Habla Domitila

 

Malena Bystrowicz

 

 

 

La semana pasada murió en Bolivia Domitila Barrios Cuenca

–así se presentaba sobre el final de su vida cuando se despojó del “de Chungara”, su apellido de casada–, una mujer que supo tanto cambiar la historia de su país al organizar una huelga de hambre, que comenzaron cuatro amas de casa, que terminó derrocando una dictadura, como enfrentar al feminismo conservador –en 1975– al oponer su testimonio de vida a quienes pretendían seguir hablando de los problemas de “la mujer” así, en singular. Minera, dirigenta, madre, indígena; Domitila es una de esas personas imprescindibles para entender la historia de las mujeres en América latina.

 

Fue el 22 de enero de 2006, cuando asumía por primera vez en la historia de Bolivia un presidente indígena. La ceremonia duró varios días. Eduardo Galeano fue invitado al gran evento y fueron sus palabras las que encendieron en mí la necesidad de saber más sobre Domitila.

 

Aquella tarde de fiesta en La Paz, Galeano recordó una asamblea de mineros en los años ’70. Allí se tejían las luchas clandestinas de los obreros y solía haber puros hombres. Pero en aquella ocasión una mujer alzó su voz y, mirando a cada uno a los ojos, preguntó: “¿Cuál es nuestro peor enemigo, compañeros?”

 

Unos respondieron “el capitalismo”; otros “la patronal”; algunos dijeron “la burguesía” o “el imperialismo”. Esa mujer, sin bajar la mirada, contestó: “No, compañeros, nuestro peor enemigo es el miedo, y lo tenemos dentro”. Ella junto a otras cuatro mujeres habían comenzado una huelga de hambre que desembocó, en 1978, en el derrocamiento de la sangrienta dictadura de Hugo Banzer. Esa mujer era Domitila Barrios de Chungara.

 

Quise saber todo de ella y fui a buscarla. Me encontré con una mujer bajita, de aspecto muy frágil pero que transmitía una poderosa fuerza emocional. Tenía una escuela de formación política en Cochabamba, 74 años y un cáncer que avanzaba sobre sus pechos. Lo que sigue es parte de la entrevista que tuve con ella el año pasado, una de las últimas que dio:

“Me llamo Domitila Barrios Cuenca porque cuando una se casa en Bolivia siempre lleva el apellido del marido: Chungara”, se presentó.

 

“Soy hija de un campesino de Toledo, un pueblito pequeño al lado de Oruro. Hasta que lo mandaron a la guerra con el Paraguay, mi padre criaba ovejas. Cuando regresó los animales habían muerto, ya no tenía nada y se fue a trabajar a la mina Siglo XX con la intención de ganarse un buen dinerito para comprar ovejas y volver a su pueblo otra vez.”

 

Pero el destino fue otro. “Las minas siempre están en las cordilleras más altas donde no hay ni siquiera mercado. El patrón hacía llevar alimentos y les vendía a los obreros. Pero nunca lo necesario, siempre muy poco. Y si les había prometido que les iba a pagar diez pesos por día, les daba cinco. Y encima los obreros le debían el transporte, las botas que le dieron y alguna otra cosita más. Desde el principio estaban deudores. Allí se casó con mi madre. Yo nací en Siglo XX, en la mina.”

 

Recuerdos de infancia

 

“Mi madre, al tener su quinto hijo, le hicieron una cesárea y murió. Yo tenía entonces diez años. Cinco hijos nos dejó y la huahua recién nacida. Todas mujeres. Y yo era la mayor.”

 

-¿Y estaba yendo a la escuela?

-Las mujeres no mandaban a sus hijas a la escuela. Así era como se discriminaba. Pero mi padre siempre decía que había que estudiar, que había que leer. Mi madrina, no. Ella decía que la escuela era para mandar cartas a los novios. Pero mi papá habló con el gerente y le suplicó que nos diera permiso para ir a la escuela. De cien alumnos ochenta eran varones y veinte, chicas. Ninguna era hija de obreros.

