Guatemala

León Gieco

Historia

de un teléfono móvil

 

El jueves 4 de mayo, por la mañana, venía yo durmiendo en un autobús atestado de viajeros que iban hacia la región oriental de Guatemala. A lo lejos, escuchaba el murmullo de señoras contándose conflictos familiares, y también el impacto de los escupitajos que lanzaban contra el piso un par de amanecidos borrachos cuyos efluvios ácidos saturaban el ambiente arremolinado con aromas de comidas compradas de pasadita.

Sueño que cabalgo en una finca de mi niñez, de seguro porque el calor y la cercanía del Atlántico activan la memoria porosa que duerme en mi piel su sueño inquieto. El autobús para, y yo despierto. Miro en derredor, y algunos de los maestros de escuela con los que viajo para ir a dar unas charlas en un par de comunidades remotas de la región, voltean a verme y me sonríen. Sigo durmiendo.

Cuando el autobús para de nuevo, despierto otra vez y sé que mi cuerpo no quiere dormir más. Abro la cartera de cuero que llevo adherida a mi cintura, y mi mano no palpa el teléfono móvil ni la billetera. El corazón me retumba hasta darme un dolor de cabeza vibrante. Les digo a mis amigos los maestros de escuela que alguien me abrió la cartera, y hacen un pequeño escándalo en el autobús. Algunos dicen que fueron los borrachines amanecidos que se bajaron en no sé qué pueblo. Otros se lamentan de la situación de inseguridad que vive el país. Alguien, adelante, cerca de la salida, me pregunta con mi billetera en la mano: "¿Es suya, don…?" Y sí, es mi billetera. El individuo que me la da dice que estaba debajo del asiento contiguo al suyo. La reviso y no tiene dinero, pero por suerte allí está mi licencia de conducir y la tarjeta de débito con la que suelo viajar por los caminos de mi país.

Uno de los maestros que me acompañan me dice que debo reportar como perdido mi teléfono móvil y comprar otro aparato para que mi número no cambie. En la primera agencia que encontremos vamos a proceder al trámite. Las hay, dice, en los lugares más remotos porque ahora medio mundo tiene teléfonos móviles: los limpiabotas, los mandaderos y hasta los mendigos. Pero sobre todo los tienen los ladrones, los contrabandistas y no se diga los secuestradores, a quienes les son de una utilidad imprescindible.

Recuerdo que en una obra de teatro ligero que puede ver hace un par de años, un policía se enoja con una señora que llama a la estación para denunciar el robo de su teléfono móvil. El dulce paladín de la justicia le dice: "Señora… ¿por un infeliz teléfono de esos me está usted molestando? ¿No se da cuenta de que yo tengo muchas cosas importantes que hacer?" Y cuelga, indignado.

Pienso que aquí no se ha perdido más que unos cuantos billetes de esos que en mi país llevan el nombre de un ave exótica y a la sazón devaluada. Sobre el teléfono móvil, la sabiduría populachera me consuela diciendo: "Déle gracias a Dios porque sólo se llevaron el teléfono y no lo mataron a usted". Si me hubieran matado la escena habría sido ridícula: yo, allí, dormido, desangrándome en medio de un autobús atestado de pueblo. No, no me suena. Por eso decidí concentrarme en lo que iba a decir cuando me encontrara entre los maestros de aldea a los que me dirigía a ver y a quienes tenía que hablar sobre la reforma educativa neoliberal que el gobierno de mi país está perpetrando a espaldas de la sociedad y en contra del gremio magisterial. Al diablo el móvil, pensé.

Y pensé también que hace más de veinte años andaba yo por estos lugares organizando campesinos para la guerra popular. Algunos eran maestros. Ahora, metido en los mismos matorrales, ando enseñándoles lo que es el neoliberalismo, la educación conductista y el negocio de la reforma educativa impuesta por una gavilla de empresarios mercantilistas que hacen dinero gracias a los buenos oficios del gobierno.

Hace un calor del demonio. Qué tiempos aquellos cuando andaba por aquí con una pistola en la cintura, organizando a los padres de estos maestros de escuela que ahora me miran con los mismos ojos escrutadores y las mismas esperanzas agitándose en sus pechos cansados. Nada ha cambiado mucho. Bueno, algo ha cambiado: en aquellos años nadie me habría robado el teléfono móvil.  

 

En Guatemala, Mario Roberto Morales

Convenio La Insignia / Rel-UITA

8 de mayo de 2006

 

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