América Latina

Guerras santas

 

Los mismos jerarcas religiosos para los cuales las leyes que permiten el casamiento entre homosexuales son “inspiradas por Satanás” son partidarios de indultar a los violadores a los derechos humanos en las recientes dictaduras.

 

Jorge Mario Bergoglio es cardenal y está entre los de mayor peso de Argentina, al punto que figuró entre los candidatos a convertirse en Papa luego de la muerte de Juan Pablo II.

 

En los últimos meses Bergoglio encabezó la campaña del clero católico contra el proyecto de ley que iguala derechos ante el matrimonio más allá de preferencias sexuales.

 

El arzobispo jesuita de Buenos Aires llegó a decir que si se llegara a admitir el casamiento entre personas del mismo sexo, como finalmente sucedió tras la votación del Senado argentino el 14 de julio, habrá derechos humanos violados. “Está en juego la supervivencia de la familia: papá, mamá e hijos. Está en juego la vida de tantos niños que serán discriminados de antemano privándolos de la maduración humana que dios quiso se diera con un padre y una madre. Está en juego un rechazo frontal a la ley de dios. No se trata de un mero proyecto legislativo sino de una ‘movida’ del Padre de la Mentira que pretende confundir y engañar a los hijos de dios”.

 

Es Satanás quien está detrás de esa ley, como también detrás del proyecto que pretende despenalizar el aborto (el aborto ilegal causa decenas de muertes de mujeres al año en Argentina), dijo el cardenal. Y repitió que Dios libra guerras para que “Sus” leyes se impongan.

 

Años atrás, en 2005, el periodista Horacio Verbitsky, que dedicó más de una década a investigar los vínculos de la Iglesia argentina con las dictaduras militares, afirmó en uno de sus tres libros dedicados al tema (El silencio) que Bergoglio fue colaborador de la última dictadura, la más terrible, que se extendió entre 1976 y 1983.

 

El por esa época superior provincial de Buenos Aires de la Compañía de Jesús fue acusado por al menos tres personas de haber estado en el origen de su secuestro, desaparición y torturas en 1976. Dos de ellos eran sacerdotes jesuitas vinculados a la Teología de la Liberación, el otro era médico y también estaba relacionado con el movimiento de curas tercermundista.

 

Bergoglio negó de plano las acusaciones, pero Verbitsky citó documentos oficiales del Estado argentino que lo mencionan explícitamente. Según el periodista, el actual cardenal denunció sistemáticamente a los sacerdotes que consideraba “subversivos”, lo que en la época equivalía prácticamente a una condena a muerte.

 

En Chile las habas que se cuecen son de un tenor bastante parecido. Las jerarquías católicas, que ya estuvieron en los primeros planos de la oposición a la ley que consagra el divorcio (Chile fue el último país latinoamericano, y de lejos, en admitirlo), hoy se oponen furibundamente a otros proyectos que significan un avance en materia de derechos civiles (despenalización del aborto, matrimonio ampliado a los homosexuales).

 

Y se muestran abiertas y comprensivas con los acusados de violaciones (reales y bien probadas) de los derechos humanos bajo la dictadura que encabezó el general Augusto Pinochet.

 

La Iglesia chilena difundirá esta semana una petición al gobierno para que con motivo del Bicentenario de la independencia de España haga muestras de “misericordia” y decida un amplio indulto a presos de casi cualquier calibre, condenados por delitos “comunes” o políticos.

 

Los organismos de derechos humanos chilenos respondieron que aquellos que cometieron atrocidades desde el Estado no pueden ser objeto de indultos ni amnistías porque fueron culpables de delitos de lesa humanidad, imprescriptibles y no amnistiables.

 

Esas personas, además, gozan de condiciones de reclusión “de privilegio”, en cárceles especiales y con derechos de los que son privados los otros detenidos en las “infrahumanas” prisiones del país, dijeron.

