El 27 de junio de 1973, el golpe 
de Estado que derrocó las 
instituciones en 
Uruguay 
fue la culminación de un largo 
proceso. Desde bastante tiempo 
atrás se había denunciado la 
preparación de la dictadura. En 
esa gestación, sobre los 
factores nacionales pesó uno 
exterior, determinante: el 
interés político y económico de
Estados Unidos. 
Desde la entonces denominada 
“Escuela de las Américas” (según 
testimonio de alguno de sus ex 
directores) se preparó a la 
mayor parte de los militares que 
estuvieron al frente de los 
golpes de Estado en la región.
 
Paulatinamente se fue alineando 
a militares y sectores políticos 
de derecha con el interés del 
centro imperial. De la misma 
manera que se dividió al mundo 
en ángeles y demonios, en 
Uruguay 
y demás países de la zona se 
clasificó a los ciudadanos en 
patriotas y traidores.
 
Las arbitrariedades (entre ellas 
la práctica sistemática de 
torturas) se fueron acentuando 
desde 1960 en adelante. En 1970,
Carlos Quijano 
publicó en Cuadernos de 
Marcha, documentación sobre 
torturas en dependencias 
policiales y militares 
comprobadas por una comisión 
investigadora parlamentaria.
 
El sentido de país soberano se 
había ido perdiendo. Por 
ejemplo, bastante antes del 27 
de junio de 1973, fecha del 
golpe de Estado, copias de todos 
los partes policiales, así como 
de las cintas grabadas de 
intervenciones telefónicas se 
enviaban a la embajada de 
Estados Unidos; 
y eso ocurría con pleno 
conocimiento del jefe de Policía 
y del ministro del Interior de 
la época.
 
Paralelamente, el escuadrón de 
la muerte, autodenominado 
Comando Caza Tupamaros, 
realizaba atentados y cometía 
asesinatos; el 17 de agosto de 
1971 fue secuestrado 
Heber Castagnetto 
en Avenida Italia y Propios, 
“paseado” en automóvil y luego 
eliminado siendo su cadáver 
arrojado al Río de la Plata.
 
A fin de los años 60 comenzaron 
a sucederse los asesinatos de 
estudiantes que simplemente por 
manifestar en la calle caían 
bajo las balas de una Policía 
con permiso para matar: 
Líber Arce,
Hugo de los
Santos,
Susana Pintos,
Heber Nieto. 
El pueblo, en caravanas 
multitudinarias, acompañaba a 
los entierros y el régimen 
insistía en la represión. Al 
comienzo de ese proceso, durante 
los gobiernos de los tradicionales 
partidos blanco y colorado, se 
aplicaron con intermitencia las 
llamadas “Medidas Prontas de 
Seguridad” (previstas por la 
Constitución para los casos de 
agresión exterior o grave 
conmoción interna); pero a 
partir del 13 de junio de 1968 
rigieron de manera permanente. 
Ese mismo mes, 
Don
Carlos Quijano 
advertía desde el semanario 
Marcha: “Al amparo de las 
medidas extraordinarias de 
seguridad, que han dejado de ser 
tales y tienden a convertirse en 
duraderas, vivimos en un régimen 
extraordinario, o sea fuera de 
lo ordinario, que es regresivo y 
suspende o suprime garantías 
esenciales”.
 
Denunciaba entonces que ese 
régimen “tiene su lógica 
interna, su interno dinamismo 
(como a una bicicleta, hay que 
seguir dándole pedal para 
mantener el equilibrio)”. Y 
preguntaba: “¿Qué vamos a hacer 
del país? ¿Una prisión general? 
¿Un vasto campo de 
concentración?”.
 
El 26 de marzo de 1971, el 
general 
Líber Seregni 
–entonces presidente del 
flamante Frente Amplio– denunció 
que el gobierno había decretado 
la hora del garrote y, como 
siempre, había culpado del 
desorden a las masas obreras y 
estudiantiles. En los hechos, 
para mantener intactas las 
estructuras del poder económico 
–explicó 
Seregni– 
se buscó terminar con el régimen 
de libertades políticas.
 
