En una reciente 
entrevista para el programa televisivo “Nuestro lugar de trabajo”, producido 
por la OIT en Ginebra, Suiza, el presidente del Directorio de Nestlé, 
nuestro conocido Peter Brabeck, acomodado en su amplio escritorio recorrió 
aspectos de su vida personal y de la política empresarial. A su espalda, 
tras las paredes de vidrio, los cuidados jardines de la sede central de 
Nestlé en Vevey trasmitían el goce y la alegría de una primavera en plena 
eclosión.
  
Ante una periodista rendida de antemano al “charme” de tan 
poderoso personaje, Brabeck comenzó recordando sus años de heladero.
 
“Era muy feliz porque era un pequeño empresario –relató–. Me 
levantaba a las 6 de la mañana, cargaba helados en el camión y salía. Tenía 
mis clientes, era una cartera que yo había creado, no solamente para 
venderles, les recomendaba lo que debían comprar por cómo iba a estar el 
clima, usted sabe que en la venta de helados, cuando sale el sol se vende 
más. 
 
Generaba confianza, ellos confiaban en mí, me pagaban, yo 
agarraba efectivo, así que vender y cobrar era la misma cosa. Después, de 
noche, llegaba a mi casa, pagaba las cuentas, se terminaba el día y negocio 
hecho. Fue una muy buena experiencia, y por supuesto libre, porque en ese 
entonces cuando pasaba junto a un lago me podía tirar a nadar. Era como una 
especie de pequeño empresario privado independiente y lo disfrutaba 
enormemente”.
 
Es imposible escuchar estas palabras de Brabeck sin 
pensar en las decenas de denuncias que en todo el mundo realizan los 
sindicatos de Nestlé, referidas a las innumerables violaciones a los 
convenios firmados, a las legislaciones laborales locales, a los atropellos 
a los convenios internacionales, en fin, a sus propias supuestas políticas 
de responsabilidad social y empresarial que diariamente comete esta 
transnacional, la mayor empresa de alimentación del mundo.
 
La realidad 
es tozuda
 
En nuestro caso, la asociación es con la peripecia de los ex 
empleados de la planta de Helados de Santo Domingo, República Dominicana, 
cerrada el 19 de junio de 2008, de un día para el otro, sin previo aviso, 
dejando en la calle a más de 200 personas, muchas de las cuales trabajaban 
en la empresa desde hacía más de diez años.
 
Las consecuencias de este cierre han sido devastadoras para 
los trabajadores y trabajadoras, y también para sus familias. No se trata 
solamente de las enormes dificultades económicas que creó este hecho, sino 
también las terribles e indelebles secuelas emocionales y morales que 
provocó la clausura definitiva de una fábrica que hasta el día anterior 
venía trabajando en régimen de horas extras permanentes.
 
Pero regresemos al discurso del presidente del Directorio de
Nestlé. 
 
Aludiendo a la trayectoria recorrida hasta el lugar que hoy 
ocupa, Brabeck dice estar “absolutamente convencido de que si a uno 
le gusta lo que hace y desde que se despierta está deseoso de ir a trabajar 
porque le gusta tanto, va a ser un poco mejor que los que van a trabajar 
porque sienten que tienen que hacerlo. Y si uno es 5 por ciento mejor, no se 
puede evitar ser ascendido. No es mucho. Pienso que tiene que ver con que si 
uno está feliz con lo que hace, lo hace mejor, y entonces el ascenso es 
ineludible”.
 
Para los desahuciados por Nestlé en Santo Domingo esta 
lógica no resultó lineal, porque ellos se esforzaban diariamente en sus 
puestos de trabajo, y todos relatan que se sentían muy a gusto laborando en 
un grupo humano que era ya una familia. Trabajaban con empeño, realizaban 
horas extras, tareas que no estaban contempladas en sus contratos, se 
ocupaban de que el equipamiento fuese correctamente mantenido… pero eso sí, 
estaban sindicalizados, algo que seguramente Brabeck no acumula entre 
sus ricas experiencias.
 
Para Rosa Iris Reyes, por ejemplo, con casi diez años 
en la empresa, el esfuerzo no culminó en un ascenso, sino en un despido 
sorpresivo, un shock tan fuerte y angustiante que le provocó la pérdida de 
su embarazo. 
 
Luego de quejarse de que “los políticos” no prestan atención 
al alto desempleo europeo, especialmente el juvenil, Brabeck comenta: 
“Por nuestra parte, lo que estamos tratando de hacer en las compañías en las 
que yo integro el Directorio es generar más trabajos de aprendiz.  Para 
tener más gente y más aprendices”. Y luego aconseja: “Mi recomendación para 
la gente es que no dejen de aprender, porque lo que han aprendido hoy, es 
inútil mañana”.
 
¿De qué le sirvió a Agueda Sosa, de 44 años de edad y 
doce en la fábrica, haber asistido a todos los cursos de capacitación cuando 
de un día para el otro le cerraron la fábrica donde trabajaba?
 
“¿Cuál es la ética de esta empresa –se pregunta Agueda- 
que no tiene empacho en despedir de esta manera a gente enferma, mujeres 
embarazadas, personas con licencia anual, padres y madres de familia?”.
 
Agueda 
es una mujer curtida. Integraba la Directiva del Sindicato, pero el golpe 
fue demasiado duro y admite que “Desde aquel día de cierre no he vuelto a 
estar bien. He tenido que ser tratada por depresión, ya que a la edad que 
tengo es muy difícil que alguien me contrate”.
 
Nada por 
aquí, nada por allá… 
¡valor 
compartido!
 
