En
los países del Norte también se padecen las consecuencias del hambre.
Treinta y cinco millones de personas, el mismo número de personas que viven
en Venezuela, Uruguay y Bolivia, pasaron hambre el pasado año en EEUU. El
hambre siempre es el fruto de la injusticia, una injusticia permanente y
enquistada.
Mientras la mitad del planeta consume más del doble de
calorías de las que necesita, la otra mitad no tiene nada que llevarse a la
boca y se muere de hambre. Mientras en EEUU y la Unión Europea
millones de personas siguen dietas para perder peso, en las favelas y
rancherríos de Latinoamérica, así como en el África subsahariana,
niños y adultos luchan contra el hambre.
Según un reciente informe sobre
Seguridad Alimenticia del Departamento de
Agricultura de EEUU, más de 35
millones de personas pasó hambre en 2006 en el país más rico del mundo;
casi cuatrocientas mil más que en 2005. Imaginemos toda la población de Venezuela,
Bolivia y Uruguay, pues ése el número de personas que pasaron
hambre en EEUU el año pasado.
¿Desastre natural? ¿Maleficio? ¿Maldición divina? En
absoluto. El hambre siempre es el fruto de la injusticia, una injusticia
permanente y enquistada. Vivimos una situación injusta y soportamos un
sistema muy desigual que se mueve sólo por los beneficios, por un irracional
crecimiento económico. Esa injusticia se da en todos los países, con
tremendas consecuencias que sufren millones y millones de seres humanos. Por
ejemplo, en España, la octava o novena potencia económica del mundo,
según un estudio promovido desde hace años por la ONG católica Cáritas,
nueve millones de personas viven
por debajo del umbral de la pobreza, uno de cada cinco españoles es pobre.
Más allá de frialdades
estadísticas, pobreza significa sufrimiento y es lo contrario de desarrollo
humano, que consiste que todas y cada una de las personas sin excepción
tengan una vida digna que les permita aprovechar su potencial como seres
humanos. La ONU nos explica una y otra vez que hay cientos de
millones de personas que no viven ni pueden vivir como corresponde a los
seres humanos, conforme a la Declaración Universal de Derechos Humanos,
a la totalidad de las constituciones democráticas y a la frecuente
proclamación de buenas intenciones de la mayoría de dirigentes de la Tierra.
Siguiendo al filósofo
español Emilio Lledó, afirmamos, como él escribió hace tiempo, que
“la justicia, por muy lejana que esté su plena consecución, tendrá que
empezar con algo tan elemental como la democratización del cuerpo, que no es
otra cosa que la liberación de la miseria, del hambre; el hambre que
deteriora toda posibilidad de vivir y de crear”.
No es una tosca figura
literaria la referencia de Lledó a “crear” tras citar el “vivir”;
tampoco se refiere a la reproducción, sino a algo que da mayor sentido al
vivir, que con frecuencia deviene sólo sobrevivir para muchos. La
posibilidad de crear entendida como hacer salir algo de lo que no existe,
continuar lo que hicieron otros, emerger de la mente, imaginar, modelar,
conocer, elevar. En fin, todo lo que se refiere al arte, al pensamiento y a
la cultura.
Acabar con la mitad de esa
vergüenza global que es el hambre del mundo para el año 2015, como
modestamente se propuso la ONU con sus Objetivos del Milenio, es
también restablecer la hegemonía del desarrollo del potencial humano, por
encima y contra el consumo desenfrenado y el derroche. No tengo la menor
duda de que el establecimiento de esas prioridades esenciales, vitales,
conseguirían eliminar o reducir de manera considerable las graves
consecuencias del sistema socio-económico, un estado de cosas injusto,
desigual, cruel y, además, estúpido, porque amenaza ser el principio del
fin. Y no me refiero sólo al cambio climático que, por cierto, ha sido
negado como un peligro real hasta hace apenas un año.
Acabar con el hambre en el
mundo no es caridad ni tampoco asistencialismo. Acabar con el hambre en el
mundo, como acabar con la pobreza, no sólo es justicia, es lealtad con al
especie humana.
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