 

-¿Y tenía que cuidar también de las hermanas?

-Nos turnábamos con mi papá. Mi hermana, la más menorcita, tenía meses de haber nacido. La otrita estaba por cumplir un año. La siguiente tenía un año y más. Imagínense ¡eran pequeñas! No teníamos dónde dejarlas ni quién las vea. En el recreo yo corría a verlas y a darles la mamadera. Las teníamos ahí, a las dos huahuas, en un agujero en la pared. Años después, la más pequeña, que ya tenía tres años, se salió de donde estaba y se acercó a un basural donde habían echado comida podrida sobre las cenizas de carburo de las lámparas de los mineros. Yo volvía de la escuela y escuché “mamá”. No la había visto ahí sentadita, en el basural, y cuando la miro de su boquita salía una espuma. Con las dos manos había estado comiendo. Ha muerto con eso la huahua. Mi madrina me pegó, me agarró de mis cabellos, me jaló de las orejas y me pateó. Yo me aguantaba. El sufrimiento de la huahua muerta. Mi madrina me dijo que me dejara de hinchar con eso de la escuela. Yo contesté: “Tienes razón, yo no quise quedarme en casa para cuidar a mi hermanita”. Me sentí muy mal y le dije que no iba a ir más a la escuela.

 

-¿Y tu padre qué dijo?

-Cuando volvió a casa y me vio cocinando me dijo “¿Y la escuela?”. Le respondí llorando que no iba a ir más porque por mi culpa mi hermanita se había muerto. Entonces mi papá me abrazó y me dijo “no es tu culpa hijita, es el destino que nos ha hecho así. Es necesario que la mujer se eduque y tú tienes que seguir estudiando. Yo me voy a llevar a la huahua a mi trabajo. Hija, ya nos vamos a arreglar”.

 

De repente un acceso de tos muy fuerte obliga a Domitila a hacer un alto. Pero no por mucho tiempo. Como si se acabara la vida ella vuelve a hablar de sus recuerdos, sin parar, sin respiro.

 

“Un día mi papá me anunció que se iba lejos, de comisión. Había comprado víveres. Me pidió que cuidara a mis hermanas y me dijo que si se acababa el alimento sacara la plata necesaria para comprar más. Al día siguiente cuando fui a la pulpería a recoger carne, vi las calles desiertas. Hacía un frío fuerte y parecía oscuro. Las mujeres sentadas en las calles, llorando. Decían que había guerra en Bolivia, que los hombres habían ido a luchar. Poco después, una mañana, empezaron a tocar las campanas, las sirenas y la gente salía y gritaba ‘¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!’ Había sido la revolución de 1952.”

 

Domitila se ríe de los recuerdos que vuelven a su mente. La revolución popular del 9 de abril de 1952 del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) fue un momento feliz para el pueblo boliviano. Derecho de voto para todos, alfabetización masiva, reforma agraria y reparto justo de la tierra; nacionalización de las minas de estaño y otros codiciados minerales, creación de la Central Obrera Boliviana, reemplazo del ejército regular por milicias populares fueron parte de esa transformación histórica.

 

“La gente decía: ‘¡Hemos destruido al Ejército! ¡Ya llegan los mineros!’ Y a la noche, llegó primero la banda con sus estandartes, luego los dirigentes del MNR y, todos en fila, con sus guardatojos brillando, varias filas de mineros. En la quinta, estaba mi papá con su fusil cruzado. Nosotras nos metimos por debajo de los pies de la gente y lo agarrábamos: ‘Papi, papi’. Me miró con mucha alegría y me dijo: ‘Hemos ganado, hijita, nunca más ahora los niños van a andar descalzos’. Y empezaron las medidas económicas para los obreros: bonos de producción, subsidio familiar, cajas seguro social. Ya todos podíamos ir al hospital...”

