.
Luce Fabbri
observa que ese proceso se inició cuando el concepto de libertad empezó a tener
para todo el mundo un alcance social. “Si el proletariado, si los hombres libres
rechazan la democracia para superarla, la clase explotadora la rechaza para
volver atrás, para borrar de la historia humana en beneficio propio todas las
luchas del siglo XIX, que los fascistas, recogiendo una fase de Daudet,
llaman ‘el estúpido siglo XIX’”.
“Cuando, en 1919, surgió el fascismo en Italia, sus
verdaderos caracteres no se manifestaban en los artículos del ‘Popolo D’Italia’
(periódico personal de Mussolini) sino en las pequeñas hojas de
provincia.
El fascismo -explica Fabbri- surgió como
antidemocracia porque la democracia ya no servía para defender al mundo
capitalista; pero tuvo necesidad de buscarse un sistema y de fabricarse
precursores, para atraer a la juventud descontenta y a cierta clase de
intelectuales. A la misma necesidad obedece la coquetería de llamar revolución a
una restauración brutal, que hizo retroceder políticamente la sociedad a tiempos
anteriores a la Revolución Francesa. Salvando las distancias, a esa máscara
apelaron distintas dictaduras. En Uruguay, por ejemplo, uno de los primeros
decretos del dictador Juan María Bordaberry prohibía llamar a su régimen
dictadura. El semanario Marcha, dirigido por Carlos Quijano, fue
clausurado por publicar, sin comentarios, el decreto, con el título: “No es
dictadura”.
Luce Fabbri
indica que “para atraerse a los obreros, todos los fascismos, antes de
conquistar el poder ponen en su programa proyectos vagos e inconsistentes de
socialización que se desvanecen apenas el partido llega a adueñarse del poder
estatal y de los centros nerviosos de la vida del país”.
En la acción práctica y violenta, el fascismo ponía de
manifiesto los móviles verdaderos del movimiento y de sus jefes: el odio de los
industriales contra los trabajadores; el odio de los “niños bien” que se veían
despojados de sus privilegios culturales por el progreso intelectual de las
masas obreras; el odio de los comerciantes contra las cooperativas, etc.
En los centros rurales eran los grandes terratenientes los
que sufragaban los gastos de las escuadras fascistas, mientras en las ciudades
esa financiación provenía de comerciantes e industriales.
“La experiencia demostró que el anticapitalismo de los
movimientos fascistas no pasó de un recurso demagógico”. Una conclusión,
resultado de la experiencia, que importa mucho tener presente, porque la
historia enseña que ninguna clase renuncia espontáneamente a sus privilegios.
Como observa Aneurin Bevan en su libro “En lugar del
Miedo”, toda la política de la derecha en el siglo XX consistió en tratar de
convencer a los trabajadores, que son la mayoría, de que lo más conveniente para
sus intereses es mantener a los partidos de los ricos en el poder.
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