Uruguay

El espectáculo de la pobreza y la institución de la caridad

Los límites de la solidaridad

 

 

 

La situación del Uruguay no ha dejado de ser crítica después del cambio de autoridades políticas ocurrido tras la victoria de la izquierda. Los desastres humanitarios provocados por las políticas de filiación neoliberal han sumergido en la pobreza a más de la mitad de los niños recién nacidos, en un país que apenas en la primera mitad de este año ya expulsó a 16 mil personas que emigraron y no volvieron, y con una población estancada desde hace décadas en los 3 millones de habitantes. Ya se sabe que la población del Uruguay no tendrá posibilidades de crecer por lo menos hasta 2030 como consecuencia de la emigración reciente.

 

Mientras los sectores conservadores de la sociedad uruguaya fluctúan entre la espera y la frustración –acomodando como se pueda el cuerpo– y se multiplican las experiencias localizadas de interacción entre diferentes actores sociales que tratan de cristalizar nuevas estructuras progresistas (intentos concretos dirigidos a un cambio político y cultural), en este medio año trascurrido se ha hecho habitual una práctica que tiene sus propios límites y que constituye un gran abuso contra los que menos tienen. Mientras se esperan cambios estructurales más profundos, en el debate entre adhesiones y rechazos, en el imaginario social más contemporáneo se ha instaurado la exhortación constante a la solidaridad.

           

Evidencias sobran: programas de televisión donde semanalmente se reúne dinero para diferentes centros públicos y del llamado tercer sector, campañas específicas que año a año se reiteran por encima de los pedidos semanales: canciones, imágenes y palabras que nos muestran la cruda realidad que estamos padeciendo hace mucho tiempo, pero que ahora, ante a los cambios ocurridos, más que expuesta es espectacularizada por los medios. El espectáculo de la pobreza, más allá de toda moral, de buenos y malos, se da en la necesidad de los medios por encontrar un nuevo rol, posicionarse en la nueva situación instituida, establecer un vínculo propicio con el consumidor televidente de este nuevo Uruguay.

 

La solidaridad es una categoría referida a la subjetividad en forma genérica, pero además de ser un concepto general a la condición humana (presente o ausente) es por ello mismo un rasgo que singulariza, que particulariza las formas de vida que cada tipo de cultura nos habilita. En este sentido, además de la solidaridad en general, para la cultura uruguaya de estos últimos decenios la solidaridad es un rasgo esencial a su identidad. Me refiero sencillamente a la existencia e insistencia de una creencia muy extendida: que los uruguayos somos solidarios.

           

Además de tomar mate, apasionarse con el fútbol, la carne asada, de tener un pasado culturoso para los centros urbanos, la solidaridad integra el panteón de la mitología nacional. Asociada, claro está, a los tiempos de principio de siglo XX y a la gran oleada migratoria que llegara hasta estas tierras, la solidaridad como valor y expresión social tenía existencia en la vida de conventillo y el arrabal urbano, y luego de medio siglo en las familias trabajadoras de los barrios obreros, y también por la vía de extramuros, viene de lejos en la hospitalidad del paisano criollo, surgido desde los tiempos de la colonia.

 

Estas formas de relacionamiento social se van idealizando y pasan a constituir un lugar común en nuestro imaginario colectivo. Se construye a partir de la experiencia y la trasciende, los hechos solidarios alimentan una dinámica imaginaria con sus reglas propias, mitologías existentes en toda sociedad humana. Y los mitos están más allá del bien y del mal, simplemente son funcionales o no lo son. El problema político con ellos es que operan a niveles inconscientes, no explicitados, y su utilización posee el poder de movilizar a veces a toda una sociedad. Cuando es mistificada, la solidaridad se desprende más o menos de lo real, adquiriendo su mayor importancia como noción, no en las acciones que se lleven acabo según la dirección que marque en tanto valor, sino en las imágenes que se desprenden de ella. La solidaridad va dejando de ser un hecho para convertirse cada vez más en un “decir”.

           

Los medios masivos de comunicación en el Uruguay aceleran y retroalimentan una situación en la cual la solidaridad es reclamada semanalmente en eventos especiales esparcidos a lo largo del año, para recabar dinero para hogares infantiles, escuelas en contextos críticos, centros de atención sanitaria, etcétera. Después de un 2002 que marca el comienzo de la pauperización definitiva (cuando se alcanza un índice cualitativo de pobreza tal que ya se convierte en estructural, y por tanto se reproduce y es muy difícil de desmontar) tres años más tarde estamos bajo un gobierno de izquierda que accede a la gestión de las instituciones con un país destrozado. Los medios masivos de comunicación, en particular la televisión, recurre a esa solidaridad ya mítica para crear programas nuevos que pelean por puntos de rating como todos lo tienen que hacer, donde se tiene que poder mantener la ilusión semanalmente, donde se le reclama insistentemente al público (vía llantos, sermones, e imágenes que puedan ser lo más evocativas posibles del dolor, el amor y la ternura) a que aporte a todas las causas.

