17.06.02

 

Globalización y

 Seguridad Alimentaria

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Quedarse sin energía eléctrica, automotores y demás instrumentos significaría, sin duda, una crisis gravísima para cualquier sociedad. Pero no tener alimentos conllevaría a su ineluctable desaparición.

La producción agropecuaria posee una gran importancia social, porque de ella dependen de manera directa campesinos, empresarios, indígenas y obreros agrícolas. Pero el campo también resulta clave porque constituye parte vital del mercado interno de cualquier nación, al adquirir bienes que se generan en las zonas urbanas, bien sean éstos de consumo o de capital, y suministrar alimentos y materias primas a las ciudades, así como intercambiar productos entre las zonas rurales. A su vez, el agro contribuye además con el desarrollo de los países al generar divisas que suman en sus balanzas comercial y de pagos.

Pero con todo y lo decisivos que son los aspectos anteriores, el papel fundamental del agro reside en que de él depende la seguridad alimentaria, un concepto cada vez más empleado pero sobre el cual existen enormes diferencias en torno a su significado. ¿Qué debe entenderse por seguridad alimentaria? ¿Ella de limita a que cada familia campesina produzca su comida en su parcela? ¿Significa que Colombia debe asegurarse las divisas suficientes para poder importar la comida de la nación? O, más bien, ¿debe pensarse como que los productores nacionales —campesinos y empresarios— tengan la capacidad para alimentar a todo el país?

Antes de absolver las preguntas anteriores debe hacerse una precisión que no por obvia sobra, dadas las grandes confusiones que se observan frente al tema. Por mucho que haya evolucionado la humanidad, los seres humanos seguimos siendo seres que debemos alimentarnos so pena de perecer por hambre, de donde se deduce que la principal preocupación de una nación, y del Estado que la organiza y representa, consiste en que, pase lo que pase, la comida llegue a su mesa. Quedarse sin energía eléctrica, automotores y demás instrumentos significaría, sin duda, una crisis gravísima para cualquier sociedad. Pero no tener alimentos conllevaría a su ineluctable desaparición. Y que los alimentos hayan estado siempre disponibles en Colombia, así sea en medio de inmensas limitaciones para una porción considerable de su población, no significa que esto siempre vaya a ser así, como bien lo saben en tantos países en los que, por guerras internacionales, catástrofes ambientales o conmociones internas, sus suministros alimentarios se han suspendido en grandes proporciones, incluso para quienes tenían con qué comprarlos. No es casual, entonces, que los alimentos se hayan empleado como armas en las confrontaciones bélicas y que el propio concepto de la seguridad alimentaria ganara importancia luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando en la Europa devastada por la conflagración se padeció lo indecible por la falta de comida.

Seguramente, para los intereses inmediatos de los norteamericanos sería mejor negocio localizar la producción de alimentos en los países tercermundistas, empleando para ello la mano de obra muy barata de éstos, más los capitales, maquinaria y demás insumos de la potencia, tal y como viene haciendo con otros sectores económicos. De estos hechos surge una pregunta obvia: ¿por qué no sacan de su territorio toda o casi toda la producción agropecuaria? ¿Por qué mantener un modelo agrario a todas luces “ineficiente”, en términos de la jerga neoliberal?

Una mirada al funcionamiento de la economía norteamericana, la principal potencia agropecuaria del mundo, permite poner en perspectiva por qué allí le conceden tanto interés a su producción en el campo, análisis que servirá para comprender mejor el tema que nos ocupa. La importancia social del mundo rural norteamericano es, si se quiere, menor, si se mide por el número de habitantes que viven del trabajo en el campo, del orden del uno por ciento de la población total. Es obvio que si el agro de ese país desapareciera, esa población podría ser absorbida con relativa facilidad por las muy poderosas economías de sus ciudades. Además, el aporte de su producción agropecuaria al Producto Interno Bruto, con cerca de un dos por ciento, también resulta ser, en términos relativos, bien bajo, si se compara, por ejemplo, con el de Colombia, ocho veces mayor2. Si solo se miraran estas dos variables, la importancia del agro en Estados Unidos no sería muy notable. Pero, de otro lado, su producción agropecuaria posee un gran interés, pues ella hace parte del mercado de industrias de bienes de capital tan claves como las del acero, automotriz y petroquímica, e incluso tiene enormes vínculos con un área del conocimiento a la que se le auguran grandes posibilidades económicas para el conjunto de esa sociedad: la manipulación de los genes de plantas y animales. Y su campo genera exportaciones por más de 50 mil millones de dólares al año, las cuales tienen un peso notable en el total de sus ventas al exterior, que rondan por los 680 mil millones de dólares.

