Madrid – Montevideo

 

Historias de Iberia

y de un ministro

para el Guinness

Gerardo Iglesias

 

 

Hace unos años iniciamos una nueva sección en nuestro boletín “El Regional” llamada “Hoja de Bitácora”. Todo viaje implica comentarios y vivencias que, en su mayoría, la rigidez de los informes y artículos no registran. Desde aquel espacio la propuesta fue transmitir las experiencias, las anotaciones al margen, las postales de viaje desde una informal y desestructurada sección. Sentí la necesidad de compartir esta anécdota nacida en un reciente vuelo entre Madrid y Montevideo, quizás como reinauguración de la “Hoja de Bitácora”.

 

 

Dos horas insumió el vuelo de Ginebra a Madrid. Una vez en la zona de “tránsito” del aeropuerto de Barajas le hice una propuesta a Jorge, compañero de viaje hacia Montevideo.

 

Mirá, lo mejor es caminar lo más posible. Tenemos cinco horas de espera en este aeropuerto y nuestra estrategia es llegar bien cansados al próximo vuelo y dormir.

 

Jorge, no muy adepto a realizar ejercicios, aceptó sin más; él sabe por experiencia que ganarle tiempo a la vigilia es la única manera de soportar las doce horas de vuelo.

 

La nueva terminal del aeropuerto de Barajas es una larga bóveda donde destacan gruesas y altas columnas de vivos colores. Una obra arquitectónica donde grande no es sinónimo de cemento gris, o de una red metálica fría y pesada colgando encima de uno. Es una obra bien pensada, donde se jerarquizó la comodidad para las decenas de millones de pasajeros que pasan por allí anualmente. “Una estructura amable”, concluí.

 

Caminamos hasta que las piernas dijeron ¡basta!, y sobre la media noche pasada comenzó el embarque. El fuselaje del Boeing 767 en el área turística tiene tres filas en línea, de dos asientos a los lados y de cuatro en el centro. Nada que ver con la sensación de amplitud y espacio que transfiere el aeropuerto. Es como venir caminando por una avenida y subirse en un ascensor pequeño junto a otras diez personas.

 

Nos tocó sentarnos en la fila del medio. A mí un asiento sobre el pasillo y Jorge a mi lado. A mi derecha, del otro lado del pasillo, con gran ceremonial una señora intentaba ocupar su asiento. El espacio angosto, ella medio ancha y con algún problema motriz, luego de varios intentos al fin logró embutirse en su silla.

 

Si bien en los últimos años se abarató el precio de los pasajes, no es menos cierto que también disminuyó el espacio entre filas. Más que apretado, se viaja casi inmóvil, de ahí el “síndrome de la clase turista” y la fuerte posibilidad de contraer una trombosis venosa en un vuelo transoceánico. El lucro manda achicar los espacios, los médicos recetan tomar aspirina el día antes del viaje y otro comprimido en los dos días posteriores, y mientras la gente se jode siempre alguna transnacional gana algo. La verdad es que resulta muy incómodo viajar así, tan enlatados, donde no sólo se puede dañar la salud, también se lesiona la dignidad, lo que produce un dolor aún mayor.

 

Ya había conciliado el sueño cuando desperté sobresaltado, con una espantosa sensación en la cara: era el trasero de la señora de al lado frotándose contra mi rostro. Despavorido, pude ver que ella realizaba una insólita maniobra para zafar de su asiento: primero se echaba sobre el pasajero contiguo (su pobre marido), y desde allí comenzaba a echar las nalgas hacía el pasillo. A la manera en que se estaciona un automóvil, la señora trasladaba su humanidad en marcha atrás hasta topar con algo –en este caso, mi cara- y entonces se erguía. En un primer momento sentí bronca y estuve a punto de mandarla al carajo, pero concluí: “Ella no tiene la culpa”.

 

Esperé un momento hasta asegurarme de que la señora estaba nuevamente sentada y me volví a dormir. Habría pasado una hora cuando me despertó el bochinche del carrito con la cena arrastrado por dos aeromozas de rostros adustos que vociferaban al unísono: “Carne o pasta. Carne o pasta”.

