En épocas de crisis, la caída de los beneficios afecta
al conjunto de cada empresa, pero los que pierden el trabajo suelen ser los
más débiles. Quizá sea hora de plantearse reducir los sueldos de los altos
ejecutivos
Tres hoteles de la cadena
Hyatt Hotels Corporation de Boston, en Estados Unidos,
despidieron recientemente a casi 100
trabajadores de la limpieza, que cobraban 15 dólares por hora y tenían
seguro médico, en su mayoría mujeres negras e inmigrantes, que llevaban 20
años en la empresa. A
través de una empresa de trabajo temporal, Hyatt ha contratado a
nuevas limpiadoras a 8 dólares la hora y sin seguro médico.
A las despedidas se les encargó enseñar gratis a quienes iban a
reemplazarlas, que les fueron presentadas como sustitutas para vacaciones.
La empresa alega que la
crisis ha reducido sus beneficios y les obliga a tomar esta medida. Las
trabajadoras denunciaron el despido a un sindicato, que ha organizado una
formidable campaña de boicoteo a la empresa, a la que exige readmitir a los
despedidos. A la campaña se han sumado desde la Asociación de Taxistas de
Boston a organizaciones profesionales que están dejando de utilizar estos
hoteles, respaldados por el propio gobernador de Massachusetts y el
Ayuntamiento de Boston.
La noticia no es que se
despida a trabajadores en tiempos de crisis. Ni que se despida a
trabajadores veteranos y formados y se les reemplace por jóvenes sin
formación. Tampoco es nuevo el secretismo en los despidos, ni obligar a
quienes van a perder su trabajo a enseñar gratis a quienes les reemplazan.
Lo novedoso es que frente a unos despidos se levante una ola de indignación
que ha llegado a los políticos y al mundo académico. La International
Association for Feminist Economics (IAFFE) afirma que si la empresa
trataba de reducir costes para compensar la caída de
beneficios hubiera conseguido una reducción
mayor recortando un 1% los salarios de los altos ejecutivos que despidiendo
a 100 de los empleados peor pagados.
El rechazo
social a los ingresos escandalosos no debería quedarse en una
censura coyuntural |
En todos los países se
aprecia un rechazo creciente a las enormes diferencias de ingresos entre los
ciudadanos, que con frecuencia no responden a la calificación ni al trabajo
realizado. En España es fácil encontrar titulares denunciando El
sueldo escandaloso de los banqueros. En Estados Unidos, sus
desorbitantes primas han llevado a The New York Times a afirmar que
"no tienen vergüenza". También los salarios de los altos ejecutivos han
generado un debate nacional, culminando con el anuncio del Gobierno de
Obama de limitar el sueldo de 175 personas que dirigen empresas
rescatadas por el Gobierno. El rechazo social a estos ingresos escandalosos
no debería quedarse en una censura coyuntural. La crisis hace políticamente
inaceptable la miseria creciente, las desigualdades en las rentas y en el
nivel de vida de las personas. Unas desigualdades que durante las últimas
décadas de políticas económicas neoliberales han aumentado, no disminuido,
como nos prometieron. En nuestra opinión, la indignación contra las
diferencias abismales no debe taparse ni desactivarse, sino, al contrario,
convertirse en una oportunidad para repensar cómo explicar las
desigualdades.
¿Cómo se asignan los
salarios? ¿Cómo se decide lo que cobra la gente -los directivos de bancos y
empresas, los empleados, los políticos? Una rápida ojeada a cómo ha
explicado la Teoría Económica la formación de los salarios desde hace 250
años muestra una combinación de conceptos primarios que seguimos oyendo cada
día en boca de los representantes de la patronal y de instituciones del
Estado: hay que abaratar el despido, reducir los subsidios al desempleo,
bajar los salarios y las cotizaciones a la Seguridad Social, los convenios
colectivos y las cotizaciones son los culpables de que no se contrate más...
Aunque estos argumentos tienen sentido bajo ciertas circunstancias, es
importante que analicemos la teoría que los justifica.
La primera teoría con la
que se explicó la formación de los salarios fue la de los "salarios de
subsistencia", sostenida por Malthus a finales del siglo XVIII, y por
Ricardo a principios del XIX. Para el párroco Malthus, los
trabajadores debían recibir unos salarios equivalentes a lo necesario para
cubrir sus necesidades básicas. Cuando se les pagaba de más tenían
más hijos, en pocos años aumentaba la oferta de trabajo, había más
trabajadores que empleos, y la ley de la oferta y la demanda hacía que los
salarios cayesen, provocando hambre y mortandad. Esta visión fue rechazada
más tarde por Marx, para quien el que hubiera más trabajadores que
empleos no sólo no era negativo para el capitalismo, sino que era lo que
garantizaba sus beneficios, al constituirse en un ejército de reserva de
fuerza de trabajo que permitía al patrono reemplazar a los trabajadores por
otros más baratos. Sólo la negociación colectiva y la unión de los
trabajadores en sindicatos podían contrarrestar el juego.
