Más de
cien mil turistas visitan cada año las favelas de Río de Janeiro para
comprobar con sus propios ojos cómo se vive allí. Es uno de los nuevos
servicios que ofrecen algunas agencias de viaje: el turismo de pobreza.
En su búsqueda de una experiencia “auténtica”, como si se tratara de un
deporte de riesgo, circulan por los barrios más empobrecidos de las grandes
ciudades. Muchas veces lo hacen en jeeps camuflados y no es extraño
que los habitantes de estas zonas sientan que están en un zoológico humano.
El denominado poorism convierte, de manera vergonzosa, la pobreza que
sufren cada día millones de personas en un próspero negocio.
El Favela Tour fue el punto de partida. Turistas europeos y
norteamericanos visitan desde hace quince años las favelas de Río de
Janeiro. Por unos 60 dólares consiguen su visita guiada con historias de
robos, de narcotráfico, de policías corruptos y otras historias de estos
lugares, donde vive un tercio de la población y donde entre el 2002 y el
2006 el número de niños asesinados duplicó al de niños muertos en la franja
de Gaza. Pero la miseria no es un impedimento para los negocios de estas
empresas. Al contrario, la han convertido en su gran baza. El ejemplo más
claro es el tour por Rocinha, el barrio de barracas más grande de América
Latina. Si al principio lo visitaban unas 15 personas al día, ahora
cuenta con miles de turistas cada semana que se deleitan con una realidad
que para ellos no es más que un espectáculo.
Lo más preocupante es que este modelo de turismo se está expandiendo. En
2005 comenzó en Buenos Aires el Villa Tour, que anima al turista a
sobrevivir durante una noche en zonas conflictivas como la villa 31. Estos
servicios se promocionan también en Sudáfrica, India y
México, e incluso en ciudades de países industrializados como Holanda
y Estados Unidos.
Hay otras modalidades de “reality tours”: los organizados en Tailandia
y Sri Lanka tras el Tsunami en 2004, o los que llevaron a muchos
turistas a visitar Nueva Orleáns tras el huracán Katrina en 2005.
En Sierra Leona hay viajes por zonas restringidas cuyo atractivo
reside en la posibilidad de ver explosiones en directo. Y a estos se suma el
llamado “turismo piquetero”: algunos jóvenes europeos permanecen durante
unos días en Argentina con una familia de piqueteros para vivir las
protestas. Son las múltiples caras del turismo de pobreza, que las agencias
justifican como una buena forma de ayudar a estos barrios. Aseguran a los
turistas que el dinero recaudado será destinado a fundaciones benéficas para
proyectos sociales. En cambio, la mayoría de las veces se trata de una farsa
y, cuando hay ayudas, estas no suelen superar el 4% de los beneficios, según
un estudio de la Brock University canadiense. Las fundaciones comprueban
entonces que la promesa es, como mucho, el falso compromiso con el que
guardar las apariencias.
Otro argumento muy defendido por los promotores del poorism es que
fomenta la sensibilización respecto a la pobreza; sin embargo, uno se
pregunta cómo puede hacerlo si su principal motor es la perversa curiosidad
de quienes sólo buscan un espectáculo similar a los que ven día a día en
televisión. Como Secret Millonaire, un reality show que la cadena
británica Channel 4 emite el próximo mes. Cinco millonarios jugarán a vivir
durante diez días en barrios marginales ingleses con el subsidio de
desempleo.
El periódico inglés The Guardian publicó un reportaje muy revelador
sobre el poorism en Nueva Delhi. “Aquí es donde viven los niños de la
calle”, explicaba una guía a los turistas mientras sonreía. “No sé por qué
la gente viene y nos mira”, se preguntaba Babloo, de unos diez años, poco
después.
La pobreza es el resultado de un sistema injusto del que somos partícipes y,
por tanto, responsables. Todos deberíamos luchar contra ella y, del mismo
modo, nadie debería sentirse tan ajeno como para ser un simple mirón y
contemplarla sin inmutarse. El turismo es una forma de conocer lugares,
personas y culturas, pero no puede ser otro medio más para perpetuar la
pobreza. Y menos aún un turismo tan perverso que no respeta ni la dignidad
de quienes la sufren.
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