 

Cuando ese trasiego terminó, la excelente versión de “Canción de lejos” de Lorena Astudillo aplacó mi descontrol y volví a conciliar el sueño. Algo sobresaliente en Iberia: su menú musical. Me dormí arrullado por la dulzura de la voz cautivante de esa notable cantante argentina… cuando llegó lo inevitable: el grito de guerra de todas las azafatas de Iberia en vuelos largos: “café, café, quiere Café...” Es una invocación similar al Haka maorí, tan popularizado por la selección de rugby de Nueva Zelanda. “Café, CAFÉ, ¿QUIERE CAFÉ?”, vienen gritando, jarra en mano, desde el fondo del pasillo, y al acercarse es como si me taladraran la cabeza.

 

Me volví hacia el pasillo buscando acomodo, pero me acordé del trasero de la señora, del encuentro cercano con la peor parte de su pantalón negro de lana apelmazada y decidí quedarme derechito. Ahora, la música de Juan Luis Guerra y la cadencia del merengue, me sosegaron… cuando, desde el fondo, de nuevo: “té, , …” Abrí los ojos y vi a una azafata con cara de pocos amigos que venía por el pasillo a grito pelado: “té, , ¿QUIERE TÉ?”. La mezcla de cansancio, impotencia y rabia hizo que pensara de manera desagradable en la madre de la azafata, y también en la abuela, los tíos y toda la parentela reunida que la parió!!!

 

Pero el agotamiento pudo más que la bronca, y me volví a dormir. No sé cuánto tiempo había pasado cuando otra vez desperté sobresaltado. Todo estaba oscuro y algo me aplastaba nuevamente la cara de una manera que ya me empezaba a resultar conocida. Esta vez no pude contenerme.

 

─¡Oiga, señora!, ¿qué hace?, es la segunda vez que me encaja las nalgas en la cara…

─Disculpe señor, es que es la única forma que tengo para salir.

─Bueno, doña, pero vaya mirando para atrás -le dije con rabia.

 

Un buen rato después miraba a Jorge roncando a mi lado, y no encontraba acomodo para las piernas, para el cansancio, para mi bronca.

 

Tarde o temprano uno se vuelve a dormir, pero apenas amanecía se escuchó de nuevo la cantaleta a todo pulmón: “…café, café, ¿QUIERE CAFÉ?

 

Estábamos llegando a Montevideo cuando el comandante anunció que en el aeropuerto de Carrasco la visibilidad era mínima debido al humo que provenía de los pastizales incendiados en Argentina. “Por lo tanto –dijo como si nada- aterrizaremos con piloto automático”. Luego -por dios, créanme- agregó:

 

─La hora local… en Madrid: 13.30. Para saber la hora en Montevideo, restarle cinco…

Y fue entonces cuando me alegré de que fuese el piloto automático el que aterrizara el avión, y no este tío tan malo para las matemáticas.

 

Para el mediodía ya estaba en casa, dispuesto a olvidar el cansancio, los traseros invasivos y todo lo demás. Decidimos hacer un asado en familia. Fui a la carnicería a comprar lo necesario, y no podía creer el precio de la carne. Ante mis expresiones de asombro, Pocho, el carnicero, me dijo con sorna:

 

─¿No viste a tu Ministro de Ganadería gritando: “¡Soy celeste, soooyyy celeste!”, cuando hicieron el asado más grande del mundo que entró al libro Guinness?

 

─Me estás jodiendo… -le dije, desconfiado.

─¡Qué bah! -respondió Pocho. -Salió saltando y gritando en la televisión, así –decía imitándolo, saltando y levantando los brazos.

 

Mientras hice el asado seguí mascando bronca, pero esa ya no era culpa de Iberia.

Gerardo Iglesias

Rel-UITA

20 de junio de 2008

 

 

 

Fotos: Rel-UITA

 

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