 

El presidente Sebastián Piñera todavía no se ha pronunciado, pero se sabe que antes de su victoria en las elecciones de diciembre-enero pasados se reunió en secreto con representantes de unos 700 militares retirados. A ellos les habría prometido no iniciar nuevas causas por su actuación en el pasado reciente y dejar que las que están en curso queden en el olvido. 

 

Respecto a los uniformados que ya hayan sido condenados Piñera se habría comprometido a encontrar alguna “solución” a su situación, como liberarlos por mal estado de salud o edad avanzada.

 

Para altos jerarcas de la Iglesia, el presidente haría un “muy buen gesto” si los dejara en libertad.

 

La plana mayor de los partidos que respaldan a Piñera opina algo similar, pero el proyecto del llamado “Indulto del Bicentenario” ha dividido las aguas incluso en el propio gobierno. Este fin de  semana el ministro del Interior,  Rodrigo Hinzpeter, dijo - “a título personal”, insistió en aclarar- estar en contra del indulto y sostuvo que la Iglesia católica a menudo se inmiscuye en temas que no son de su “estricta competencia religiosa”.

 

Quiso la casualidad que la semana pasada coincidieran en Buenos Aires dos españoles bien opuestos.

 

Uno de ellos fue el juez Baltasar Garzón, aquel que logró que Pinochet fuera encarcelado en Londres, que enjuició y llevó a prisión, en España, en virtud del principio de extraterritorialidad de los delitos de lesa humanidad, a militares argentinos, y que contribuyó a desatar los nudos del Plan Cóndor.

 

Pocos días antes había estado en Buenos Aires Benigno Blanco Rodríguez, presidente del Foro Español de la Familia, católico ultramontano, llegado para respaldar la “guerra santa” de la Iglesia contra el “matrimonio gay”. Blanco fue ministro del ex presidente José María Aznar, ex líder del Partido Popular (PP), uno de los herederos de la tradición franquista. Garzón investigó tramas de corrupción en las que estaban implicados funcionarios del gobierno de Aznar y otros dirigentes del PP.

 

A Garzón las guerras santas, impulsadas por quienes sean, del fundamentalismo que sea, musulmán, judío o católico, no le van.

 

Él sufrió en carne propia una, cuando se decidió a investigar los crímenes de la dictadura franquista. El tribunal supremo español, integrado por jueces conservadores si los hay, lo suspendió recientemente en sus funciones porque se habría extralimitado en sus atribuciones al querer saber el destino de las decenas de miles de desaparecidos, víctimas de aquel “Régimen”, instaurado en “nombre de Dios”, del orden natural y de la familia.

 

Garzón participó en Buenos Aires en un homenaje a las víctimas del atentado que, el 18 de julio de 1994, destruyó la AMIA, la mutual judía argentina. En el acto había también familiares de desaparecidos por la dictadura.

 

Y estuvo en otro homenaje, convocado por la Secretaría de Derechos Humanos del gobierno y por organizaciones humanitarias, realizado en un antiguo predio de la Escuela de Mecánica de la Armada, uno de los principales campos de exterminio del régimen militar.

 

En ambos repitió una idea: “Debemos huir de ese gran mal que afectó el siglo XX, la indiferencia. No podemos –y los jueces menos que nadie– volver la cara hacia otra parte”. Y también: “la democracia es incompatible con la impunidad”.

 

En uno de sus libros, en coautoría con Vicente Romero, El alma de los verdugos, refiriéndose al caso argentino, el juez español había descrito los mecanismos de justificación de los dictadores rioplatenses. Uno de de ellos fue la guerra santa. Decían que actuaban en nombre de Dios, y la jerarquía eclesiástica “obviamente estaba en sintonía con el estamento militar en la lucha contra el comunismo y la eliminación de las malas hierbas que, según ellos, perturbaban la pureza cristiana de Argentina”.

 

 

En Montevideo, Daniel Gatti
Rel-UITA
27 de julio de 2010

 

 

 

 

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