Nicaragua - Chichigalpa

Los afectados de Insuficiencia Renal Crónica

El dolor y el amor infinitos

 

 

 

Sábado a media mañana. Paula Merlo sale de su casa sombreada por frondosos árboles. Ella sabe que a pocos metros, en la mera esquina, deberá apresurar el paso si es que pretende mitigar el abrazo seco del polvaderal y escabullirse del inclemente sol de Chichigalpa, del sol de Nicaragua, que es mucho más sol que el de cualquier otra parte de este mundo.

El polvo se eleva en pequeños torbellinos, fantasmas de la aridez.

 

—¿Cuánto hace que no llueve? ¡Dios parece no escuchar! ¿Será que rezamos demasiado bajito? —se pregunta Paula mientras avanza.

—¡A este pueblo se lo llevará el mismo diablo si no llueve! —comenta la gente con razón.

 

En Chichigalpa, al norte de Managua, las plegarias se están marchitando como la tierra, como los riñones de su pueblo enfermo.

 

Paula viste de negro. Avanza encorvada, resguardando su boca con un pañuelo carmesí. Con la mano libre y ligeros movimientos casi imperceptibles responde a los vecinos que la saludan sentados en los pórticos de sus casuchas.

Mientras apura el andar por esas callejuelas la memoria le dispara otras imágenes: se ve caminando por allí mismo con su marido, Rufino Benito Somarriba, su amor eterno.

 

—Fue anoche, y parece tanto tiempo —susurra. 

 

Van tomados de la mano por el medio de la callecita sin los transeúntes y vecinos que ahora la saludan. Paula vuelve a sentir aquel airecito perfumado que jugaba con sus cabellos y su falda mientras Rufino la animaba con su plática pausada y cariñosa.

Cuando le preguntan por su amor ella responde:

 

—Rufino sigue siendo el mismo hombre que me enamoró. Siempre tierno, cariñoso, preocupado por la familia. Antes de ennoviarnos él volvía en tren del ingenio “San Antonio”, bajaba en el andén de La Candelaria, mi barrio, tomaba un baño, se ataviaba con la única muda de salir que tenía y venía a mi encuentro.  Junto con mi madre atendíamos un pequeño comedor, y ahí se podía encontrar a Rufino todas las tardecitas, rara vez faltaba. Recuerdo que, a veces, por no parar de conversar conmigo, tampoco paraba de comer. Era nuestro mejor cliente —bromea—. Así nació nuestro amor, pues, entre tacos y hamburguesas —evoca Paula—  Anduvimos de novios siete meses; nos casamos el 3 de junio de 1982 y por la Iglesia en 2004.

 

Paula dobla la esquina e ingresa a la casa de Carmen Ríos, su destino de todos los sábados. Allí sesiona la Asociación Nicaragüense de Afectados por Insuficiencia Renal Crónica (ANAIRC). En su mayoría son viudas de trabajadores del Ingenio San Antonio. Desde diciembre de 2005 ya murieron 1.400 afectados.

 

Paula se sienta y enjuaga el sudor de su frente. La mujer que está sentada a su lado y cuyo marido falleció hace pocos días, se pregunta, desconsolada, sabiendo la respuesta:

 

—¿Por qué, por qué, mi Dios?

 

En la casa de Carmen todos conocen el dolor del otro a partir del propio. Allí se llora a los muertos: cuatro por día en los últimos catorce meses. Allí se continenta el sufrimiento y se alimenta la indignación, que es el motor para la acción ante los poderosos que exhiben su indiferencia y absoluto desprecio por los pobres.

Lo de Carmen, es un punto de encuentro de aquellos que por ser paridos en Chichigalpa ya nacieron perdiendo, siendo menos. Pero es también el patio desde donde se planifica la lucha.

Algunos llegan muy enfermos, tullidos por el dolor y la calentura. Carmen los recibe con una actitud señera. Esa madraza de ronca voz les da la bienvenida:

 

—¡Ya se te va a pasar, hombre jodido! ¡Mi hermanito, no me afloje, que la lucha recién comienza! 

 

En la zona azucarera de Nicaragua, cuna del “Flor de Caña”, uno de los rones  más conocidos en el mundo, el pueblerío va sufriendo su existencia invadido por una resaca amarga que le oprime el alma.

Paula escucha con atención el informe de Carmen Ríos evaluando lo actuado por la Asociación en Managua durante la pasada semana. Carmen también señala que sobre el medio día llegarán unos compañeros sindicalistas del exterior.

Mientras esperan Paula cambia de lugar buscando sombra. Rufino llega y se sienta a su lado…

 

—Mira mi amor, como sufre toda esta gente —le comenta Paula.

—Hay que ser fuerte, mi amor —responde Rufino.

—Yo las entiendo.

 

Paula recuerda cuando Rufino regresaba del Ingenio.

 

—Mi amor —se quejaba él—, siento que me quemo, ya no aguanto el dolor en los riñones.

 

—Pobrecito amor mío —lo consuela ahora mirándolo a los ojos mientras vuelve a sentir el olor al veneno que él daba en el cañaveral.

 

Casi al borde del desmayo, Rufino se acostaba sudando a mares; su manta quedaba amarilla por el veneno.

 

—Mi amor, cuídate, estás lleno de veneno. Y tu creatinina por las nubes. Por eso se nos murieron cuatro hijos, digo yo… —sentenciaba Paula.

—Ya va a pasar, mi amor —decía él tratando de darle ánimo.

 

Por la tarde, algunos integrantes del Sindicato visitan a Paula en su casa. Ella tiene ojos pequeños, huidizos, que parecen pedir permiso cuando miran.

 

—Siéntese por acá, que regamos ahorita para que estuviera fresco —invita.

 

De buen ánimo, Paula muestra las fotos del casamiento en la Iglesia, pero por momentos se queda callada, se va a ese lugar donde es atrapada por la angustia.

 

—Me dicen que vaya a lo de mi hermana, en Managua, pero yo no quiero dejar solo al Rufino —protesta.

 

Cuando la gente se va ella oscurece el cuarto y se acuesta. Cierra los ojos y reza para dormirse pronto y encontrase con Rufino. Todas las noches él la visita en sueños, caminan despacito hasta la Iglesia, y ahí Rufino le pide que ella regrese.

 

En Chichigalpa, Gerardo Iglesias

© Rel-UITA

26 de febrero de 2007

 

 

 

 

 

 

 

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