A finales del XIX, y en su
afán por justificar la desigualdad salarial, la revolución marginalista
explicó el salario como equivalente a la "productividad marginal" del
trabajo. Es decir, los salarios igualaban el valor del producto neto
que producían, y el desempleo era el resultado de que los trabajadores
"costaban" más de lo que "valía" su productividad. En otras palabras,
ganamos lo que vale nuestro trabajo.
Si los directivos ganan mil veces el salario
medio es porque producen mil veces el valor que nosotros producimos. ¿Que
han arruinado a su empresa y perdido el dinero de los inversores... y siguen
ganando mil veces más que usted?
Aun así, dirá un economista ortodoxo. Naturalmente que la crisis
económica disminuye el valor del producto marginal de los trabajadores, pero
también el de los ejecutivos. La producción de una empresa representa el
esfuerzo de muchos trabajadores. ¿Cómo distinguir entre los "productos
marginales" de cada uno? Como en
el caso de las limpiadoras de los hoteles Hyatt, las pérdidas son del
conjunto de la empresa, pero quienes pierden el empleo suelen ser los más
débiles.
La teoría
económica no explica por qué mujeres y negros ganan menos que
los hombres blancos |
Además, la teoría económica
ortodoxa ignora lo que Lester Thurow ha llamado "the sociology of
wage determination", los factores sociales y políticos que afectan a la
remuneración del trabajo, como la existencia de sindicatos, las políticas de
promoción de las empresas, o los salarios mínimos. Por el lado del capital,
el acceso privilegiado a la información y a relaciones con las élites
económicas y políticas, y los privilegios heredados, benefician su capacidad
de negociación y sus múltiples fuentes de ingresos.
La teoría económica tampoco explica por qué
las mujeres y los negros (hombres y mujeres) ganan siempre menos que los
hombres blancos.
Porque el valor de lo que producen es menor, dirá un economista
ortodoxo. Ellas han decidido estudiar menos y en consecuencia están peor
formadas, o trabajan menos horas, o insisten en emplearse en
sectores menos productivos. Estas explicaciones economicistas prefieren
ignorar el racismo, las normas patriarcales o la profunda desigualdad de
oportunidades entre grupos sociales.
En definitiva, la teoría
económica al uso prefiere no tener en cuenta las diferencias de poder entre
trabajadores, y entre estos (que aceptan lo que les ofrecen porque su
subsistencia depende de ello) y el capital (que impone sus condiciones
puesto que puede no ofrecer el empleo). Si usted fuera más productivo
ganaría más. Las injerencias de sindicatos o gobiernos sólo
empeoran las cosas: a cambio de que unos pocos ganen más muchos perderán
su empleo, o muchas empresas cerrarán, incapaces de hacer frente a los
costes. Sobre los salarios que se asignan a sí mismos estos ejecutivos,
directivos, empresarios, sobre cómo pactan sus primas, bonus,
incentivos, blindajes, exenciones fiscales..., silencio.
La teoría económica lleva
200 años explicando la asignación de salarios como un proceso eficiente;
intentando convencernos de que hay que dejar actuar al mercado. Pero la crisis económica nos está invitando a dudar
de ella. La imposición de límites salariales a algunos ejecutivos por parte
del Gobierno de Obama plantea el debate de qué consideramos un
"salario justo". Entidades financieras como Credit Suisse están cambiando
sus formas de pago y ejecutivos como Kenneth D. Lewis, del Bank of
America, renuncian al sueldo (aunque cobrará 60 millones de dólares cuando
se jubile en diciembre). No es que estas propuestas solucionen nada, pero
reflejan la presión social. Si las empresas fueran más democráticas, los
trabajadores podrían negociar y sugerir cambios sin tener que depender del
Estado para proteger su empleo y su salario. Las directivas de
organizaciones como la OIT son también un punto de partida para un
mundo laboral más justo. Si dejamos de considerar aceptables las
desigualdades brutales, si dejamos de aceptar que los salarios reflejan lo
que vale nuestro trabajo, si presionamos como ciudadanos para que nuestros
gobiernos asuman el objetivo político de un trabajo digno para todos, esta
crisis se habrá convertido en oportunidad. En todo caso, estos esfuerzos
deberán incluir el objetivo de reconstruir una teoría económica fosilizada.
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