El otro hecho que merece resaltarse para dibujar a grandes trazos el papel que se le asigna al agro en ese país, tiene que ver con el enorme respaldo que su Estado les brinda a sus agricultores, ganaderos y avicultores, como bien lo ilustran las medidas de todo tipo que los protegen de las importaciones del resto del mundo y el presupuesto anual del Departamento de Agricultura (ministerio, en nuestros términos), que alcanza los 97 mil millones de dólares, a los que habría que sumarles los otros subsidios que les llegan por la vía de otras instituciones oficiales, como las relacionadas con la investigación científica y la educación.

Pero para comprender a cabalidad el lugar que le corresponde al agro en Estados Unidos debe despejarse la aparente contradicción que existe entre su política de producir internamente la comida de su pueblo, versus su decisión de localizar en el exterior una parte considerable de sus industrias de baja o mediana tecnología, a pesar de que la producción agropecuaria es, por definición, de relativamente escasa complejidad tecnológica, realidad que queda en evidencia cuando se compara un tractor con un satélite de comunicaciones, por ejemplo.

La respuesta no tiene misterio: Estados Unidos no va a cometer el suicidio político y económico de poner por fuera de su territorio la parte fundamental de la comida de su pueblo, con lo que quedaría sometido a los muchos avatares que puedan suspender el flujo de sus alimentos, tales como huelgas y conmociones civiles o militares en los países productores, guerras regionales o mundiales, catástrofes medioambientales y hasta actos terroristas, riesgos a los que habría que sumarle la capacidad de extorsión que le otorgaría a los Estados de las naciones donde se produjera su comida. Esta orientación de su política económica tiene el atractivo adicional de poder utilizar sus exportaciones de alimentos como instrumentos de presión o chantaje en contra de los países que no puedan o renuncien a producir la dieta básica de sus pueblos, ventaja decisiva en su conocido propósito de ejercer una hegemonía global.

La seguridad alimentaria, entonces, debe concebirse como un problema nacional, en el sentido de que cada nación debe esforzarse por producir su dieta básica dentro del territorio sobre el cual ejerce su soberanía, el único en el que puede definir las medidas que sean del caso para mantener y desarrollar la producción agropecuaria que requiere la sobrevivencia de su pueblo. Y es fácil entender que país que pierda la capacidad para alimentar con sus propios productos a su nación, queda al borde de perder también su soberanía nacional frente a quienes le monopolicen sus alimentos.

Entonces, el concepto de seguridad alimentaria no solo se refiere al problema de asegurar que los alimentos de una nación existan sino que tiene que ver, sobre todo, con dónde se producen y si se puede garantizar que lleguen al lugar al que deben llegar. Poco o nada sacaría un país si su comida estuviera en alguna parte del mundo, si por cualquier razón no estuviera disponible para su gente. Esta es la razón última, la que supedita a las restantes, por importantes que sean, que explica por qué los 29 países más ricos de la tierra gastan 370 mil millones de dólares al año en subsidios a su agro, cifra que ha crecido de manera ininterrumpida desde hace décadas y que en la última subió en 50 mil millones. A esta razón se le puede agregar una cuyos motivos no son del caso desarrollar aquí, pero que también se vinculan a que sin comida no pueden sobrevivir los seres humanos: en los países capitalistas, en los que por razones de su propia estructura económica ha desaparecido o tiende a desaparecer la economía campesina, la producción empresarial no puede desarrollarse en el campo sin fuertes subsidios, pues el capital no va al campo si el Estado no le asegura unas ganancias que de ninguna manera puede garantizar, por sí solo, el mercado. Y si en el capitalismo el empresariado requiere de fuertes subsidios para vincularse al agro, para la sobrevivencia del campesinado ni se diga.

De ahí que sean tan cándidas las invocaciones de algunos para que, en la globalización neoliberal, Estados Unidos y la demás potencias eliminen los subsidios y las restantes medidas de protección a sus agricultores y ganaderos, ofreciéndoles a cambio que los países atrasados se conviertan en los suministradores de sus alimentos. ¿Cuánto duraría en su puesto un presidente de Estados Unidos que levantara la teoría de sacar del territorio nacional la producción de alimentos, porque con ello se ahorrarían unos cuantos millones de dólares? ¿Cuánto tiempo pasaría entre su propuesta y el momento en que alguien le gritara felón?

