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             Colombia 
      
        
      
       “Como 
      para el mito hebreo de Adán y Eva, también para el mito griego de Prometeo 
      toda la civilización humana se basa en un acto de desobediencia. Prometeo, 
      al robar el fuego a los dioses, echó los fundamentos de la evolución del 
      hombre. No habría historia humana si no fuera por el “crimen” de Prometeo. 
      Èl, como Adán y Eva, es castigado por su desobediencia. Pero no se 
      arrepiente ni pide perdón. Por el contrario, dice orgullosamente: 
      “Prefiero estar encadenado a esta roca, antes que ser el siervo obediente 
      de los dioses” 
      
      Erich 
      Fromm 
        
        
      Colombia 
      es una república unitaria con descentralización política y administrativa, 
      afirmada en los principios del Estado Social de Derecho y la democracia 
      incluyente y participativa, esto es, el reconocimiento de los ciudadanos 
      como sujetos sociales y políticos, actores que pueden tomar decisiones 
      sobre su presente y su futuro. En consecuencia, la Constitución garantiza 
      a los ciudadanos el derecho a participar en la conformación, ejercicio y 
      control del poder político, y, para el ejercicio de la soberanía popular, 
      dotó al pueblo de mecanismos de participación: el voto, el plebiscito, el 
      referendo, la consulta popular, el cabildo abierto, la iniciativa 
      legislativa y la revocatoria del mandato. 
        
      Este marco 
      normativo emanó de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, conformada 
      por toda la pluralidad de fuerzas políticas y sociales del país, incluidos 
      los movimientos guerrilleros que se reinsertaron a la vida civil (el M19 y 
      la mayoría del Ejército Popular de Liberación, EPL, entre otros), pues la 
      centenaria Constitución anterior, afirmada en un régimen de democracia 
      restringida, favorecía principalmente a quienes desde el Estado o desde la 
      sociedad civil ejercían marcadas relaciones de dominación. 
        
      Es obvio 
      que de un régimen cerrado y autoritario no se transita de la noche a la 
      mañana a lo que Popper define como “la sociedad abierta”. En particular, 
      en Colombia no es fácil, pues bajo el acecho de las ideologías 
      autoritarias de las extremas, de derecha e izquierda, la sociedad no logró 
      superar aún los miedos atávicos que le impiden avanzar hacia la promesa 
      esquiva del nuevo país. 
        
      En efecto, 
      el síndrome del miedo a la libertad se expresa de múltiples maneras, entre 
      las cuales se cuenta la escasa resistencia civil a todas las 
      manifestaciones de violencia, incluida la “violencia revolucionaria” que, 
      atrapada en el molde anacrónico de que “el poder nace del fusil”, 
      justifican la persistencia de gobiernos draconianos que, frente al espejo 
      de las dictaduras militares que por decenios plagaron el continente, se 
      autoproclaman como regímenes democráticos por el hecho de haber accedido 
      al poder a través del voto. De este disparate surge la paradoja de aceptar 
      que la dictadura civil es garante de la seguridad democrática, sin 
      considerar que, no por el hecho de ser civil una dictadura deja de serlo, 
      y que una dictadura es, sin duda alguna, un sistema de inseguridad 
      democrática. 
        
      Esto puede 
      resultar incomprensible para las nuevas generaciones, pero no para los 
      sobrevivientes de la guerra civil entre los partidos tradicionales, que 
      segó la vida a más de 200.000 colombianos y que provocó un éxodo 
      monstruoso de campesinos hacia los centros urbanos, con el consecuente 
      despojo de sus tierras y la transformación demográfica del país, de país 
      rural a país urbano. Este triste episodio concluyó con el pacto de 
      alternancia del poder entre los responsables de la guerra, lo que dio 
      forma a la figura del bipartidismo bajo el imperio del estado de sitio 
      permanente, lo que se tradujo en exclusión de la vida política, económica 
      y social de muchos sectores de la población, privados del disfrute de los 
      beneficios del desarrollo. Naturalmente, esto afectó de manera grave la 
      cohesión social, además de propiciar el surgimiento y desarrollo de la 
      oposición armada a los sucesivos gobiernos liberales y conservadores, 
      oposición que ha persistido a lo largo de los últimos cuatro decenios. 
        
