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Prólogo de 
Tomás de Mattos a la reedición electrónica 
del libro 
"Observaciones sobre Agricultura" 
 
de José Manuel 
Pérez Castellano (1814) 
  
LAS 
“OBSERVACIONES SOBRE AGRICULTURA” Y LA FAMILIA Y 
LA GRANJA URUGUAYA DEL SIGLO XXI 
  
Este libro le fue encargado al presbítero José 
Manuel Pérez Castellano, en los últimos años de 
su vida, por el Gobierno Económico de Guadalupe 
(actual Canelones). Superando vacilaciones 
iniciales, lo escribió en apenas siete meses, 
“desde la mitad de julio del pasado [1813] hasta 
la mitad del presente febrero”. En realidad, 
sólo pudo escribirlo con tal brevedad, porque lo 
asistían cuatro largas décadas de cultivo de su 
chacra del Miguelete, cargadas de una minuciosa 
y enamorada contemplación de la Naturaleza y 
acicateadas por el cotidiano paladeo de todos 
sus frutos.  
Es ciertamente, el mejor y el último fruto de 
uno de los árboles más altos y frondosos que se 
alzaron en el todavía muy raleado monte de los 
albores de nuestra cultura. Septuagenario, el 
cura ya se sentía al margen de la vida: tanto la 
individual, a la que sostendría apenas por un 
año más; como la social, perturbada por el caos 
de la guerra desatada y la desunión, en el bando 
patriota, de orientales y porteños. 
Es, por cierto, el libro de un erudito; pero 
vale mucho más, afortunadamente, como saber 
atesorado por un labrador entusiasmado por sus 
éxitos, y jamás decepcionado por las derrotas 
que lealmente reconoce. Acudamos al subtítulo de 
estas “Observaciones sobre la Agricultura” y 
fijémonos en qué busca fundar la autoridad para 
captar el interés del lector: “la práctica de 
más de cuarenta años en que cultivó una quinta” 
sobre el arroyo Miguelete. Y tampoco pasemos por 
alto que bien se aclara que no se pretende 
extraer conclusiones válidas para cualquier 
latitud, sino apenas recomendaciones sólo 
aplicables “al clima y calidad de los terrenos 
del Miguelete o inmediaciones de Montevideo”. 
A casi doscientos años de escrito, el libro 
tiene, por supuesto, polvo y polillas. Acaso lo 
cubre un estilo demasiado galano para estos 
tiempos tan prosaicos que actualmente corren; 
incurre en cierto exceso de memoriosas citas de 
poetas de la Antigüedad, al extremo de que causa 
asombro la noticia de que, en el confinamiento 
de su chacra, sólo disponía de un ejemplar de 
las Églogas de Virgilio y nada de otros autores 
a los que tanto cita, como es el caso, por 
ejemplo, del Inca Garcilaso.  
Pero basta un soplo y ese polvo se disipa y 
queda un libro sólido y, sobre todo, luminoso; 
que no sólo conserva su vigencia sino que se 
hace particularmente necesario en una época, 
como la nuestra, tan signada por el menoscabo 
del medio ambiente, el abuso de plaguicidas y 
fertilizantes químicos, y el más absoluto 
desprecio del consumidor, al que no se vacila en 
destinarle, con la utilización de transgénicos, 
productos de la tierra carentes de sabor y 
terneza. 
¡Ah de los tomates de nuestra juventud!, podemos 
suspirar los sexagenarios de hoy, condenados a 
comer quien sabe si sanas ensaladas, 
implacablemente prescriptas por los médicos, en 
las que hasta las cebollas y las lechugas 
parecen emular la insípida, seca y recia 
consistencia de los tomates. ¡Ah de las 
mermeladas y las jaleas de nuestras abuelas, de 
sus dulces de membrillo caseros, cuya 
preparación quemaba a los nietos, colaboradores 
inexpertos pero interesadamente afanosos, cuando 
batían con inmensos cucharones de madera, la 
pasta roja —roja clara— que bullía en las ollas 
de cobre! Ese tiempo, lector amigo, no está 
perdido; lo podemos recuperar gracias a un cura 
laborioso y goloso. Esa es la buena noticia 
secundaria que nos ha legado este portavoz del 
evangelio, que nunca tuvo pelos en la lengua y 
que llevó su celibato, a una exacerbada vocación 
de no casarse con ningún bando, que no fuera el 
de un buen vivir basado en un espíritu solidario 
de vecindad, en la ilustración de la lectura y 
en el goce hacendoso de los frutos a extraerle a 
la Naturaleza. 
El proclamado “Uruguay Natural” necesita 
imperiosamente volver a las enseñanzas de Pérez 
Castellano, hijas de las agudas observaciones de 
sus cuarenta años de labrador cotidianamente 
presente en su chacra. 
¿Queremos cultivar con éxito, usando nuestras 
manos y los recursos que siempre pone a nuestro 
alcance la Naturaleza, manzanos, perales, 
duraznos, damascos, nogales, naranjas, limones, 
limas, membrillos, uvas y aceitunas; o ajos, 
cebollas, coles, colinabos, coliflores, 
brócolis, nabos y rábanos; lechugas, escarolas, 
acelgas, espinacas, remolachas, apios, 
chirivías, zanahorias, perejiles, tomates, 
berenjenas, pimientos, espárragos y alcahuciles? 
¿Cuándo, cómo, dónde y a partir de qué —con 
semillas o estacas o plantones— los plantamos? 
¿Cómo los protegemos de insectos y cizañas? ¿Qué 
injertos podemos practicarles? ¿Cómo abonamos? 
¿Cómo regamos? ¿Cómo cavamos y protegemos 
nuestros aljibes? ¿Cómo disponemos y tendemos 
nuestros cercos y corrales, levantamos nuestras 
chimeneas? ¿Cómo alhajamos el entorno de 
nuestras casas con “rosas y algunas otras flores 
que conviene haya en nuestras huertas”? ¿Cómo 
criamos a las aves domésticas y a otros animales 
de servicio? ¿Qué hierbas sirven para aromatizar 
nuestras comidas? ¿Cómo preparamos orejones y 
pasas, cómo elaboramos nuestros guisos y dulces?
 
