«No
creamos en los espejismos (...) El atraso es desigualdad porque la riqueza
está mal repartida, haga frío o haga calor.»
Desde antaño aprendimos a ver al mundo dividido entre norte y
sur, siempre que el mapamundi no nos fuera puesto frente a los ojos patas
arriba. En lo alto, el mundo iluminado que brilla con esplendor en la noche
sideral al paso de los satélites, y abajo el mundo del subdesarrollo
dominado por el hambre y la miseria, tragado por la oscuridad, donde la
voracidad avanza desolando las selvas, y también el desierto avanza sobre la
tierra fértil, y que piadosamente es llamado en los documentos
internacionales, mundo en desarrollo. Y por si fuera poco, en los mapas
escolares Europa aparecía dibujada con lente de aumento, para que su poderío
colonial se correspondiera con su poderío territorial.
Esta fijación geográfica
del arriba y abajo, arriba el norte, abajo el sur, vino a cimentar desde el
siglo XIX no pocas ideas perversas para explicar el desarrollo, y también no
pocas ideas sumisas acerca del porqué de nuestra pobreza. Arriba la raza
caucásica, dueña del talento para la organización y la disciplina, y
sobre todo dueña de la inventiva necesaria para crear el progreso y a
arriesgarse a conseguirlo. Y abajo, los desordenados e indolentes mestizos,
pobres por su propia culpa, levantiscos e incapaces de construir. Y por
nuestra propia cuenta, los habitantes de este sur maldito empezamos a
hacernos nosotros mismos la idea, también desde antaño, de que la
imposibilidad de avanzar se hallaba en nosotros mismos, desheredados de
talento y de fortuna, y que por eso se necesitaban de urgencia las
inmigraciones europeas. Había que trasegar el norte hacia el sur, aliviar
nuestra carga de mestizaje, para poder merecer una oportunidad sobre la
tierra.
Nos condenaba, además del
mestizaje remoroso, el clima. Lástima no tener estaciones que se sucedieran
de manera exacta a lo largo del año, y no el caótico desorden tropical de
soles y lluvias, humedad y vapores malsanos exudados por selvas y pantanos,
culpables de la indolencia sensual, y de ese erotismo de costumbres capaz de
producir música y poesía, pero nunca iniciativas concertadas y constantes,
claves de todo progreso. Y nosotros mismos aprendimos también a aceptar que
el paisaje de junglas enmarañadas, tormentas imprevistas, ciclones y ríos
demasiado caudalosos, era nuestro peor enemigo. Cuánta falta nos hacía la
apacible caída de la nieve.
Nos inventamos entonces
países de eternas primaveras y suizas centroamericanas en el trópico, y
ansiamos el frío y los leños encendidos en las chimeneas como asuntos
cruciales para la redención de nuestros males. La nostalgia por las
navidades blancas. Toda la parafernalia segundo imperio que entró en los
salones, y la arquitectura neoclásica que marcó el perfil de los palacios
presidenciales, los teatros y edificios públicos, vinieron a ser la
consagración de esta devoción por el norte, como si también el transplante
de decorados fuera capaz de obrar el milagro de entrar en el norte, sin
movernos del sur. Por eso mismo, los techos de las mansiones victorianas en
los villorrios centroamericanos, tuvieron el declive necesario para dejar
resbalar la nieve.
Las inmigraciones masivas
ensayaron a convertir al sur en norte, como ocurrió en Argentina, por
ejemplo, un sueño muchas veces derrotado por las dictaduras militares, el
populismo y las crisis económicas sucesivas que han tenido la maléfica
virtud de volver atrás el péndulo del desarrollo, ya cuando parece que su
viaje hacia delante es irreversible, de la riqueza a la pobreza y viceversa,
desde los tiempos de Sarmiento. Y eso que los climas australes son capaces
de producir nieve.
Quizás es en el trópico
caribeño y centroamericano donde el síndrome del sur, a pesar de que
geográficamente no lo somos tanto, hace que el péndulo siempre esté
oscilando hacia atrás, y que su viaje hacia adelante se vea frustrado de
manera tan perseverante. Hemos sido siempre culpables de los amaneceres más
portentosos, espléndidas puestas en escena que incendian los cielos, de los
sueños más descabellados, y de los aconteceres abruptos.
Un cataclismo permanente de
la historia, donde abundan las exageraciones y las sorpresas más
contundentes, hijos irremediables de la anormalidad, que hasta hoy sólo ha
sido útil en la literatura, y mientras más anormalidad, mejor literatura,
desde los dictadores que han llegado a ser seres sobrenaturales, eternos en
el poder hasta la saciedad de los siglos, al juego más alucinante de
contrastes, porque mientras sobrevive el paleolítico en lo hondo de las
selvas y la sociedad patriarcal en los llanos ganaderos, visiones del pasado
con sustancia real de presente, al mismo tiempo la modernidad, y aún la
postmodernidad, nos asaltan en jirones y retazos para hacer más
incomprensible el paisaje. El arado egipcio arrastrado por los bueyes al
lado de las antenas parabólicas.
Y como en el juego de las
cajas chinas, también el sur enmarañado contiene retazos del norte, una
reducción a escala del norte y sur de la geografía universal. Acabamos de
verlo en las recién pasadas elecciones de México, donde, aparte de la
disputa acerca de la legitimidad de sus resultados, ha surgido un mapa
electoral que muestra a la derecha del PAN reinando en el norte, más vecino
a Estados Unidos, y la izquierda del PRD en el sur, más vecino de
Centroamérica; el norte de México, supuestamente más rico, y el sur, el más
atrasado. Un norte y sur locales, que quedan en empate técnico.
Pero no creamos en los
espejismos que han sido fabricados para nosotros, y que nosotros mismos
hemos ayudado a fabricar. En Bolivia, la región más rica y próspera es la
del sur, la de Santa Cruz de la Sierra, que es más cálida, y la más pobre
está al norte, la del altiplano, donde hace todo el frío que los viejos
ideólogos sumisos veían como necesario para ser civilizados. Pobres de
solemnidad hay en Nuevo León, en el norte de México, al lado de las usinas,
como en Chiapas, al sur, donde la pobreza viene a confundirse con la de
Guatemala. El atraso es desigualdad porque la riqueza está mal repartida,
haga frío o haga calor.
Sergio
Ramírez
Convenio La
Insignia / Rel-UITA
11 de julio
del 2006