Trabajo y subjetividad

Acerca del ser o no ser en el (¿nuevo?) orden mundial


«¿En qué consiste entonces la enajenación del trabajo? Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo... El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo.»


(Marx, Manuscritos).



No caben dudas de que el trabajo constituye nuestras vidas, y de que éstas son inseparables del destino del capitalismo. Los cambios que nos afectan, la precarización y decadencia de las relaciones económicas contemporáneas nos posibilita redefinir, poner en duda esta noción tan arcaica y que tan profundamente nos caracteriza. La propia civilización occidental ha encontrado una interpretación de la vida expresada en el mandato bíblico que nos obliga a comer del sudor de nuestra frente, como castigo a la falta primera que funda la noción judeo-cristiana de lo humano, pretender conocer, conocer qué somos.
Desde los comienzos, conocimiento y trabajo estuvieron así de relacionados. La necesidad de transformar la naturaleza para poder llevar adelante una existencia como especie ha adoptado diferentes modalidades, pero siempre es claro que las cargas y las responsabilidades, las actividades y la producción de bienes necesarios para la existencia han servido de entramado para la propia forma de la sociedad que en ello se sustenta. Las relaciones de producción, como las llamaba Marx, definen una infraestructura en tanto sustento básico necesario para todo desarrollo de la vida, sea cual sea. Es impensable aislar los mecanismos de transformación de la naturaleza, humana y no humana, de las relaciones de poder, de lo que se puede y no se puede hacer. El destino de nuestras sociedades occidentales alcanza el punto de despegue radical cuando no sólo los bienes producidos sino la propia actividad de producción, incluido el trabajo, es objeto de pérdidas y ganancias, de especulación. El capitalismo incipiente, en los albores de la modernidad, el de los talleres de artesanos, hombres libres en ciudades estados, en el contexto de un humanismo fervoroso que exaltaba la dignidad y los valores del ser humano en sí, rápidamente es reconfigurado en el movimiento de la Contrarreforma, en la cual las transformaciones acaecidas en la Europa de entonces son capturadas por las autoridades de los órdenes ya existentes y reconducidas hacia una dominación más potente que la de los regímenes anteriores. La forma de las instituciones cambia, y el protestantismo termina por dispensar las semillas para que emergiera un mundo de la vida determinado por la acumulación, el aumento de las riquezas y la especulación financiera, a costa de una explotación indiscriminada de la naturaleza, de la propia naturaleza humana en la explotación del hombre por el hombre que de allí en más quedará labrada por un contrato aun más cínico que la anterior servidumbre medieval.


EL TRABAJO COMO PRODUCCION DE SENTIDOS.

De esta manera se va generando genealógicamente la entidad del trabajo tal cual la conocimos en la modernidad, en su fuerte contradicción interna: el trabajo como relación desigual asumida como condición necesaria, el trabajo como la actividad que nos ubica socialmente, que nos otorga un rol y una posición, pero que es en el fondo siempre injusto, siempre producto de una explotación del más poderoso sobre el más débil. Y no se trata tan solo de una reflexión aislada, sino de la propia constitución de lo que somos, de nuestras subjetividades. Pues sobre este conflicto de base, sobre esta desigualdad naturalizada se van a fundar formas de ser auténticas, maneras de ser humano para las cuales el trabajo como relación, como actividad que determina un sentido de la vida, es la sustancia misma desde la cual se producen otros sentidos, se puede vislumbrar una nueva forma que supere esta desigualdad. Hegel lo planteaba desde su sensibilidad romántica a principios del siglo XIX en la vieja fórmula del amo y el esclavo, y la dialéctica como procedimiento racional no sólo pertenece a sus investigaciones filosóficas, es también parte de las estructuras de ese mundo occidental que por entonces se gestaba. En esa dialéctica Marx buscó luego la forma de llevar las condiciones hasta el punto de su superación. El capitalismo al cual hacían referencia, el que les tocó vivir, no era exactamente una estructura moderna y nueva. Hoy día persisten formas anteriores de relacionamiento, modelos de estructuración del poder en lo social que obedecen a épocas anteriores, Pero las transacciones internacionales, el desarrollo del comercio marítimo, y los efectos posteriores de la revolución industrial en estas actividades y en otras surgidas sui géneris, incluido el saber científico que desde el siglo XVI es puesto al servicio de los poderes de turno, terminan por darle a la configuración del capitalismo como estilo de vida la consistencia necesaria que le permitirá encausar el destino de la humanidad hacia una carrera desenfrenada desde allí en más. «Es harto conocido que la acción monopolista a favor de las guildas y de las compañías no favoreció el desarrollo de una producción capitalista, sino la inserción de la burguesía en un feudalismo de ciudad y de Estado, que consistía en rehacer códigos para flujos descodificados como tales y en mantener al comerciante, según la fórmula de Marx, “en los poros mismos” del antiguo cuerpo lleno de la máquina social. Por tanto, no es el capitalismo en que implica la disolución del sistema feudal, sino más bien a la inversa: por ello fue preciso un tiempo entre ambos. Hay una gran diferencia a este respecto entre la edad despótica y la edad capitalista. Pues los fundadores del Estado llegan como el rayo; la máquina despótica es sincrónica, mientras que el tiempo de la máquina capitalista es diacrónica, los capitalistas surgen uno tras otro en una serie que funda una especie de creatividad de la historia, extraña casa de fieras: tiempo esquizoide del nuevo corte creativo... será preciso el encuentro de todos estos flujos descodificados...»*.