Una vez establecido el inmenso riesgo implícito en la pérdida de la seguridad alimentaria nacional, riesgo que ni siquiera se atreve a correr Estados Unidos —a pesar de que por ser la principal potencia económica y militar de la tierra tendría la opción de responderle con descomunales retaliaciones al país que le cortara los suministros alimentarios—, aún queda por responder quién debe producir la comida en Colombia, si los campesinos y los indígenas o los empresarios y los obreros agrícolas, o los dos sectores conjugados. También conviene salirle al paso a algunas posiciones populistas que en los hechos les sirven a las concepciones neoliberales que predican la teoría antinacional de que el concepto de seguridad alimentaria —el cual, obviamente, no pueden negar de plano— debe existir pero entendido como un problema mundial, es decir, que los alimentos deben ser suficientes para alimentar el planeta, pero sin importar dónde se generen.

La definición más básica y simple que puede hacerse del campo señala que ese es el territorio donde se produce la comida. De ahí que las ciudades sólo aparecieron cuando la población rural pudo generar una cantidad de producto suficiente para alimentarse a sí misma, más un excedente capaz de alimentar a los habitantes urbanos, los cuales, primero, debieron generar la capacidad de coacción para asegurarse que ese flujo se diera de manera ininterrumpida. Por ello, las categorías de Estado y ciudad aparecieron de manera simultánea en la historia de la humanidad.

El problema de la seguridad alimentaria surgió, entonces, con la simple separación del campo y la ciudad, pero él es directamente proporcional al crecimiento de las zonas urbanas. De ahí que en la Roma esclavista, por ejemplo, fuera mayor que en el período feudal, pues en este último período casi toda la población fue campesina, lo que implicó una economía de autoconsumo que requería generar muy pocos excedentes, apenas los necesarios para mantener los escasos intercambios que se hacían entre los propios campesinos y para abastecer los aún más escasos habitantes de los pequeñísimos poblados.

De lo anterior se deduce que el problema de la seguridad alimentaria, en su acepción moderna, coincide con el desarrollo del capitalismo y con la cada vez mayor presencia de la población en la áreas urbanas, inmensa transferencia de población que tiene que ir aparejada con un incremento proporcional de la productividad de quienes se quedan en el campo. Estrictamente hablando —y suponiendo que cada familia campesina pueda producir la totalidad de sus alimentos— la seguridad alimentaria se refiere es a quién y en dónde se va producir la comida de los habitantes de las ciudades. ¿Puede alguien imaginarse lo que pasaría si dejaran de llegar los alimentos a urbes como Bogotá, que tienen millones de habitantes?

Entonces, quienes buscan reducir el concepto de seguridad alimentaria a que cada familia campesina se genere su propia alimentación, desentendiéndose del problema de la alimentación de las ciudades e incluso de quienes habitan en las zonas rurales pero que no son campesinos, se equivocan en materia grave porque terminan por convertirse en idiotas útiles de las concepciones que defienden que la comida de las urbes colombianas debe traerse del exterior, otorgándoles a los países que monopolicen esa producción la mayor capacidad de chantaje que pueda concebirse. Además, esa concepción, en apariencia muy amiga del campesinado, en los hechos se va en su contra, pues le pide que renuncie a abastecer a todo el mercado interno nacional —incluidos en él a los jornaleros, que por definición deben comprar sus alimentos—, lo que lo condena a la espantosa miseria de la economía natural y le exige olvidarse de todos los bienes de la modernidad, que de ninguna manera puede producir en sus parcelas. Y, populismos aparte, es obvio que en el mundo de hoy ni siquiera es posible regresar a las economías rurales de autoconsumo, como las que existieron antes. A la larga, la alternativa que estos populistas les ofrecen a los campesinos frente a las importaciones de alimentos que les arrebatan su mercado no es la economía natural sino su ruina, la pérdida de sus parcelas y su desplazamiento hacia los cinturones de miseria de las ciudades.

Renunciar a producir en el campo los cereales3 y la papa, la carne y la leche, por ejemplo, para especializar el país en productos tropicales, también atenta contra la seguridad alimentaria nacional, pues no puede ni imaginarse una nación que solo coma bananos, chocolates y café, quedándole la opción de definir a cuál de éstos le echa el aceite y con qué flores adorna la mesa.

Claro que de las precisiones anteriores no pueden sacarse conclusiones falsas. Ninguna persona sensata puede oponerse a que las familias campesinas mejoren su dieta generando una parte de su alimentación. Pero tampoco ninguna debiera pedirle al campesinado que renuncie a vender en todo el mercado nacional, el requisito mínimo para procurarse una vida mejor. De lo que se trata es de defender el mercado interno como el mercado que le es propio al campesinado, pero también a los empresarios del campo y los jornaleros, pues éstos hacen parte de la nación y de su desarrollo depende el progreso de ésta. Y a quienes, también con una concepción populista, supuestamente amiga de los pobres, aplauden que los empresarios rurales se arruinen bajo el peso de las importaciones, hay que recordarles que con su quiebra va pegado el desempleo y la miseria de sus jornaleros, quienes son compatriotas tan o más pobres que el campesinado, para no insistir en la pérdida de la seguridad alimentaria nacional.