Para todas estas interrogantes ofrece leal y 
sincera respuesta este libro, siempre fundado en 
la experiencia y en la confianza en las 
potencialidades que en sí misma encierra la 
Naturaleza. Y de ahí el muy significativo 
interés que esconde —porque no se lo frecuenta— 
para nuestros tiempos. 
Tiene este libro otra virtud: la tutela ética 
del labrador. Hay un importante capítulo al que 
don José Manuel titula: “La agricultura implora 
protección de la justicia”. Es una ardiente 
defensa del pequeño productor; y la expresión de 
una marcada predilección por la agricultura 
respecto de la ganadería. Vale la pena leerlo 
por entero, pero vaya este fragmento como 
muestra: “Este celo a favor de la agricultura lo 
tenían entonces [se refiere a quienes 
establecieron los primeros Repartimientos de 
Tierras] los Padres de la Patria sin más objeto 
que el del bien común y el de que las chácaras, 
destinadas para la labranza, no se hicieran 
estanzuelas en perjuicio de ella; y lo tenían en 
tiempos en que las chácaras estaban menos 
pobladas, y en que era menos extendida la labor 
de las tierras. Si los que tomaron entonces tan 
justas y arregladas providencias despertaran 
ahora del sueño de la muerte y viesen el cúmulo 
de injusticias que estos tiempos han cargado 
contra los labradores y contra su labranza [...] 
¿qué exclamarían [...] cuando viesen que el 
interés de cuatro particulares ha desterrado de 
todo punto la justicia y la protección [... que 
ellos] habían procurado sostener con empeño a 
favor de la agricultura?”. 
¿Qué aplicabilidad tiene a nuestra realidad del 
2007, esta frase escrita en 1813 o, más 
probablemente, en 1814; hace, pues, ciento 
noventa y cuatro o ciento noventa y tres años? 
¿Se mantiene o se habrá extendido lo que Pérez 
Castellano llama “desorden contrario a la 
agricultura”? 
Pero, sobre todo, ¿en qué puede servirnos este 
libro, escrito con desolada pasión por la patria 
y por el inmenso aporte que podían dispensarles 
las chácaras, si se las protegía y estimulaba?
 
