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En los países del Sur, las mujeres son las principales productoras 
de comida, las encargadas de trabajar la tierra, mantener las 
semillas, recolectar los frutos, conseguir agua... Entre un 60 y un 
80 por ciento de la producción de alimentos en estos países recae en 
las mujeres, un 50 por ciento a nivel mundial.   
Éstas son las principales productoras de cultivos básicos como el 
arroz, el trigo y el maíz, que alimentan a las poblaciones más 
empobrecidas del Sur global. Pero a pesar de su papel clave en la 
agricultura y en la alimentación, ellas son, junto con los niños y 
niñas, las más afectadas por el hambre.   
Las mujeres campesinas se han responsabilizado, durante siglos, de 
las tareas domésticas, del cuidado de las personas, de la 
alimentación de sus familias, del cultivo para el autoconsumo y la 
comercialización de algunos excedentes de sus huertas, cargando con 
el trabajo reproductivo, productivo y comunitario, y ocupando una 
esfera privada e invisible.    
En cambio, las principales transacciones económicas agrícolas han 
estado, tradicionalmente, llevadas a cabo por los hombres, en las 
ferias, con la compra y venta de animales, la comercialización de 
grandes cantidades de cereales, etc., ocupando la esfera pública 
campesina. 
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Hay que reivindicar el papel de las campesinas en la 
producción agrícola y alimentaria y reconocer el papel 
de las "mujeres de maíz”, aquellas que trabajan la 
tierra. |    
Esta división de roles asigna a las mujeres el cuidado de la casa, 
de la salud, de la educación y de sus familias y otorga a los 
hombres el manejo de la tierra y de la maquinaria, en definitiva de 
la “técnica”, y mantiene intactos los papeles asignados como 
masculinos y femeninos, y que durante siglos, y aún hoy, perduran en 
nuestras sociedades.   
Salario, pero malas condiciones   
Sin embargo, en muchas regiones del Sur global, en América Latina,
África subsahariana y sur de Asia, existe una notable 
"feminización” del trabajo agrícola asalariado. Entre 1994 y 
2000, las mujeres ocuparon un 83 por ciento de los nuevos empleos en 
el sector de la exportación agrícola no tradicional.    
Pero esta dinámica va acompañada de una marcada división de género: 
en las plantaciones las mujeres realizan las tareas no cualificadas, 
como la recogida y el empaquetado, mientras que los hombres llevan a 
cabo la cosecha y la plantación.  
  
Esta incorporación de la mujer al ámbito laboral remunerado implica 
una doble carga de trabajo para las mujeres, quienes siguen llevando 
a cabo el cuidado de sus familiares a la vez que trabajan para 
obtener ingresos, mayoritariamente, en empleos precarios.    
Éstas cuentan con unas condiciones laborales peores que las de sus 
compañeros recibiendo una remuneración económica inferior por las 
mismas tareas y teniendo que trabajar más tiempo para percibir los 
mismos ingresos.   
Tierra sin nombre femenino   
Otra dificultad es el acceso a la tierra. En varios países del Sur, 
las leyes les prohíben este derecho y en aquellos donde legalmente 
lo tienen las tradiciones y las prácticas les impiden disponer de 
ellas. Pero esta problemática no solo se da en el Sur global. 
   
En Europa, muchas campesinas no tienen reconocidos sus 
derechos, ya que a pesar de trabajar en las explotaciones, igual que 
sus compañeros, la titularidad de la finca, el pago de la seguridad 
social, etc., lo tienen, habitualmente, los hombres. En 
consecuencia, las mujeres, llegada la hora de la jubilación, no 
cuentan con pensión alguna, no tienen derechos a ayudas, cuotas, 
etc.    
Frente a este modelo agrícola neoliberal, intensivo e insostenible, 
que se ha demostrado totalmente incapaz de satisfacer las 
necesidades alimentarias de las personas y el respeto a la 
naturaleza, y que es especialmente virulento con las mujeres, se 
plantea el paradigma alternativo de la soberanía alimentaria. 
   
Se trata de recuperar nuestro derecho a decidir sobre qué, cómo y 
dónde se produce aquello que comemos; que la tierra, el agua, las 
semillas estén en manos de las y los campesinos; de combatir el 
monopolio a lo largo de la cadena agroalimentaria.   
Y es necesario que esta soberanía alimentaria sea profundamente 
feminista, ya que su consecución sólo será posible a partir de la 
plena igualdad entre hombres y mujeres y el libre acceso a los 
medios de producción, distribución y consumo de alimentos. 
   
Hay que reivindicar el papel de las campesinas en la producción 
agrícola y alimentaria y reconocer el papel de las "mujeres de 
maíz”, aquellas que trabajan la tierra. 
  
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