 

Los Gringos

 

-¿Cómo fue que usted se integró a la lucha?

-En el año ’63, el gobierno se había entregado completamente al Fondo Monetario Internacional. Hubo una asamblea de la Federación de Mineros para decidir si rompía con el MNR. Hubo una emboscada y apresaron a varios dirigentes, entre ellos a Federico Escobar. Justo en ese momento había unos norteamericanos en Catavi. Cuando se supo sobre la emboscada, a la noche, los obreros apresaron a los gringos y los llevaron a la plaza para colgarlos. Les decíamos: “¿Qué vienen a hacer aquí, a asesinar a los dirigentes? Ahora van a morir ustedes”. Y los gringos lloraban. Ya estaban poniendo las cuerdas para colgarlos cuando una señora pequeñita dijo: “Compañeros, no nos dejaremos llevar por la ira. No sabemos si nuestros dirigentes están vivos o muertos. Yo sugiero que tengamos a los gringos de rehenes para canjearlos por nuestros dirigentes si es que están vivos. Si están muertos, ni modo, colgamos a éstos”. La señora era del sindicato de Amas de Casa y me dijo si no quería hacer guardia con ellas para vigilar a los gringos.

 

-¿Y usted se sumó?

-Yo por entonces tenía tres hijos pequeños y dije que no podía. La señora que se llamaba Norberta y era la secretaria general de las Amas de Casa me dijo entonces: “Yo también tengo hijos pequeñitos” y me llevó a una sala llena de huahuas por todos los lados. Mi marido, que escuchó todo, me dijo, despreciándome, que no le hiciera perder tiempo a la señora y que me fuera a casa a cocinar que él se quedaba. Me dio tanta rabia que, aunque no estaba convencida de participar, le dije a Norberta: “Anóteme los tres turnos”.

 

-¿Cuánto tiempo tuvieron a los gringos?

-Varias semanas. Un día vino Norberta y dijo que los norteamericanos iban a venir con su tropa más especializada, en helicópteros, a rescatar a los gringos. “Nos van a matar y van a sacar a los gringos”, nos dijo. El sindicato ordenó a todos llevar comida y agua e irse a resguardar a la mina. Pero la directiva de las Amas de Casa, responsable de vigilar a los gringos, dijo que se quedaba. Yo me sentí una miserable porque había pensado en irme. Ahí fue mi marido que me dijo: “Hay que seguir hasta el final. Yo no quiero que mis hijos se queden huérfanos. Si vamos a morir nos quedamos la familia entera, pues. Nadie va a decir que nosotros hemos traicionado.” Entonces, todo mi miedo desapareció.

 

-¿Se quedaron dispuestos a todo?

-Claro. Todas las mujeres dispuestas a morir. Debajo del poncho teníamos cartucheras con dinamita. La señora Norberta se lo explicó a los gringos: “Sabemos que esta noche van a venir a rescatarlos en helicópteros. No los vamos a largar. Ustedes tienen mucho que perder, nosotras nada, solo nuestra pobreza y nuestro sufrimiento. Nos vamos a abrazar a ustedes, vamos a encender las mechas y nos vamos a volar todos aquí”. Y les mostramos los cartuchos. ¡Guay! Los gringos se asustaron. Lloraban y pedían un teléfono por favor.

 

Esa noche fue la noche más triste, más larga. Pensaba en la familia, en mi padre. Pero los gringos hablaron por teléfono y no hubo ni ejército ni helicópteros. Finalmente, se llegó a un acuerdo con los dirigentes que estaban presos en La Paz y se liberaron a los gringos. Yo me sentí feliz, me sentí grande de compartir con esas mujeres dispuestas a morir pero jamás rendirse. Ese recuerdo me ha dado siempre valor: así tiene que ser el compromiso con el pueblo.

 

La dirigenta

 

-¿Cómo fue el cambio de ser una militante dubitativa hasta llegar a ser una dirigente?

