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            La 
            venganza de las cotorras 
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                     Hace años, mientras aguardaba en la embajada de los EE.UU. que 
                  me atendieran para renovar la visa, presencié los esfuerzos de 
                  un hombre que luciendo un gastado pantalón vaquero y calzando 
                  unas bigotudas alpargatas, trataba de obtener un permiso para 
                  exportar cotorras. El funcionario gringo lo acosaba con 
                  preguntas: ¿qué son cotorras?, ¿es usted empresario?, ¿tiene 
                  cuenta en un banco o tarjeta de crédito? Y el hombre: no, soy 
                  desocupado, subo a los eucaliptos, saco los pichones y los 
                  quiero exportar. El hombre flaco no lo sabía, pero en aquellos 
                  tiempos era un adelantado de las 7.000 carnicerías con las que 
                  hoy sueña Jorge Batlle y de la venganza que, en nuestro 
                  nombre, se están tomando las cotorras. 
      
      El 
      neoliberalismo y la globalización tienen cosas buenas para unos -los 
      menos- y malas para el resto. Entre las cosas malas más preocupantes se 
      encuentra la desaparición del empleo y, en consecuencia, el aumento de la 
      informalidad. Procurar un ingreso diario como informal requiere mucho 
      coraje e imaginación, de manera que los nuevos “oficios” son variados. 
      Desde los urbanos hurgadores, limpiavidrios, malabaristas o tragafuegos en 
      los semáforos, a otros más rurales como la recolección de piñas, hongos, 
      leña o la caza de pichones de cotorra 
       
      (Myiopsitta monachus). 
      Vivir de estos pichones no es fácil, hay que trepar a varios metros de 
      altura en los eucaliptos donde las aves hacen sus nidos, tomarlos con 
      cuidado y al mismo tiempo eludir los picotazos de los adultos. Luego hay 
      que cuidarlos del frío y durante algunos días darles de comer en el pico. 
      Finalmente, cuando se cubren de verdes plumas, están listos para la venta. 
        
      
      Algún 
      empresario -formal- vislumbró la posibilidad de aprovechar este trabajo 
      informal exportando los pichones de cotorra como aves exóticas. Lo cual 
      nos permite constatar lo falso que resulta utilizar el término
      
       
      excluido como sinónimo de
      
      
      desempleado... el 
      capitalismo no excluye a nadie. Lo cierto es que centenares de pichones de 
      cotorras uruguayas y argentinas fueron exportados, entre otros países a 
      España. Según nuestros datos, las aves uruguayas tuvieron como principal 
      destino Madrid, mientras las argentinas fueron llevadas a Barcelona.
      
       
        
      Mientras 
      las cotorras iban hacia el Norte, inversionistas y transgénicos venían 
      hacia el Sur. Los inversionistas cometieron numerosos abusos y tropelías 
      en nuestros países, mientras los transgénicos -pese a la oposición 
      mayoritaria de nuestra gente- se extienden, legalmente o de contrabando, 
      por nuestros territorios.  
        
      Ya sea 
      porque los españoles, cansados de su griterío las liberaron, o porque no 
      hay jaula que resista a sus picos y se escaparon, lo cierto es que miles 
      de cotorras viven ahora libremente en las ciudades españolas. Pese a ser 
      originarias del campo, como cualquier emigrante tercermundista las 
      cotorras se adaptaron a las ciudades y sin especies predadoras que las 
      combatan, se reproducen aceleradamente. En Barcelona, las cotorras que 
      vivían en libertad en los años setenta eran 50, hoy las autoridades 
      (¿migratorias?) las estiman en más de 2.200. La situación preocupó al 
      Museo de Ciencias Naturales de Barcelona, cuyos técnicos colocaron anillos 
      de identificación en 300 de estas aves y habilitaron un número telefónico 
      para que los ciudadanos avisen cuando vean un ejemplar identificado -es 
      decir, legalizado- y el lugar donde fue visto. Parece una historia del 
      recordado Gila: 
        
      - Hola, 
      ¿con el Museo? Le hablo por la cotorra. 
        
      - Hombre, 
      ¡es fantástico! Parece que usted estuviera hablando por un teléfono. 
        
      - Bueno, 
      mi teléfono también es verde, pero le hablo de una cotorra sudaca 
      identificada, que va en dirección a la tomatera de mi vecino Montserrat. 
        
      - Deme su 
      dirección para tomar nota. Mañana dígale al señor Montserrat que nos 
      llame, para anotar cuantos tomates le comieron. Ya sabemos que en el Baix 
      Llobregat, el año pasado unas 300 cotorras destruyeron 50.000 tomates1. 
        
      - ¡Jode! 
      Pero mire que está ante mi vista, creo que con la escopeta podría matarla. 
        
      - ¡Ni se 
      le ocurra! Si los ciudadanos matan las cotorras, los técnicos del Museo y 
      yo mismo caeríamos en el paro y usted tendría que pagar más impuestos. 
        
      - Menos 
      mal que me avisó... Dios quiera que los tomates del vecino le gusten.
       
        
      - Los 
      ruegos a Dios no sirven de nada. Fíjese que la hermana encargada del 
      huerto del Monasterio de Sarriá, que como usted sabe está en medio de la 
      ciudad, nos informó que las cotorras le comieron todas las peras, ciruelas 
      e higos. Recién se fueron cuando no quedó nada para comer2. 
        
      - ¡ 
      Entonces habría que dejarlas sin comida! 
        
      - 
      Exactamente. Nuestros técnicos están estudiando la posibilidad de no 
      plantar nada y arrancar la fruta todavía verde durante un año. Seguro que 
      se van a otra parte. 
        
      - Pero el 
      problema se repetirá en otro lado.  
        
      - Es 
      cierto, pero será un problema de otro alcalde y de otro museo. 
        
      - 
      Pregunto, ya que con eso de Irak ahora somos amigos, ¿qué tal si le 
      pedimos ayuda a Estados Unidos? 
        
      - ¡Ni se 
      le ocurra!, son capaces de terminar con las cotorras, de paso con todos 
      los tomates y también algunos de nosotros. Además, usted no se imagina lo 
      que gritan las cotorras sometidas a tortura. 
        
      - ¡Dios 
      nos coja confesados!   
      
      Enildo Iglesias 
      Convenio 
      Siete sobre siete – Rel-UITA 
      
      15 de setiembre de 2003  
        
      NOTAS 
 
      
      (1)  
      Agencia AFP 28.08.03 
      
      (2)  
      AFP op.cit.    |