En la entrevista con la periodista de la OIT, 
Brabeck ingresa en el tema de la responsabilidad social y hace una 
revelación. La cita es larga, pero vale su extensión: “La idea de crear 
valor compartido –dice el presidente del Directorio de Nestlé– surgió 
después de una reunión en Davos. Fue hace cuatro o cinco años. Recuerdo que 
el gran tema era que nosotros tenemos que devolverle algo a la sociedad en 
su conjunto. Durante cinco días se hablaba de una sola cosa: que teníamos 
que devolverle algo a la sociedad. Y al final, el último día, en el plenario 
final, me atreví a decir: ¿saben qué?, no entiendo, porque yo no tengo nada 
que devolverle a la sociedad porque no le he estado robando nada. Esto fue 
algo sorprendente.
 
Me hizo pensar sobre qué es en realidad la responsabilidad 
social empresarial y, en especial, qué es la responsabilidad social 
empresarial a largo plazo, sustentable. 
 
Y llegamos a la conclusión, dicho sea de paso, junto con 
Michael Porter, de la Universidad de Harvard, de que solamente se 
justifica la responsabilidad social empresarial frente a los accionistas, de 
que es solamente sustentable si pasa a integrar la estrategia empresarial. 
No es un agregado. No es filantropía empresarial. Es muy fácil decir regalo 
20 millones a cualquier buena causa y listo. Pero, en primer lugar, es 
injusto porque se está regalando la plata de los accionistas, y segundo que 
no es sustentable. Entonces, nosotros buscábamos algo totalmente nuevo.
 
Y lo que encontramos fue este concepto de crear valor 
compartido. Lo que decimos básicamente es que cada compañía, de distintas 
formas y en diferentes grados, puede integrar en su estrategia empresarial 
un sistema que permita crear valor para los accionistas, pero también para 
la sociedad en su conjunto”, concluye.
 
El sistema de pensamiento de Brabeck, tan claramente 
expuesto, eximiría de todo comentario ya que podría ingresar directamente en 
un hipotético “Manual del empresario neoliberal” como ejemplo perfecto de 
cinismo social.
 
Pero ocurre que esta retórica practicada desde las alturas de 
las torres de Vevey suele permanecer impune, protegida por los filtros y 
laberintos mediáticos, bien regados por los millones de dólares gastados por 
las transnacionales en publicidad, promoción, mercadeo, regalos, etc. Y esa 
impunidad no debe ser universal ni eterna.
 
Las vidas 
rotas de Nestlé
 
Para desafiarla, por ejemplo, basta traer aquí las palabras 
de Alexandra García, de 38 años, con once de trabajo en la planta de 
helados Nestlé de Santo Domingo: “Paso diariamente  frente a la 
fábrica porque me tengo que ir por ahí. No sé, a veces me siento triste, y a 
veces siento rabia por el trato que nos dieron, por cómo nos discriminaron; 
tanto tiempo trabajamos allí, nos sacrificábamos cuando precisaban horas 
extras y no importaba si era feriado o domingo, uno trataba de cumplir, 
dejaba a los hijos solos para servirles a ellos, pero nada de eso les 
importó. Nos sacaron de allí como a basura, como si no fuéramos seres 
humanos”.
 
¿Nestlé no le robó nada a Alexandra, señor 
Brabeck?
 
¿Y a Felipa Pérez, de 51 años y también con once en la 
planta? Ella asegura que “A veces creo que estoy soñando, que estoy en una 
pesadilla y que la planta está abierta. Yo imaginaba que saldría de allí 
como una viejita, con mi bastoncito y mi pensión”.
 
Simón Bolívar Viñas, 
de 44 años y con siete en la planta, afincado a kilómetros de distancia de
Felipa, tiene el mismo sueño recurrente: “A menudo me ocurre que 
despierto a las 4 de la mañana para irme a trabajar, como cuando estaba en 
la fábrica. Hasta he soñado que llego allá y me pongo a trabajar. En mi 
cabeza me he quedado ahí, no he salido aún”, confiesa.
 
Frente a la construcción en madera que levantó detrás de la 
casa de sus padres, Simón le pone tamaño a la tragedia: “Esto fue un 
cambio radical para toda mi familia. Tengo dos niños pequeños de tres y 
cuatro años, pero sólo puedo pagar estudios para uno; es bastante horrible”, 
admite.
 
Parece claro que cuando Brabeck se refiere a “la 
sociedad”, habla de un concepto teórico, de una categoría que debe ser 
incluida en los balances de la empresa como un sujeto productivo, que genera 
más ingresos para los accionistas. Brabeck, en definitiva, no tiene 
ni quiere tener la más mínima noción de lo que significa “la sociedad” en la 
realidad, en el plano de quienes construyen con su trabajo ese “valor 
compartido” del cual unos aprovechan tanto y otros tan poco, o nada en 
absoluto.
 
La empresa de alimentación más grande del mundo ha barrido 
del mapa una planta en Santo Domingo sin decir “agua va”. Le ha robado años 
de esfuerzo, dedicación y lealtad a más de 200 trabajadores y trabajadoras;
Nestlé, en este caso, fue un ladrón de vidas de familias enteras, 
algunas de las cuales, como se ha visto, apenas florecen.
 
Y aquí está la voz de los desechados, de los que a pesar de 
la traición y el abuso siguen y seguirán luchando por su dignidad, esos que 
sí podrán continuar caminando por la vida con la conciencia de no haber 
destruido a nadie. Una vida pobre, sí, pero limpia. Una sensación escasa 
entre el acero y los cristales de Vevey.
