Las grandes
economías presionan para adueñarse de las grandes reservas, y los
políticos se han dado cuenta de que el “oro negro” es un arma que
sirve para presionar a otros países. Pero no es nada nuevo. La
economía mundial llegó una vez al borde del cataclismo a causa de
los desorbitados precios de los hidrocarburos.
El 6 de octubre
de 1973, durante el Yom Kippur, el día más sagrado para los
judíos, Siria y Egipto lanzaron una gran ofensiva militar contra
Israel en lo que fue quizá la fase más negra del conflicto árabe
israelí. El apoyo militar y político de EEUU a Israel provocó la
represalia por parte de los países árabes del Golfo Pérsico, que
aumentaron en un 70% los precios del petróleo. Además, redujeron la
producción en un 5% cada mes hasta que EEUU cedió a las ambiciones
políticas de estos países. Este embargo derrumbó a las economías más
débiles de África, Asia y Latinoamérica y puso en jaque a las más
poderosas.
Quizá
presagiando que algún día esa riqueza podría servirles de arma, los
principales países productores de petróleo crearon la OPEP para
contrarrestar el poder de las siete grandes refinadoras
occidentales, las denominadas “Siete Hermanas”, que presionaban para
mantener bajos los precios de los hidrocarburos. Vemos hoy esa
presión en Nigeria, donde la Shell ha financiado a los grupos
guerrilleros que protegen sus intereses.
Tras la crisis
de 1973, Estados Unidos aprendió de su propia vulnerabilidad y firmó
con Arabia Saudita acuerdos comerciales para evitar la escalada de
precios por la voluntad de los grandes y productores. Hoy tiene en
el reino saudita a un aliado, pero el fracaso que ha supuesto la
ocupación de Iraq y la tensión entre Irán y Occidente ha disparado
los precios. A ello hay que añadir la pujanza económica de los dos
gigantes asiáticos, India y China.
La alianza con
Arabia Saudita despierta incertidumbre. Washington ofreció a los
empresarios y a los políticos saudíes más ricos jugosas inversiones
en territorio estadounidense; han ingresado sus petrodólares en
bancos norteamericanos y han visto crecer sus cuentas. Las mismas
con las que algunos han financiado actividades terroristas.
El país árabe
permitió la entrada a las multinacionales para que emprendieran
proyectos de infraestructura y modernizaran el reino del desierto,
que está hoy partido en dos. La población que no participa de estos
beneficios se rebela cada vez más contra un reino que vive en la
opulencia y que hace tratos con el enemigo “infiel”.
No todo vale. La
cantidad de petróleo de un país y su disposición a emprender
negocios con otro no pueden ser los únicos criterios para construir
una relación. Así se crean amigos y enemigos inconvenientes. Cuando
la codicia por un producto de otro país determina la política
exterior, se alimentan conflictos como el de Irán o la hostilidad de
presidentes como Hugo Chávez que, aunque agite la bandera del anti-imperialismo
norteamericano, oculta que Venezuela vende el 80% de su petróleo a
EEUU, que supone 50 mil millones de dólares. Esto le permite
mantener a flote la economía de su país y ayudar a sus aliados más
cercanos.
Supone un enorme
riesgo que los modelos económicos y de consumo dependan de un
producto que se terminará dentro de sesenta años a este ritmo, según
los cálculos de los expertos. Se trata de un producto que tiene
efectos ecológicos negativos y que es capaz de hundir al mundo en
una recesión si su precio sigue subiendo. Los países manufactureros
subirán los precios de sus productos y los países empobrecidos,
dependientes de las economías del Norte, no podrán comprar. Y las
economías de los países del Norte se paralizarán.
Si un modelo
energético y de consumo caduco desencadena tantos problemas que
afectan al bienestar de los pueblos, tendremos que plantear
alternativas. ¿