-Recuerdo la emoción del día en que Federico Escobar, que estaba en la clandestinidad, me iba a tomar juramento a mí y a un grupo de compañeras. ¡Escobar, qué honor! Tuvimos que ir por diferentes caminos porque era un lugar secreto. Ahí nos esperaba Norberta y cuando llegó Escobar le dijo que éramos las nuevas delegadas elegidas del Comité de Amas de Casa. Federico nos miró bien serio. Parecía enojado. Con las manos cruzadas atrás, nos dijo: “¡¿Ustedes saben a lo que están metiéndose?!?”

 

Era como un reproche ¿no? Nosotras nos miramos y pensábamos qué pasa con este señor que en vez de animarnos nos dice esto. Y él siguió: “Ser dirigentes sindicales es como un sandwich. Por un lado, está el pueblo que te exige que cumplas los mandatos y por otro lado están la empresa y el ejército que no las va a dejar. Además tratándose de mujeres es peor la represión. Ahora estamos en dictadura militar. ¡No estamos en Carnaval, señoras! Ahora la represión es fuerte y a las mujeres, no sólo aquí en Bolivia, en todos los países donde luchan, cuando caen presas hasta llegan a violarlas”. Nosotras queríamos salir gritando. Hizo un silencio, nos siguió mirando y dijo: “Pero estoy seguro de que ustedes no quieren eso para sus hijas. Ustedes no necesitan hacer juramento, ustedes son nuestras compañeras dirigentes” y nos dio un abrazo.

 

Cinco Mujeres

 

-Uno de los momentos más difíciles se vivió durante la dictadura de Hugo Banzer. ¿Cómo recuerda esa lucha?

-Estábamos cansadas de tanta persecución, de tanta represión. Un día se me acerca la señora Aurora de Lora, esposa de un dirigente trotskista y me cuenta que han decidido enfrentar al gobierno. Era el año 1977. El plan era iniciar una huelga de hambre en La Paz en Navidad. Y luego irían sumándose otros lugares de Bolivia.

 

Lo planteamos en un congreso a los delegados de todos los distritos mineros pero los hombres nos tiraban los planes para abajo. “No se va a poder, que Banzer es tan fuerte que estamos yendo a la muerte, que esto y que lo otro.” Entonces llegó el momento de la decisión. Los que dirigían la asamblea dijeron que los que estaban de acuerdo con la huelga de hambre se pusieran de un lado y los que no estaban de acuerdo en el otro.

 

¿Puede creerme si le digo que éramos cientos de personas pero sólo cinco quedamos del lado de la huelga de hambre? Cinco y nadie más. Nadie, nadie, nadie, nadie.

 

-Y a pesar de que la mayoría se oponía siguieron adelante.

-Nos fuimos a La Paz y lo primero que hicimos fue avisar a nuestros compañeros en Europa, en México, en Perú, en Venezuela. También en Suecia donde tenemos varios compañeros exiliados y donde más tarde tuve que exiliarme yo. Le contamos que el pueblo estaba cansado de pasar hambre, de injusticias y que había un grupo de mujeres que se había decidido a hacer una huelga de hambre respaldada por... por el pueblo. A mí me dieron todo el apoyo, todo el respaldo para hacer declaraciones a la prensa. Y así fue. Empezamos con un grupo en La Paz. Luego vino un segundo. Más tarde otro y otro más.

 

Los recuerdos de aquella gesta la hacen reír.

 

-¿De qué se acuerda Domitila?

-Mire cómo sería la cosa que, según nos enteramos por noticias que venían de afuera, Banzer estaba desayunando lo más tranquilo mientras escuchaba la BBC y por esa emisora que transmitía desde Londres se enteró que en Bolivia, en su propio país, había empezado la lucha por la democracia, que un grupo de mujeres estaba haciendo huelga de hambre.