Ese mismo año, el doctor 
Alberto Ramón 
Real, 
entonces Decano de la Facultad 
de Derecho, consultado por una 
Comisión del Parlamento expresó: 
“Debo decir, con toda 
honestidad, que hemos llegado a 
un punto en que es posible 
preguntarse si el estado de 
Derecho en nuestro país es una 
realidad o una ficción; una 
máscara más barata de 
denominación que el empleo de la 
cruda fuerza”. Y explicó –como 
consta en el acta de la Cámara 
de Representantes del 13 de 
abril de 1971– que el país 
padecía “un régimen de facto 
surgido por deformación del 
régimen institucional vigente. 
El fenómeno jurídico que se está 
viviendo –indicó en su análisis– 
no ofrece la menor duda en 
cuanto a que el régimen 
imperante es una dictadura 
extraconstitucional además de 
ser, en parte, un régimen que 
funciona con arreglo a la 
Constitución por ser legítimo en 
cuanto a su origen”.
 
También en 1971 –dos años antes 
del golpe– en un intento de 
juicio político al entonces 
presidente 
Jorge Pacheco
Areco, 
un planteo del doctor 
Enrique Beltrán, 
diputado del Partido Nacional, 
señaló: “Hojeando las páginas de 
la historia quizá no se 
encuentre un gobierno más 
reiterativo en la trasgresión 
constitucional, más 
eufóricamente empecinado en 
demostrar que la Constitución 
vale para todos menos para él, 
en una especie de regreso a los 
absolutismos donde las 
imposiciones del Derecho regían 
para los súbditos y no para el 
gobierno”.
 
Ahora, 34 años después de la 
caída final de las instituciones 
y el establecimiento de una 
dictadura ya sin máscara, 
volvemos a denunciar que el 
régimen que se autodenominó 
cívico–militar no fue más que un 
eslabón de la cadena de golpes 
impuesta por 
Estados Unidos
en complicidad con las 
oligarquías locales de 
América
Latina. 
Todos esos golpes fueron 
precedidos por una tarea de 
penetración ideológica y 
alineamiento con el centro 
imperial de los sectores de 
derecha de las Fuerzas Armadas y 
Policiales a través de 
importantes medios de 
comunicación. Cuando en 1964, 
por ejemplo, se gestó el golpe 
de Estado en 
Brasil, 
basta leer algunos exponentes de 
la prensa continental (como en
Uruguay
El País y El Día) 
para comprobar su apoyo a la 
irrupción militarista. Ambos 
diarios coincidieron con alguna 
prensa de 
Estados
Unidos 
que sostuvo que en 
Brasil 
era necesario un golpe “a la 
manera tradicional de 
América
Latina”.
 
Sobre la crisis y los problemas 
internos de 
Uruguay 
incidió, además, la política 
impuesta por el Fondo Monetario 
Internacional (FMI) 
que, como hoy se reconoce, fue 
la píldora del suicidio para la 
democracia política en muchos 
países.
 
Después que, escudándose en las 
mejores palabras (“defensa de la 
democracia”, “lucha por las 
libertades”, apoyo “al modo de 
vida occidental y cristiano”) la 
derecha buscó por todos los 
medios impedir los avances 
populares, recurrió a las 
Fuerzas Armadas, preparadas 
hasta en métodos de tortura en 
centros del imperio.
 
Sobre estos hechos debieran 
opinar hoy los militares 
golpistas, en lugar de 
amurallarse en un pacto de 
silencio como lo hacen ahora. 
Porque es el análisis de esos 
hechos lo que se impone en una 
región que ha transcurrido por 
su historia, como diría 
Emilio Frugoni, 
“entre golpes, golpazos y 
golpecitos”.
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En Montevideo, Guillermo Chifflet 
© Rel-UITA 
27 de 
junio de 2007 | 
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