      Y si lo 
      anterior no fuera suficiente, para desgracia nuestra, durante los últimos 
      dos decenios los narcotraficantes armaron su propio ejército de 
      paramilitares y bandas de sicarios, en principio para confrontar a la 
      guerrilla en la disputa por territorios propicios para los cultivos 
      ilícitos o para la inversión agropecuaria y, posteriormente, para 
      protegerse de la acción represiva del Estado, orientada por Estados 
      Unidos, contra su negocio ilícito. Su lucha contra la guerrilla, en muchas 
      oportunidades, se confundió con las acciones contrainsurgentes de la 
      Fuerza Pública. El surgimiento de este nuevo actor armado condujo a la 
      degradación del conflicto, cuya peor manifestación es la violación de 
      todos los principios del Derecho Internacional Humanitario y de los 
      Derechos Humanos. Las masacres, para forzar el retiro de uno u otro actor 
      armado de determinadas regiones, el asesinato selectivo de líderes 
      políticos, sindicales y sociales o de miembros de las organizaciones no 
      gubernamentales de derechos humanos y de comunidades religiosas, el ataque 
      a pequeñas poblaciones, el secuestro masivo, con fines extorsivos o 
      políticos, el desplazamiento de millones de personas, los atentados 
      dinamiteros en las principales ciudades, el incremento del narcotráfico 
      como mecanismo de financiamiento de los actores armados ilegítimos, son, 
      entre otras, expresiones del envilecimiento de un conflicto que transita 
      por los tenebrosos senderos del terrorismo. 
        
      Varios 
      fueron los intentos por lograr la paz mediante una negociación política. 
      Todos fracasaron y, en consecuencia, causaron una gran frustración y 
      pérdida de credibilidad en la mayoría de la población. El último proceso 
      ensayó la fórmula de negociar con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de 
      Colombia (FARC) en medio del conflicto, destinando un territorio de 42 mil 
      kilómetros cuadrados como zona de distensión para desarrollar los diálogos 
      de paz, mientras, por fuera de este territorio, la guerra se libraba con 
      gran intensidad. El secuestro masivo se intensificó y las víctimas eran 
      trasladadas a la zona de distensión para impedir el rescate por la Fuerza 
      Pública, que no podía ingresar a la misma. 
        
      Esto, por 
      supuesto, generó altos niveles de insatisfacción en la sociedad civil que, 
      a través de encuestas promovidas por los grandes medios de comunicación, 
      se pronunció en contra de este singular “proceso de paz”. El gobierno, por 
      su lado, supo aprovechar el descontento popular y las propias 
      equivocaciones de la guerrilla, para implementar un plan B en el plano 
      nacional e internacional, dirigido a restarle credibilidad política al 
      contrincante. En este marco, se consiguió la aprobación por el Congreso de 
      Estados Unidos de extender los recursos del Plan Colombia, destinados 
      inicialmente para combatir el narcotráfico, a la lucha contra la 
      insurgencia armada. 
        
      Así se 
      consumó el suicidio político de la guerrilla, quizás el mayor logro del 
      anterior gobierno. En la guerra, como en el ajedrez, cuando la 
      inteligencia se agota ya no hay nada que hacer. Las equivocaciones de la 
      guerrilla durante el proceso de negociaciones dieron aliento a los 
      llamados a la guerra total, lo cual también es equivocado, pues tratándose 
      de un conflicto interno sería equivalente a plantear que estamos abocados 
      a una guerra civil, fenómeno que por fortuna no se vislumbra en nuestro 
      país. En realidad se prevé la intensificación de la acción represiva del 
      Estado contra quienes usan la fuerza para combatirlo. 
        
      En efecto, 
      la sociedad colombiana no sufre una fractura provocada por el 
      enfrentamiento armado entre fuerzas políticas que, en su pugna por el 
      poder, tienen la capacidad de comprometer al conjunto de la población. 
      Tampoco estamos ante un fenómeno de desobediencia y resistencia de la 
      sociedad civil frente a un gobierno que deshonra su legitimidad y, en 
      consecuencia, entroniza el autoritarismo y la represión generalizada como 
      mecanismos para sostenerse en el poder. 
        