Primero, el trabajo es un castigo divino, una carga por un pecado heredado desde los orígenes de los tiempos; luego, será para algunos fuente de riquezas y para otros fuente de subsistencia, una relación desigual e injusta que logrará estipularse e imponerse con el consenso casi unánime gracias a un engaño en el que se disfraza la explotación bajo la forma de un justo contrato entre partes. La ética protestante será el basamento para una subjetividad capitalista, la cual trascenderá ampliamente los márgenes de lo religioso hasta constituir una nueva religiosidad, el consumismo. Sólo faltaba que Dios y el dinero fueran identificados, que la actividad de explotación sea valorada como vía de salvación a los ojos del creador. Principalmente en el calvinismo se verá a un ser superior estimulado por las obras de acumulación de las riquezas como el destino asignado para el ser humano por naturaleza.

DISTANCIAMIENTO.

En la actualidad, cuando nos enfrentamos ante un mundo fragmentado, una crisis planetaria de la vida humana y no humana, cuando la miseria y la brutalidad son la constante de esta agonía, cuando los caminos de la ciencia y el capitalismo aliados en sus intereses nos conducen hacia un callejón sin salida que encuentra su mayor expresión en la degradación ecológica, debemos cuestionarnos una vez más si el trabajo es o no es lo que creemos que ha sido, cómo necesitamos relacionarnos para dirigirnos hacia una sociedad más justa, no suicida. Porque si es cierto que el trabajo determina nuestras vidas no podemos olvidar jamás, menos hoy, que el trabajo no lo es todo. Y es a partir de este distanciamiento que podemos emprender la búsqueda de alternativas, es a partir del develamiento del pacto desigual que podemos denunciar y poner en lo explícito aquello que subrepticiamente nos mantiene atados a un mundo pasado que hoy se vive como fantasma de lo real. ¿Cómo escaparse de las redes del capital, cómo desarrollar una vida autónoma e integral con el mundo que nos toca vivir sustrayéndonos de toda forma de egoísmo, autoritarismo, falta de escrúpulos y miserias de todo tipo?


Cuestionarnos sobre el trabajo en tanto constituyente primordial de la subjetividad moderna es cuestionarnos sobre la propia naturaleza de lo humano, como uno de esos productos que hemos creado y que han pasado a gobernarnos a nosotros mismos. La noción misma de lo humano está en jaque. El capitalismo elaboró su propia versión de lo que somos: dice, somos individuos. Una ética protestante por tanto, como la estudió Max Weber, que encuentra en el ser tan sólo átomos impenetrables, burbujas existenciales, no es de extrañar que nos conduzca hacia el paroxismo y la destrucción. Un sistema de producción, distribución y consumo de aquello que necesitamos que se funda en el juego numérico sin fin, donde todo valor en tanto entidad útil para ciertas circunstancias y ciertos agentes es convertido en valor de cambio, conduce inexorablemente a una situación catastrófica donde la humanidad entrega las riendas de su propio destino a las espectrales fuerzas de un capitalismo mundial, que de integrado que se encuentra ya no puede re-generarse sin destruir, en un proceso que nos lleva cada vez más al borde. Tomar al mercado como la instancia decisoria es como pedirle a un esquizofrénico que sea responsable por sus actos.

