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			¿Un Tema para Arqueólogos? |  
  
	
		
			
			  
			Más de noventa 
			millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas 
			Wal-Mart. Sus más de 
			novecientos mil empleados tienen prohibida la afiliación a cualquier 
			sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a ser un 
			desempleado más. La exitosa empresa niega sin disimulo uno de los 
			derechos humanos proclamados por las Naciones Unidas: la libertad de 
			asociación. El fundador de 
			Wal-Mart Sam Walton, recibió en 1992 la Medalla de la 
			Libertad, una de las más altas condecoraciones de los Estados 
			Unidos. 
 Uno de cada cuatro adultos norteamericanos, y nueve de cada diez 
			niños, engullen en Mc 
			Donald's la comida plástica que los engorda. Los 
			trabajadores de Mc Donald's 
			son tan desechables como la comida que sirven: Los pica la misma 
			máquina. Tampoco ellos tienen el derecho de sindicalizarse.
 
 En Malasia, donde los sindicatos obreros todavía existen y actúan, 
			las empresas Intel,
			Motorola,
			Texas Instruments 
			y Hewlett Packard 
			lograron evitar esa molestia. El Gobierno de Malasia declaró libre 
			de sindicatos el sector electrónico.
 
 Tampoco tenían ninguna posibilidad de agremiarse las ciento noventa 
			obreras que murieron quemadas en Tailandia, en 1993, en el galpón 
			trancado por fuera, donde fabricaban los muñecos de Plaza Sésamo, 
			Bart Simpson y los Muppets.
 
 George W. Bush y Al Gore coincidieron, durante la campaña electoral 
			del año pasado, en la necesidad de seguir imponiendo en el mundo el 
			modelo norteamericano de relaciones laborales. "Nuestro estilo de 
			trabajo", como ambos lo llamaron, es el que está marcando el paso de 
			la globalización que avanza con botas de siete leguas, y entra hasta 
			en los más remotos rincones del planeta. La tecnología, que ha 
			abolido las distancias, permite ahora que un obrero de 
			Nike en Indonesia 
			tenga que trabajar cien mil años para ganar lo que gana, en un año, 
			un ejecutivo de Nike 
			en Estados Unidos, y que un obrero de la IBM
			en Filipinas fabrique computadoras que él no puede 
			comprar.
 
 Es la continuación de la época colonial, en una escala jamás 
			conocida. Los pobres del mundo siguen cumpliendo su función 
			tradicional: proporcionan brazos baratos y productos baratos, aunque 
			ahora produzcan muñecos, zapatos deportivos, computadoras o 
			instrumentos de alta tecnología además de producir, como antes: 
			caucho, arroz, café, azúcar y otras cosas malditas por el mercado 
			mundial.
 
 Desde 1919 se han firmado 183 convenios internacionales que regulan 
			las relaciones de trabajo en el mundo. Según la Organización 
			Internacional del Trabajo, de esos 183 acuerdos Francia ratificó 
			115, Noruega 106, Alemania 76 y Estados Unidos 14. El país que 
			encabeza el proceso de globalización sólo obedece sus propias 
			órdenes. Así, garantiza suficiente impunidad a sus grandes 
			corporaciones, lanzadas a la cacería de mano de obra barata y a la 
			conquista de territorios que las industrias sucias pueden contaminar 
			a su. antojo.
 
 Ante las denuncias y las protestas, las empresas se lavan las 
			manos: yo no fui. En la industria posmoderna, el trabajo ya no está 
			concentrado. Así es en todas partes, y no sólo en la actividad 
			privada. Los contratistas fabrican las tres cuartas partes de los 
			autos de Toyota. 
			De cada cinco obreros de 
			Volkswagen en Brasil, sólo uno es empleado de la 
			empresa. De los 81 obreros de 
			Petrobrás muertos en 
			accidentes de trabajo en los últimos tres años, 66 estaban al 
			servicio de contratistas que no cumplen las normas de seguridad. A 
			través de trescientas empresas contratistas, China produce la mitad 
			de todas las muñecas Barbie para las niñas del mundo.
 
 El poder económico está más monopolizado que nunca, pero los países 
			y las personas compiten en lo que pueden: a ver quién ofrece más a 
			cambio de menos, a ver quién trabaja el doble a cambio de la mitad. 
			A la vera del camino están quedando los restos de las conquistas 
			arrancadas por dos siglos de luchas obreras en el mundo.
 
 Las plantas maquiladoras de México, Centroamérica y el Caribe, que 
			por algo se llaman talleres del sudor, crecen a un ritmo mucho más 
			acelerado que la industria en su conjunto. Ocho de cada diez nuevos 
			empleos en la Argentina están "en. negro", sin ninguna protección 
			legal. Nueve de cada diez nuevos empleos en toda América Latina 
			corresponden al "sector informal", una manera de decir que los 
			trabajadores están librados a la buena de Dios. La estabilidad 
			laboral y los demás derechos de los trabajadores, ¿serán de aquí a 
			poco un tema para arqueólogos? ¿no más que recuerdos de una especie 
			extinguida?
 
 El miedo al desempleo, que sirve a los empleadores para reducir sus 
			costos de mano de obra y multiplicar la productividad, es, hoy por 
			hoy, la fuente de angustia más universal. ¿Quién está a salvo del 
			pánico de ser arrojado a las largas colas de los que buscan trabajo? 
			¿Quién no teme convertirse en un "obstáculo interno", para decirlo 
			con las palabras del presidente de 
			Coca-Cola, que hace 
			un año y medio explicó el despido de miles de trabajadores diciendo 
			que "hemos eliminado los obstáculos internos"?
 
 Y en tren de preguntas, la última: Ante la globalización del dinero, 
			que divide al mundo en domadores y domados, ¿se podrá 
			internacionalizar la lucha por la dignidad del trabajo? Menudo 
			desafío.
 
			  
			Eduardo Galeano 
			24 de mayo de 2006   
			  
                    
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