En los alrededores de
Resistencia hay 25 kilómetros de asentamientos. En la última década se
multiplicaron como consecuencia del éxodo rural constante. Llegan en promedio 28
familias por día. La mitad son originarios y campesinos corridos por la
concentración de la tierra y los nuevos métodos de producción.
“Se
fue el carpidor que es el que levanta yuyos porque no tiene dónde carpir, se fue
el cosechero porque no tiene dónde cosechar y hasta el productor se fue –dice
José Benítez, toba, 45 años–, y los que están ahí ahora son doctores y
abogados, contratan dos o tres personas, que son puesteros y se ponen a hacer el
ganado.”
José Benítez
se fue también de Pampa Almirón porque perdió el lote de 625 hectáreas de
su bisabuelo y después perdió los conchabos temporales en el algodón y en el
tabaco de donde se alimentó históricamente su pueblo. Llegó a Resistencia
ocho años atrás. Le falta calcio en los huesos, le falta potasio. Cuando va al
médico, le cuenta que tiene problemas pero en lugar de hacer las cosas para
curarse, vuelve a su casa, a veces se acuesta y jura que ya varias veces no tuvo
más ganas de levantarse.
Cuando llegó a El Timbó, el asentamiento no existía.
Era parte del monte espeso que se abría en las afueras de Resistencia y
donde ahora se suceden, tira tras tira, cientos de moradas parecidas, hundidas
en cráteres de tierra, lagunas de oxidación o donde hay un pedazo libre de
tierra. Apenas pudo, colocó un árbol en su terreno, un timbó colorado, como el
que le da nombre al barrio. Al lado puso una mora de hojas más gruesas. Tres
años después sembró un mango. En el campo de al lado, su vecino plantó un
exuberante banano y ninguno de esos árboles tuvo grandes problemas, crecieron,
pero eso no sucedió con la cebolla: “El pasto es pasto –explica él– y el pasto
no sirve para andar poniendo las plantas”.
La herradura
El Timbó
es uno de los barrios que creció en medio de la gran herradura de pobreza que ha
comenzado a cerrarse sobre el área metropolitana del Chaco. Es una
serpenteante traza de 25 kilómetros de largo, formada por caminos que se van
abriendo entre el monte, lagunas y cráteres. Los primeros asentamientos
surgieron hace unos 40 años alrededor de las vías muertas de un ferrocarril,
pero en la última década la expansión normal de los asentamientos empujados por
el crecimiento vegetativo de la población quedó atravesado por las cifras
extraordinarias de otro fenómeno: el impactante éxodo rural constante y el
crecimiento de los centros urbanos sin políticas de tierras.
Según los datos oficiales, 100 mil de las 360 mil personas
que habitan el Chaco y su zona metropolitana ocupan en este momento esos
territorios. Es 1 de cada 3,6 personas. Son 184 asentamientos. En promedio, hay
unas 28 familias que llegan cada día. “La mitad proviene del área metropolitana,
y otra la mitad de esas áreas rurales de las cuales las poblaciones de
originarios y los campesinos están siendo corridos por la concentración de los
modos de producción de la tierra”, dice Rolando Núñez, del Centro de
investigación Nelson Mandela, pionero en las denuncias por las hambrunas
del Impenetrable.
En ese escenario, la localidad de Fontana es un caso
paradigmático. Con Vilela y Barranquera integra la serie de
municipios que están pegados a Resistencia. En 2001 Fontana tenía
27 mil habitantes, según el Censo Nacional de Población. Ahora tiene 74 mil, de
acuerdo al último relevamiento de la Dirección Provincial de Tránsito.
Mabel Geraldo
es arquitecta, radical, especialista en viviendas sociales y directora del área
de viviendas de la municipalidad: “Lo que está sufriendo Fontana es un
crecimiento vertiginoso de gente que viene expulsada del interior y llega en las
peores condiciones”, dice. “Como no tienen nada, van llegando y se van
acomodando en donde pueden, y lo que aparece es una carencia de terrenos donde
ubicarlos, carencia de infraestructura. Hay barrios sin agua; las cloacas que
recién están en llegando al pueblo, así que ni soñar con que lleguen a los
asentamientos. Faltan servicios en general, ni hablarles de escuelas; centros de
salud, son muy escasos y no están proyectados. No hay servicios de trasporte
eficiente, sólo una línea de colectivos que no cubre ni la mitad de la demanda.”
Campo Zampa
está en un extremo de la herradura del Chaco. Es uno de los últimos
asentamientos instalados a un costado de la avenida Soberanía Nacional, una
especie de frontera abierta en medio de la ciudad que parece dividir al mundo en
dos partes.
Susana Mattar
es la responsable del programa provincial de viviendas. Arquitecta,
investigadora del Conicet, fue convocada por el gobierno de Jorge
Capitanich. “No existió en el área metropolitana –dice– una política de
loteo de acceso a la tierra, ya sea por éxodo o por crecimiento vegetativo, en
años. Y Chaco, que es una provincia que al tener una nula política
productiva, no tuvo nunca un proyecto de radicación de población en sus centros
de producción y en los últimos 15 años eso apareció de manera brutal.”
En el norte de la ciudad se asientan las poblaciones que
llegan del campo; en el extremo sur suelen estar los criollos. El problema de
las tierras a las cuales ahora recurre la gente es que en el 60 por ciento de
los casos son terrenos en lagunas de oxidación o bajos naturales. Es que se
instalaron en cualquier “terreno privado, reserva municipal, espacio pensado
como equipamiento de escuelas, plazas y ahora se produce el gran desquicio en
una ciudad que no cuenta con otro tipo de suelo que no sea para poner gente”.
A pedido del gobierno provincial, Mattar está haciendo
el diagnóstico del área metropolitana con 60 pasantes de arquitectura,
asentamiento por asentamiento. “Lo que no se entiende -dice ella- es por qué en
la provincia no se entregan terrenos desde 1991. ¿Es posible que tanta gente
quede cautiva viviendo tan mal? Porque si es así creo que eso es estratégico.
Ahora lo que hace falta es una decisión política para ponerse a trabajar. Porque
si los 100 mil tipos juntos deciden un día venir al centro de la ciudad, mejor
enciérrate en tu casa porque van a acabar con la ciudad.”
Esta semana el Chaco recordó un aniversario nuevo de
la masacre de Napalpí. Carina habló de eso en su escuela. “Les
conté la historia de cómo los franciscanos manipularon a los aborígenes para
sacarlos de su lugar, porque ahí se producía más caña de azúcar, y cómo les
pagaban una miseria, hasta que los aborígenes empezaron a reclamar por su
derecho laboral y entonces los eliminaron a todos.”
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