En 1848, a los treinta y cuatro años de 
entregado el manuscrito, cuando el país estaba 
sumido en el beligerante desorden de una nueva 
Guerra Civil, el Gobierno del Brigadier General 
Manuel Oribe, consideró que era necesaria su 
impresión, primordialmente, como “un testimonio 
de respeto a aquel ciudadano, natural de esta 
República, a quién él consagró esta y otras 
pruebas de su anhelo en fomentar su ilustración 
y adelantos materiales”, pero también fundó su 
decisión en “la utilidad que de ello pueden 
reportar los labradores, hortelanos, quinteros, 
etcétera”. 
En el 2007, cuando tan sólo faltan seis años 
para que se cumplan los dos siglos de que el 
cura Pérez Castellano comenzara su redacción, 
¿están vigentes los dos fundamentos del decreto 
de Oribe? 
Uno, el de la necesidad del homenaje, es 
fácilmente compartible. La Biblioteca Nacional 
debe rendirlo a un ciudadano que, en obras y no 
en palabras, tanto afán puso para fomentar, en 
el seno del pueblo, tanto “su ilustración” como 
sus “adelantos materiales”. Arte, sí —nos está 
diciendo Pérez Castellano—, pero jamás 
menosprecio de la producción; Ciencia y 
Tecnología, sí, —nos insiste— pero, sobre todo, 
teoría y práctica rigurosa de las que estén 
arraigadas en los entornos más inmediatos de 
nuestra realidad, para el fomento de la 
autosatisfacción de las necesidades de sus 
respectivos habitantes. Su austera figura 
resulta, entonces, paradigma a exaltar tanto en 
beneficio del Uruguay Cultural como del Uruguay 
Productivo: en la misma magnitud que muchos de 
nuestros ciudadanos más ilustres, como José 
Pedro Varela, José Arechavaleta, Pedro Figari o 
Alfredo Vázquez Acevedo. 
El otro debe atravesar un más severo filtro de 
dudas, pero sale incólume. Aún hoy, nuestros 
pequeños y medianos agricultores necesitan las 
lecciones de labranza del chacarero de 
Miguelete. Si Pérez Castellano importa, a la 
vez, para el Uruguay Cultural y el Uruguay 
Productivo; el legado de sus “Observaciones 
sobre Agricultura” mantiene su vigencia para el 
cultivo de la Naturaleza sin acudir 
indiscriminadamente a plaguicidas, a abonos 
químicos o a manipulaciones transgénicas. La 
pureza del ambiente y la calidad de los frutos 
de la tierra siguen necesitando sus lecciones. 
Para tenerlas muy en cuenta, descuento que 
aclararía él, pero no para seguirlas al pie de 
la letra. Quien quiera seguir el camino de Pérez 
Castellano, debe tratar su obra, con el mismo 
creativo pragmatismo con el que él asimiló, en 
su época, el tratado de una sociedad de 
agrónomos franceses, ordenado por el abate 
Rozier.  
Pero cabe aquí una cuestión final: ¿cómo 
asegurar que las “OBSERVACIONES SOBRE 
AGRICULTURA” lleguen realmente a nuestros 
granjeros? ¿Tan sólo reeditando este libro en 
soporte electrónico o en papel? RAPAL y la 
Biblioteca Nacional se han entusiasmado 
recíprocamente con el proyecto de una colección 
de pequeños volúmenes, con su texto resumido y 
aclarado, revisado por especialistas agrónomos, 
y adecuadamente ilustrado, para que los propios 
ojos del lector observen lo que Pérez Castellano 
quería que observara. Ambas instituciones 
sabemos que el éxito del proyecto está en 
directa proporción al número y calidad de la 
asociación que se logre con diversos Ministerios 
e Intendencias Municipales y organizaciones de 
la sociedad civil. 
