El
experimento se hizo en 1969. Dos autos exactamente iguales. Uno lo dejaron
abandonado en un barrio pobre de Nueva York y el otro en un barrio rico de
la misma ciudad.
Pronto el
auto dejado en el barrio pobre estaba destrozado. El del barrio rico estaba
sin tocar. Los que discriminan a los pobres se frotaron las manos: “¡Son
unos delincuentes!”, exclamaron.
A los
pocos días los investigadores, ex profeso, rompieron con un martillo una
ventana del auto todavía intacto dejado en el barrio rico. En menos de una
semana estaba en igual o peor estado que el otro: todo destrozado.
¿Entonces? ¿Qué puso en movimiento en una población totalmente diferente los
mismos instintos de destrucción?
Ciertamente no fue sólo la pobreza. El verlo con un vidrio roto y que nada
pasara, creó una idea de desinterés, de cosa de nadie, de despreocupación,
falta de freno por quien debiera de ponerlo. En una palabra: de
impunidad.
En
Paraguay existen demasiadas ventanas rotas, impunes. Y, por eso mismo,
cada día hay más.
“Guié mi
Mercedes Benz borracho y nada me pasó. Lo repetiré, y un día…mataré a
alguien en la ruta”.
“Añadí
tres ceros en un cheque y lo supe disimular. Me convertiré en un ladrón de
guante blanco”.
“Vendí
una vez mi voto en el Senado y me lo permitieron porque todos los hacían. Lo
seguiré haciendo”.
La
impunidad es la gangrena del Paraguay.
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