Los programas de
emergencia de
Acción contra el Hambre
(AcH) están diseñados para ayudar a las víctimas de los
desastres naturales y las guerras pero no pretenden ir más
allá de garantizar la cobertura de las necesidades básicas
para la supervivencia. Pero sobrevivir no es vivir. Cuando
el causante del desastre, que casi siempre tiene que ver con
la violencia, se aleja, emprendemos programas participativos
de desarrollo con las comunidades. El objetivo es sólo uno:
que estas poblaciones vuelvan a ser
dueñas de su destino.
La paz, sin embargo, no se logra con una firma sobre
el papel ni con declaraciones de intenciones. Se trata de un
proceso largo. En
Angola, tras 40 años de conflicto, a las
poblaciones les cuesta creer en la paz y se observa que los
mecanismos heredados de la violencia, los pillajes y la
destrucción de los campos han dejado huellas que no pueden
borrarse de un día para otro. “Durante la guerra se dejó de
invertir en educación y en salud, se abandonaron muchas
técnicas de cultivo, hubo importantes desplazamientos de
población, la administración del país estaba desmembrada y
se produjo una brutal desestructuración del sentido
comunitario”, asegura Amador Gómez, director técnico de AcH.
Los campesinos siguen sin creer en la paz y, por tanto,
sin producir
el alimento necesario para emprender de nuevo su proceso
de desarrollo. El temor de una recaída en la guerra continúa
profundamente grabado en la mente de millones de angoleños,
hasta el punto de preferir el riesgo del hambre antes que
volver a producir.
La violencia, que provoca las hambrunas
de hoy, lleva a su vez a la quiebra de los sistemas
políticos de mañana. Las “cuentas de balance” de la guerra
suelen cerrarse en los medios de comunicación y en los
libros de Historia en términos de víctimas, heridos y daños
en infraestructuras. Pero después de un conflicto, la
sociedad se encuentra desestructurada, la Administración del
país rota: una materia prima demasiado débil para construir
la paz.
“Desde el punto de vista de la seguridad alimentaria, el
verdadero proceso de paz solo puede arrancar cuando el país
ha asegurado al menos dos cosechas, de manera que se pueda
guardar parte de la semilla y disponer de reservas para
emprender el camino de la reconstrucción” completa Carmelo
Gallardo.
Todo esto conforma un círculo vicioso
que sólo se puede romper cuando la comunidad internacional,
los países implicados y las mismas comunidades, apoyados por
las organizaciones de ayuda humanitaria, llegan a crear las
condiciones reales y duraderas de la paz.
La comunidad internacional exige transparencia y un
compromiso efectivo por parte de los gobiernos africanos
receptores de ayuda. En Angola, los países donantes dejaron
de aportar fondos, alarmados por la mala gestión de los
recursos.
Casi todas las guerras africanas tienen elementos en común:
violaciones sistemáticas de los derechos humanos, control de
los recursos del país como una de sus causas principales,
tímidas intervenciones por parte de la comunidad
internacional, regionalización del conflicto y procesos de
paz que no terminan de arrancar en el continente con los
indicadores de desarrollo humano más bajos del mundo.
En estos momentos, los conflictos en Sudán han provocado ya
miles de víctimas y más de un millón de desplazados. Según
confirma la misión de la Unión Europea, en Darfur se detecta
una lenta y silenciosa matanza de civiles. El hambre ya es
una realidad en la zona.
Por las lecciones extraídas de la experiencia en contextos
de conflicto en países como Angola, Sierra Leona,
Guinea-Conakry, Liberia, Afganistán... Acción contra el
Hambre no se retira de un país cuando se acaba la guerra.
Además del apoyo y la ayuda directa, lo que se pretende
conseguir, es aportar algo de esperanza e ilusión para que
quienes sufren las secuelas de la violencia puedan vivir
mejor.