También el Estado-liberal es un mito que jamás ha podido efectivizarse. Todo sistema liberal ha necesitado de una creciente producción de ejércitos y policías, un estado de terror que actualmente, luego del 11 de setiembre, establece el nuevo orden mundial. La lógica de la construcción del enemigo es necesaria para instaurar esa aparente arena de competencia absolutamente libre de todo condicionamiento. Lo que han generado en realidad, o dentro de esta simulada libertad, es una serie de monstruos de múltiples cabezas, las transnacionales, a tal punto que las propias autoridades republicanas que gobiernan los estados norteamericanos deben actualmente plantear series de normas jurídicas para controlar lo que llaman “monopolio”.

EL ARMA DEL DESEMPLEO

Nuestra labor, nuestro trabajo justamente, es concebirnos como sujetos, como entidades responsables de nuestro propio mundo de la vida, el cual creamos incesantemente sin darnos cuenta. Producimos antes que nada, o si se quiere en forma integral, no sólo bienes más o menos materiales, se configura una realidad objetiva, un universo existencial en el cual habitamos. Pero es evidente que no podemos proceder en un mundo en el cual aquello que injustamente nos liga al mismo, además de constituir la desigualdad de origen, nos es arrebatado. Así llegamos a la paradójica situación en la cual el desempleo constituye un arma del capitalismo para permanecer en pie. No sólo se controla la producción, sino también la antiproducción, lo que no se produce. En ello se expresa algo que hace mucho tiempo se ha establecido, las relaciones capitalistas hacen uso de la contradicción como mecanismo de operatividad; la dialéctica no funciona por sí misma como un arma de combate, más bien es el propio mecanismo interno de un mercado mundial que convierte toda novedad, todo cambio, todo bien creado, en un nuevo producto inserto en la malla uniforme e isótopa del mercado preexistente. El triunfo del capitalismo ha sido el triunfo de una manera de convertir toda transformación en un elemento más insertado en un campo homogéneo donde todo puede intercambiarse según un código abstracto, ponerle precio a todo tipo de valor, donde lo frívolo se mezcla con lo necesario, desde un liberalismo que si algo nunca fue y nunca podrá ser, como dice Deleuze, es libre.

Por tal motivo nuestras alternativas deben estar más allá del ser o no ser, más allá de la dialéctica. De lo contrario permaneceremos encerrados en el juego maniqueo de una alienación universalizante. El gran dilema para nuestras subjetividades, para aquello que nos compone y constituye, es encontrar sin cesar nuevas formas de ser que escapen en lo posible a la recodificación del capital, a su captura siempre atenta ante las novedades para generar productos sin cesar. Tarea difícil, que nos exige una actitud de perpetua renovación como la del propia capitalismo, pero que a diferencia de éste, busque en las cualidades, en las singularidades, en los valores de uso las armas del combate, sustrayéndonos lo más posible de los impulsos consumistas para quienes se encuentran «incluidos» en el sistema, y no dejándonos avasallar por la desesperanza por carencia para quienes están «excluidos». El propio juego de este antagonismo es un arma del capitalismo en su manejo de las grandes masas mundiales, de un «ejército de reserva» siempre dispuesto a realizar actividades enajenables ante la necesidad de subsistir. Quien niegue la necesidad de intermediaciones, de tránsitos, de flujos en fin, no comprenderá nada. No se trata de volver a un mundo en el cual las piezas se encuentren aisladas y circunscritas a sus mundos de inmanencia, comunidades cerradas sobre sí mismas y demás. Debemos detener este movimiento suicida de un sistema planetario que no conoce otro límite que sí mismo, que no conoce un otro, una alteridad. ¿Hasta dónde llegaremos? Un sistema para el cual no hay límites, no puede hacer otra cosa que crecer hasta un punto en el cual la tierra, la naturaleza, la realidad vuelve a imponerse en su finitud. O, si se quiere, un sistema que genera mercados sin cesar, termina por saturar lo posible en un punto desquiciado que inaugura una suerte de canibalismo con sus horas contadas. Si ya no queda más por mercantilizar, se hará cualquier cosa para mantener el sistema destruyendo lo ya existente para con ello poder hacer como si algo nuevo asomara en el horizonte, cuando en realidad estamos viviendo una historia lavada, una repetición que nos congela o que nos hace enfermar de una suerte de amnesia genérica.