 

Cuando vemos también las coberturas periodísticas de eventos que se dan cita en lugares como el popular Palacio Peñarol (centro deportivo utilizado para grandes concentraciones), nos encontramos con que las gradas están efectivamente repletas de gente convocada, a la que se le ofrece un espectáculo musical y la animación de diferentes figuras de la televisión, a cambio de un alimento perecedero o un juguete por concepto de entrada.

           

Tanto en los casos de los pedidos constantes a través de los programas de televisión semanales (Desafío al corazón, el nombre del programa lo dice todo) y anuales ya instituidos (como la transnacional Teletom), como en los eventos donde presencialmente se realizan las colectas, con lo que nos encontramos es con una evidencia que salta a la vista: los más solidarios son los que menos tienen. Este enunciado viejo como los proverbios, típico del sentido común más antiguo, sigue siendo la expresión de los hechos, y más aún en la actualidad.

 

Y allí radica la crítica a esta situación: frente a los problemas de supervivencia por los que atraviesa la sociedad uruguaya, se está dando un exceso, un abuso de la propia capacidad de aquellos que menos tienen, que más sufren, los destinatarios del propio proceso. Como en un círculo vicioso, en realidad lo que está sucediendo es que entre los sectores más carenciados, las familias de origen obrero, aquellas personas que se la rebuscan como pueden en changas transitorias, pequeños comerciantes e industriales de bajo capital, en fin, quienes más sufren son insistentemente convocados a dar para redistribuir entre sus pares.

           

Mientras tanto, entre el dar y el recibir, los medios están, justamente, mediando en la relación de reciprocidad, que además, insisto, ocurre en definitiva entre quienes comparten con mayor o menor diferencia las cargas más grandes de la coyuntura actual.

           

¿Hasta dónde puede soportar un valor como el de la solidaridad, unas prácticas basadas en la colaboración y la amistad, el sentimiento de fraternidad, etcétera, un mito puesto tan en evidencia? Bajo la utilización del mito de la solidaridad de los uruguayos se está montando el escenario donde se lleva a cabo una redistribución entre los que menos tienen, exprimiendo una vez más a los que más sufren las condiciones de explotación y exclusión. Con ello, claro está, no se soluciona nada, quizá se gane tiempo, ¡pero a qué precio! La caridad que termina por instituirse en la vida cotidiana de la sociedad, en realidad sigue demostrando que los más pobres son lo que menos tienen y los que más comparten, a pesar de la atomización individualista que también acompaña al proceso de pauperización de amplios sectores que no llegaron a los tiempos de la cultura del trabajo. Ésta evidencia no parecen tenerla muy presente los sectores que logran de una u otra forma seguir escapando de las responsabilidades sociales. Y por supuesto que no se encuentra para nada explicitada a ese nivel cotidiano en las pantallas hogareñas y escenarios deportivos al son de la música tropical. Se trata de un mecanismo que se ha instaurado en este medio año e involucra a todos los actores, sectores y grupos que integran la sociedad.

 

La pregunta sigue sin respuesta, y esperemos no llegar a la situación, para nada lejana, de que la solidaridad, o mejor, la reciprocidad generalizada que todavía encontramos en los sectores más afectados por la crisis, no resista más. Las transformaciones estructurales, las nuevas políticas de desarrollo, requieren tiempo pero también una fuerza constante que nos haga transitar hacia el cambio. El problema con estos mecanismos tan nocivos, es que se instauran a veces sin darnos cuenta y terminan por jugarnos muy en contra en relación con los objetivos que en primera instancia pretendemos alcanzar. Mientras tanto, a grandes rasgos, el reparto de la torta se mantiene invariable. Pero es aún más peligroso abusar de las relaciones de reciprocidad y los valores colectivistas propios de la solidaridad como mito asociado al ser local. Y no es sólo una cuestión de representaciones, porque con ellas se actúa en lo real para determinar (justificando, dando razones) la distribución desigual del capital, retroalimentando el proceso que mantiene las cosas como están, y además, cuando dicho proceso se nutre exprimiendo lo cada vez más frágil y valioso: lo que escapa al puro interés individual. En el fondo, aunque parezca terrible, pues lo es, se está explotando a la dinámica de reciprocidades más o menos generalizadas, de lo que comúnmente llamamos pueblo. Todas las semanas vemos colectas masivas por televisión, se difunden cuentas especiales de todo tipo, jornadas en clubes y gimnasios, en nombre de la solidaridad de los uruguayos se generan ganancias para los medios que producen las instancias mediáticas. Un pequeño colectivo carenciado logra acceder al objetivo puntual que se propone el programa (la construcción de un baño, la operación en el exterior de alguien en particular), gracias a la colaboración de los que también necesitan colaboración, pero ahí está el punto, no se trata de colaboración, sino de justicia, del cumplimiento de los legítimos derechos de todos. No debemos pedirle caridad a los que menos tienen, y menos hacer de ello un espectáculo mediático que, además, con su accionar va desgastando el valor social que usa -la solidaridad- por convertirla en mercancía.

 

 

Eduardo Álvarez Pedrosian

© Rel-UITA

28 de setiembre de 2005

 

 

 

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