 

Meses después, la Central Obrera decretó huelga por tiempo indefinido hasta que cayó uno de los militares más sanguinarios que conoció Bolivia. Banzer participó junto con los dictadores de Argentina, Chile, Uruguay y Brasil en el Plan Cóndor, un método sistemático de colaboración para la desaparición y el asesinato de los opositores de los países de Cono Sur sin importar en cuál de ellos se encontraran.

 

En el caso de Bolivia, además, se encontraron celdas de tortura y restos humanos en los sótanos del Ministerio de Interior. Recuerda Domitila: “Todo, todo, todo el país paró. Banzer empezó a allanar y a meternos presas. Pero era tarde. Ese año el precio del mineral y del petróleo estaba alto y con la huelga no pudo cumplir los compromisos de entregar. Esa fue la tumba del Banzer”.

 

La relocalizacion

 

No hay recuerdo más triste para un minero boliviano que lo que llaman “la relocalización”, un destierro violento organizado por el último gobierno de Víctor Paz Estenssoro, el hombre que fue cuatro veces presidente de Bolivia, la primera con la Revolución del ’52 y la última, con el bochornoso gobierno que instaló el neoliberalismo (1985-1989).

 

“Los mismos que hicieron la Revolución volvieron en el ’85 y aprobaron el decreto 21.060 con el que nos botan a todos. Y otra vez sin trabajo, sin casa, sin escuela. En noventa días había que desocupar la vivienda. Me vine a Cochabamba”, explica Domitila.

 

-¿Y cómo sobreviven?

-Por la relocalización daban una indemnización miserable. Al papá de mis hijos por treinta años de trabajo le dieron seis mil bolivianos lo equivalente a tres mil dólares. El se separó de nosotros, se fue con otra mujer y no nos dio nada.

 

Entonces yo me vine con mis hijos a Cochabamba porque acá tenía a mis hermanas. Fue una etapa bien triste. Tuvimos mucha hambre. Nosotras éramos viejas. Cada quien por su lado tuvo que salir. La mayor parte se fue a la Argentina. Sobre todo los hombres se fueron y dejaron a sus familias aquí. Muchos no se han vuelto a juntar nunca más. Los otros se fueron a Europa y allá se casaron con otras mujeres y nos abandonaron.

 

-Pero usted, Domitila, no se rindió.

-Entonces me di cuenta de que en el país hacía falta la formación política. Los mineros estaban solos: los campesinos también. Empecé a dar charlas, me di cuenta de que era necesario seguir la lucha. Entonces creamos un pequeño grupo que al principio llamamos Escuela Móvil, porque íbamos a un lado y otro. Luego nos hicimos este lotecito, una casita, aquí un cuartito. Y empezamos a trabajar.

 

-¿Qué piensa del gobierno de Evo Morales?

-Evo está en el poder, está alfabetizando al país. Pero la gente necesita también la alfabetización política, porque si no sabe dónde hay que ir, cómo hay que ir, entonces no va a poder apoyar nunca, más bien va a estar contra las medidas que va a tomar el gobierno. Cuando Evo dijo que del pueblo tiene que tener una Nueva Constitución a mí me alegró mucho. Le hicieron mucha guerra, le tiraron todo en Sucre. A mí me parece bien que haya un cambio y sea en favor del pueblo. Sí, yo creo en gran manera ha perdido el pueblo el miedo.

 

Esta entrevista fue realizada en Cochabamba, Bolivia, el 23 de junio de 2011, en el marco de un documental; Domitila falleció el martes 13 de marzo pasado, solo tres palabras para recordarla, homenajearla: Adiós y gracias, Domitila.

 

 

   

Malena Bystrowicz

Página 12

29 de marzo de 2012

 

 

Volver a Portada

 

  

  UITA - Secretaría Regional Latinoamericana - Montevideo - Uruguay

Wilson Ferreira Aldunate 1229 / 201 - Tel. (598 2) 900 7473 -  902 1048 -  Fax 903 0905