A pesar de todo sigue viva la esperanza, y los últimos años del siglo que acaba de terminar nos hemos alentado frente al neoliberalismo que se derrumba después de décadas de infames saqueos. Pero no nos confiemos, el retroceso puede ser aparente. En los hechos, nada ha cambiado, aunque por lo menos hoy podamos estar seguros del fracaso del autoritarismo económico como nueva forma de dictadura que supo contar con el apoyo de variados actores políticos.

No olvidemos que todo esto está en el corazón del trabajo, de nuestra subjetividad de principios de milenio. Hemos sido engañados nuevamente bajo modelos empresariales donde se trató de disponer del trabajador en una estructura subjetiva en competición con las relaciones familiares, comunitarias, bajo eslóganes como “la empresa es la familia”, “el triunfo es la excelencia”, etcétera. Tampoco el Estado será la salvación, ya que como se ha demostrado en la propia historia de nuestro devenir, así como en las características contemporáneas del mismo, él ha sido una de las fuentes de implantación del capitalismo. «Otro mundo es posible», rezan las pancartas de la lucha de hoy, y eso sólo será una verdad histórica en tanto consigamos desbaratar al capitalismo que anuda en nuestra propia subjetividad, en tanto los preceptos morales de la competencia, la rivalidad, la búsqueda del éxito individual y la aceptación de la explotación como condición innata a todo vivir sean radicalmente cuestionadas en términos de valores, en una subversión que por fin nos ponga ante las cosas mismas. Redefinir el trabajo, encontrarnos con nuestra capacidad de transformar la naturaleza gracias a la técnica y el conocimiento, a los diferentes saberes de la gente, necesita de una nueva ética de lo vivo, de lo humano y de lo no humano con lo que convivimos. Quizá podamos encontrar un tipo de acción en la cual no sea necesario sufrir tanto por su realización como por su no realización, juego de espejismos que nos encierra en la burbuja virtual de un planeta que ya no nos soporta más bajo estas condiciones. El joven Marx de los Manuscritos sentenciaba claramente: el hombre es fuera de su trabajo, el trabajo es siempre alienación, se es fuera del mismo. ¿Podremos encontrar una nueva forma de dividir y distribuir el trabajo sin que éste sea un castigo, más allá del empleo, en relaciones democráticas donde no sea necesario dar siempre por menos, producir sin descanso para tan sol o encontrar un refugio en un mundo de ruinas, contentarnos con basura chatarra, o con migajas?

Actualmente se habla de las «nuevas patologías de la frustración» causadas por el desempleo, o se hace evidente el complejo de agentes patógenos asociado a todo trabajo. ¿Pero fue alguna vez de otro modo? Como dice el filósofo marrano Spinoza, quien vivió justamente el surgimiento del mercantilismo en los Países Bajos del XVII y sufrió persecuciones políticas toda su vida, el dominio necesita de la tristeza de los dominados para poder establecer el control. En la vieja lucha moderna contra el capital, la clase obrera encontró en la propia posición de subordinación las armas para combatir, en la injusticia sufrida la fuerza de voluntad para poner en marcha una transformación radical. Ante la falta de empleo no podemos añorar una situación de este tipo, pero eso es lo que ocurre, lo que se constata empíricamente; la desesperanza y la depresión gobiernan los ánimos generalizados; es clara la confusión en la que hemos caído. Los impulsos vitales -deseo, libido, como se le quiera llamar- siguen surgiendo de la propia capacidad de transformación que constituye nuestra naturaleza inacabada, no necesitamos volver a antiguas formas ni encontrar en la reacción, en la contradicción, en la oposición una posición que nos permita encauzar un proyecto emancipador que sigue demandando nuestros más caros esfuerzos, en fin, nuestro trabajo.
 


Eduardo Alvarez Pedrosian

© Rel-UITA

18 de febrero de 2004


 

* Deleuze y Guattari, El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, Barcelona, 1998: 238.
 

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