Se dirá que el proyecto responde a una actitud 
nostálgica, por no decir reaccionaria. ¡Que con 
él se quiere volver a prácticas de una 
agricultura del siglo XIX, cuando el mundo 
atraviesa hoy una explosión inaudita, de 
proporciones jamás dadas en la historia, de 
conocimientos científicos y tecnológicos! No es, 
por cierto, así. No se va contra ninguna 
imperiosa imposición del mercado, ni el del 
mundo, ni el nacional, ni menos el de las 
pequeñas comarcas. Hay una preferencia mundial 
notoria en el consumo de alimentos, por los que 
resultan de procesos naturales, sin artificios. 
Por supuesto, estos procesos naturales presentan 
manifiestas resistencias a las producciones en 
gran escala, con el consiguiente abatimiento de 
los precios, y con muy apreciables logros en la 
perdurabilidad de productos rápidamente 
perecederos. Pero aún así, hay una creciente 
expectativa del consumidor mundial por la mucho 
mayor apetencia que satisfacen los frutos 
extraídos de la tierra, siguiendo tan sólo los 
procesos de la Naturaleza. En términos de los 
economistas, crecen y se multiplican los nichos 
de comercialización de los productos naturales. 
Es, bajo esta perspectiva, que las Observaciones 
de Pérez Castellano adquieren singularísimo 
interés. Y no pensemos sólo en la producción 
para vender. No nos dirijamos sólo al granjero. 
Pensemos en la producción para consumo familiar: 
en el ama de casa, para llevar a la mesa del 
hogar, comida más rica, sana y económica. 
Pensemos, pues, en la calidad de vida de las 
familias. Pero también no nos resignemos a la 
economía doméstica. Así como articulemos una 
difusión de métodos naturales de la agricultura, 
ideemos formas de cooperación de pequeños y 
medianos productores —a veces tan distantes como 
los de Bella Unión y Vergara, o Guichón y 
Lazcano— para que coordinando sus producciones y 
acumulando sus productos, alcancen escalas que 
les permitan alcanzar, en cantidad, estándares y 
calidad, volúmenes que puedan ser exportados en 
condiciones tales que el fruto de sus afanes 
alcance a llegar a destino a tiempo de ser 
consumido con la avidez que merecen. Pensemos en 
una red de difusión para la capacitación de la 
producción agrícola natural y acudamos a las 
escuelas rurales o de asentamientos urbanos, a 
los actuales Centros MEC en vías de 
multiplicación, a las futuras e inminentes 
Agencias de Atención al Ciudadano, a las 
escuelas agrarias, a los comedores populares del 
Instituto Nacional de Alimentación (INDA), a las 
capillas y a tantos otros centros de 
convocatoria vecinal, como también lo pueden ser 
las bibliotecas públicas o populares o los 
centros comunales de los Municipios. Pero 
convirtamos a esa red de capacitación, también 
en una red de cooperación productiva. 
 
Por eso, hemos encarado esta actividad del 16 de 
octubre del 2007 tan sólo como el primer paso de 
un proceso más largo y complejo pero más 
ambicioso y más concreto. No miramos al pasado, 
sino al futuro. No elogiamos una obra admirable, 
culminada en el siglo XIX; tan sólo convocamos a 
que los uruguayos nos juntemos para 
—respetándola— actualizarla y reforzarla con 
miras a que sus incuestionables beneficios 
alcancen la mayor magnitud posible en nuestro 
siglo XXI.  
Tomás de Mattos* 
Octubre 
2007 
 
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