Los Objetivos del Milenio

y la realidad mundial

En el mundo actual las fortunas se concentran

y la pobreza se multiplica

  

  

En el mundo actual las fortunas se concentran y la pobreza se multiplica. Cada año doce millones de niños mueren de hambre y de enfermedades directamente ligadas a la desnutrición. Las causas de esas muertes varían, pero en la inmensa mayoría tienen origen en una única patología: la pobreza.

 

Al comienzo del milenio actual los gobiernos del mundo se comprometieron, en Naciones Unidas, a “liberar a nuestros semejantes (hombres, mujeres y niños) de las condiciones abyectas y deshumanizadoras de la pobreza”. La Declaración en la que se fijan los objetivos del milenio propone:

 

  • Reducir a la mitad la pobreza extrema

  • Disminuir la cantidad de muertes infantiles

  • Educar a todos los niños y niñas del mundo

  • Rebajar la cantidad de enfermedades infecciosas

  • Forjar una alianza mundial para obtener esos resultados

 

Para apuntar hacia esos objetivos los gobiernos deberán respetar los derechos humanos, superar las desigualdades y luchar contra la corrupción. Pero sin acciones concretas la Declaración del Milenio pasará a la historia como una promesa más, incumplida.

 

Hay pilares fundamentales para el progreso de la humanidad: uno de ellos es la asistencia para el desarrollo, puesto que la ayuda internacional constituye una inversión fundamental para el comercio internacional y para avanzar en seguridad, debido a que los conflictos armados arruinan la vida de millones de personas y son un factor de violación sistemática de los derechos humanos.

 

Nacer en las zonas más carenciadas del mundo, como Haití o Sudán, resulta una condena, porque un alto porcentaje de esos seres no superará la edad de cinco años. La pobreza significa estar entre los condenados. Pero gran cantidad de personas carga con “el error” de nacer por debajo de la línea de pobreza, maldición de un régimen que apunta sólo a la ganancia.

 

José Saramago, premio Nobel de Literatura, afirma que ya existe un programa para mejorar los desequilibrios sociales: es la Declaración Universal de Derechos Humanos. Los sectores progresistas tienen en ese texto –agrega-objetivos por los cuales luchar para alcanzar un mundo posible, igualitario y más justo. Hacia ellos debemos apuntar para mejorar nuestras sociedades, aunque la realidad sea siempre, en alguna medida, el ideal menos algo.

 

Un artículo de Elizabeth Gudrais publicado en la revista “América Desigual” en julio de 2008, sostiene que ser pobre en medio de la riqueza es la peor de las pobrezas. La autora cita un estudio del profesor Majad Ezzati, de la Escuela de Salud Pública de Harvard para sostener que “cuando uno piensa en la causa del descenso de la expectativa de vida, piensa en una epidemia como la de VIH, o en el colapso de un sistema social, como se dio en la Unión Soviética. Pero esa declinación ocurre hoy en algunas partes de Estados Unidos. Entre 1983 y 1999 la expectativa de vida de los hombres decreció en 50 condados de ese país, y la de las mujeres disminuyó en 900, lo que significa que más del 4 por ciento de los hombres y 19 por ciento de las mujeres estadounidenses tendrán una vida igual o más corta que la de sus compatriotas de hace dos décadas.

 

Estados Unidos, la nación más rica del mundo, no es la más saludable. Ni siquiera figura entre las 40 naciones cuyos habitantes tienen mayor esperanza de vida. Los indicadores decrecientes en materia de salud se concentran entre los más desfavorecidos. Las disparidades en salud tienden a ser proporcionales a los ingresos, en todas partes. Los pobres se enferman más y mueren más pronto; pero la brecha entre ricos y pobres es mayor en Estados Unidos que en cualquier otro país industrializado.

 

La autora considera que el ciudadano estadounidense medio es más tolerante ante la desigualdad de ingresos. Pugna por igualdad de oportunidades, en tanto que sus similares europeos procuran retribuciones más justas. En Estados Unidos cualquier debate sobre las desigualdades conduce a otro acerca de si los pobres merecen ayuda y solidaridad o deben ser dejados a que se levanten o caigan por sí mismos.

 

La puesta en práctica de políticas impositivas como procedimiento para la redistribución de los ingresos de los ricos en beneficio de los pobres, criterio planteado en Europa, no es aceptado en Estados Unidos. Los estudios indican que las desigualdades en este país han crecido aceleradamente desde finales de 1970 y han llegado a un nivel nunca visto desde la irónicamente llamada “edad dorada” (entre 1870 y 1900), período de la historia caracterizado, en dicho país, por el contraste entre los excesivos privilegios de los opulentos y la escasez de los pobres.

 

Al comenzar el siglo XX el 1 por ciento de la población poseía el 18 por ciento de la riqueza, y alcanzaría el record del 21,1 por ciento en 1928. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial –período de intenso desarrollo económico y cultural que llevó gran prosperidad a la clase media estadounidense- el 1 por ciento más rico redujo su participación en la riqueza a menos del 10 por ciento de los ingresos registrados entre 1960 y 1970. Pero desde 1970 hasta 1996, la participación del 1 por ciento más rico creció el 15 por ciento y en 2006 llegó al 20,3 por ciento del total de la riqueza.

 

En 1965 el salario promedio de un alto funcionario de una gran compañía era 25 veces más que el de un obrero. Actualmente es 250 veces más alto.

 

En el promedio de esperanza de vida, Estados Unidos ocupa el lugar 21 entre las 30 naciones más industrializadas y el lugar 25 en mortalidad infantil. Ese es el promedio. Lo que significa que esos indicadores son muy diferentes entre los ricos y los pobres.

 

Los datos sobre movilidad social revelan que el 42 por ciento de los hijos de padres ubicados en el sector más pobre siguen en ese mismo segmento en su edad adulta, y el 39 por ciento de los hijos de padres del segmento superior continúan en ese sector privilegiado al alcanzar la mayoría de edad.

 

Las grandes desigualdades sociales se relacionan siempre con escenarios de mayor criminalidad, menos felicidad y peor salud mental y física. Hay evidencias de que vivir en una sociedad con grandes disparidades -en salud, riqueza y educación- es peor para todos los miembros de la sociedad, sin exceptuar a los mejor ubicados.

   

 

En Montevideo, Guillermo Chifflet

Rel-UITA

16 de septiembre de 2008

 

 

 

 

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