No hay mal de raza;
hay mal de hambre

 

Los caracteres deficitarios de algunos pueblos, tiempo atrás atribuidos a factores étnicos, son consecuencia directa de las malas condiciones higiénicas y principalmente de la mala alimentación.

 

Josué de Castro, prestigioso intelectual brasileño cuya proyección internacional le llevó a ejercer la Presidencia de la Organización para la Alimentación y la Agricultura de Naciones Unidas, en uno de sus libros, “Documentario del Nordeste”, estudia las condiciones de vida de las clases trabajadoras del Nordeste de Brasil. Destaca, en ese libro, que antropólogos modernos, a través de múltiples investigaciones, han llegado a la conclusión que los caracteres deficitarios de algunos pueblos, tiempo atrás atribuidos a factores étnicos, son consecuencia directa de las malas condiciones higiénicas y principalmente de la mala alimentación.

 

Hoy nadie puede afirmar concientemente que el mestizaje sea la causa de la baja natalidad. El cruzamiento del indio, del negro y del portugués no genera, por fatalidad hereditaria, un mestizo débil, anémico y raquítico.

 

Si la mayoría de los mulatos son seres con déficit mental e incapacidad física no es por causa de una tara racial sino del estómago vacío. No es mal de raza, es mal de hambre. Es la alimentación insuficiente lo que no le permite un desarrollo completo y un funcionamiento normal.

 

No es que la máquina sea de mala calidad. Si su trabajo rinde poco, se detiene, o se descompone pronto, es por falta de combustible suficiente y adecuado. De ahí la importancia del estudio científico de la alimentación y el interés de los verdaderos sociólogos en conocer los hábitos alimenticios de cada pueblo, para estudiar mejor su formación y evolución económica y social. Además, un higienista no puede trazar las bases de una campaña eficaz para las mejoras sanitarias, sin un conocimiento de las fuentes locales de alimentación y de su aprovechamiento por el pueblo.

 

La higiene debe cotejar sus datos con los de la estadística y la economía política para conocer hasta dónde le corresponde remediar los errores de una alimentación impropia o insuficiente, cuyas consecuencias son funestas para la colectividad.

 

En un estudio sobre Brasil, Josué de Castro hace referencia a una denuncia del socialista argentino Juan B. Justo, quien observó: “actualmente no se puede asesinar al proletario, pero se puede, legalmente, hacerlo morir de hambre". El hambre del Nordeste brasileño, la miseria aguda en esa zona es más un fenómeno social que un fenómeno natural. Más que la sequía, lo que produce ese estado de cosas es la pobreza generalizada, la proletarización progresiva de la zona, su producción mínima, insuficiente, que no permite contar con la mínima reserva para enfrentar épocas difíciles.

 

Desde hace años, el 50 por ciento de la superficie total de las propiedades en el Nordeste son mayores de quinientas hectáreas, y centenares de ellas superan las cien mil. Paralelamente están los minifundios, o pequeñas extensiones de tierra que no permiten siquiera el sustento de una familia. Y el resultado de esa estructura es el empobrecimiento de la economía agraria de la región, porque el propietario no invierte en la tierra ni tiene interés en hacerlo. Con tierras en abundancia puede obtener recompensa suficiente. De ahí que deje la tierra improductiva. Por otro lado, el arrendatario y el labrador no disponen de capitales. Y aunque dispusiesen de ellos no tendrían interés en invertirlos porque la tierra no les pertenece y los beneficios quedarían para los grandes propietarios de la misma.

 

La falta de capitalización, en esas regiones, es lo que determina su proletarización, su productividad ínfima, su miseria. Los grandes latifundistas, que obtienen rentas importantes, en muchos casos no viven en esas tierras; retiran sus rentas y las invierten en otros ramos, como la industria inmobiliaria, en zonas que ni son del Nordeste, que cada vez se empobrece más por falta de productividad agravada por la propia miseria orgánica; por el hambre de las poblaciones.

 

Herodoto decía que Egipto es un don del Nilo. Todo allí era resultado de sus aguas: la economía, la tierra, la religión. También Recife es un don de sus ríos; de las aguas de ellos que van a desembocar en el océano, formando bancos de piedra: recifes. De ahí el nombre de la ciudad.

 

 

En Montevideo, Guillermo Chifflet

Rel-UITA

24 de abril de 2009

 

 

 

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