      Sería 
      necio afirmar que las FARC tienen la capacidad de provocar tal fractura 
      del conglomerado social o desestabilizar la institucionalidad democrática. 
      Sus métodos violentos y su menosprecio al Derecho Internacional 
      Humanitario (DIH) han desvirtuado su “proyecto revolucionario”. Los 
      integrantes de la guerrilla han sido puesta ahora en la picota pública 
      como reos por terrorismo, frente a lo cual se convalida el reforzamiento 
      de los mecanismos represivos del Estado. Se impone, entonces, el 
      cumplimiento de las funciones constitucionales encaminadas a preservar la 
      institucionalidad democrática, funciones éstas que competen al Estado. En 
      la confrontación armada, la sociedad civil no se involucra. Por el 
      contrario, debe ser protegida y respetada, conforme a los principios y 
      reglas del DIH. 
        
      
      Naturalmente, la guerrilla ofrecerá resistencia a la acción estatal, cuya 
      peor manifestación serán las acciones de naturaleza terrorista que, 
      indudablemente, profundizarán el repudio de la sociedad civil. En 
      respuesta, la población rodeará a las fuerzas del Estado y estará 
      dispuesta a colaborar con éstas en actividades de inteligencia y apoyo 
      financiero, entre otras. Lo que sucederá desborda la imaginación de los 
      analistas, pues los resultados dependerán de las decisiones que se tomen 
      en el plano nacional e internacional y de las respuestas que a las mismas 
      den los actores armados ilegales. Eventualmente, queda un resquicio a la 
      solución política que supone llevar a cabo negociaciones, pero con cese 
      total del fuego, la liberación de los secuestrados y sin zona de despeje, 
      lo cual, al parecer, está sujeto a los resultados que tenga la ofensiva 
      militar del Estado. 
        
      El 
      presidente Alvaro Uribe Vélez se caracteriza por ser un hombre de carácter 
      inflexible a la hora de enarbolar la autoridad como instrumento legítimo 
      de gobierno. Su talante ha sido puesto a prueba en distintos espacios de 
      la esfera pública, actuando como parlamentario o como gobernante 
      territorial. Ahora, como Presidente, bajo el lema de “autoridad y orden”, 
      logró comprometer a la mayoría de la población con su apuesta azarosa de 
      guerra total para imponer la paz, por efecto de su política de “seguridad 
      democrática”. Viene a mi mente la advertencia del filósofo Estanislao 
      Zuleta: “Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un 
      reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la antigüedad 
      hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos 
      provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos 
      miembros han sido alcanzados por la gracia -por la desgracia- de alguna 
      revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña 
      cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La 
      idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que procurarán 
      su conquista” (conferencia: “Elogio a la dificultad”) 
        
      Cerrada, 
      por ahora, la posibilidad de un nuevo proceso de paz, la Fuerza Pública 
      está obligada a mostrar resultados contundentes. De lo contrario, corre el 
      riesgo de perder credibilidad. Por ello, el líder de las encuestas 
      promovidas por los medios de comunicación se esmera por mantener cautiva 
      la simpatía de sus electores, con la promesa de ganar la guerra. Es 
      indudable de que detrás de los grandes medios de comunicación de Colombia 
      están los grandes grupos y gremios económicos que encuentran en Uribe 
      Vélez al mejor exponente de las políticas neoliberales y de los intereses 
      de los países desarrollados. Entre los obstáculos a superar en la región 
      está el conflicto armado colombiano, no así los problemas sociales 
      generados por la pobreza que es común a todos los países latinoamericanos. 
      Considerados los factores de riesgo país que preceden la inversión y los 
      tratados de libre comercio, es indudable que el conflicto armado en 
      Colombia es un palo atravesado en la rueda del ALCA. 
        
      Así las 
      cosas, no es necesario esforzar la mente para entender el respaldo 
      internacional al gobierno de Uribe Vélez, pues además de garantizar la 
      inversión extranjera y remover los obstáculos proteccionistas, ha abierto 
      paso a la “cooperación militar”, sobre todo con Estados Unidos, país que 
      se consolida como el gendarme del mundo. Al fin y al cabo, después de los 
      hechos del 11 de setiembre la soberanía quedó subordinada a la guerra 
      universal contra el terrorismo donde quiera que se encuentre y por sobre 
      cualquier Estado nacional que pretenda encubrirlo. 
        
        
      
      Jorge Luis Villada 
      © 
      Rel-UITA
       
      
      25 de noviembre de 2003 
      
      
         
                     
                    
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