Que los populistas colombianos, los cuales insisten en que el problema de la seguridad alimentaria se refiere solo a la producción de autoconsumo de los campesinos, se pregunten por qué, en la práctica, coinciden con las políticas que impulsan los neoliberales criollos y el Fondo Monetario Internacional, las cuales cada vez más hacen demagogia sobre la seguridad alimentaria campesina, en tanto mantienen y buscan aumentar unas importaciones agropecuarias, que ya llegaron a siete millones de toneladas al año.

El otro aspecto que debe precisarse se refiere a que no se trata de producir cualquier tipo de bien en el campo, pues allí también se generan productos que, como el algodón y las flores, tienen indudable importancia económica pero por las razones ya mencionadas y diferentes a la de la seguridad alimentaria, en razón de que no son comida. Y algo similar puede decirse de cultivos que si bien son alimentos no hacen parte de la dieta básica de la humanidad, tales como el café, el cacao, el banano y hasta los aceites comestibles.
Entonces, la especialización del país en cultivos propios del trópico —entendidos éstos como los que por razones del clima no pueden cultivarse en las zonas templadas de la tierra, donde se localiza Estados Unidos— también presupone renunciar a la seguridad alimentaria nacional y aceptar el criterio que quieren imponer los neoliberales de que no importa donde se produzca la dieta básica de la nación mientras ésta genere los recursos suficientes para poder comprarlos, criterio que no por casualidad ha sido definido por el imperialismo norteamericano a través del Fondo Monetario Internacional, uno de sus principales instrumentos de dominación neocolonial.

Y este debate sobre la seguridad alimentaria de Colombia no posee solo un interés académico o una importancia futura, porque son muchos los elementos que demuestran que a partir de 1990 se decidió atentar de manera definitiva en su contra, luego de que, a partir de la conocida imposición de la década de 1950, se decidiera importar de Estados Unidos casi todo el trigo del consumo nacional, complementando así el proceso que venía de atrás de convertirlo en una parte clave de la dieta de los colombianos.

Dejemos que sea el propio Plan Colombia, dictado, como se sabe, por el gobierno norteamericano, el que resuma el impacto de la apertura sobre la seguridad alimentaria nacional y lo que debe ser la política agropecuaria colombiana en los años por venir, texto en el que ni siquiera se hace demagogia sobre recuperar lo perdido en el campo o proteger lo que aún sobrevive y que define la especialización del país en cultivos tropicales:

“En los últimos diez años, Colombia ha abierto su economía, tradicionalmente cerrada... el sector agropecuario ha sufrido graves impactos ya que la producción de algunos cereales tales como el trigo, el maíz, la cebada, y otros productos básicos como soya, algodón y sorgo han resultado poco competitivos en los mercados internacionales. Como resultado de ello —agrega— se han perdido 700 mil hectáreas de producción agrícola frente al aumento de importaciones durante los años 90, y esto a su vez ha sido un golpe dramático al empleo en las áreas rurales”. Y concluye: “La modernización esperada de la agricultura en Colombia ha progresado en forma muy lenta, ya que los cultivos permanentes en los cuales Colombia es competitiva como país tropical, requieren de inversiones y créditos sustanciales puesto que son de rendimiento tardío”.

Así sea con frases menos explícitas que las anteriores, igual sentencia aparece en los convenios suscritos en la Organización Mundial del Comercio4, en el acuerdo firmado con el Fondo Monetario Internacional y es a lo que inexorablemente conducirá el ingreso de Colombia al ALCA, el Área de Libre Comercio de las Américas, con el agravante de que con este último pacto podrían terminar sufriendo, y mucho, hasta los cultivos tropicales, dado que esta nueva apertura deberá hacerse con todos los países del continente. El ALCA entrará en vigencia en enero de 2005 y conducirá, en un proceso de diez años, a una apertura total, absoluta, con aranceles de cero por ciento, del conjunto de la economía nacional, lo que significa que desaparecerá, por ejemplo, la producción de arroz, azúcar, papa, pollo y leche, porque éstos tienen, respectivamente, aranceles a sus importaciones de países diferentes a la Comunidad Andina del 72, 45, 15, 102 y 44 por ciento, pues es apenas elemental pensar que en tan corto tiempo no podrán bajarse sus costos de producción a niveles en los que puedan competir, aun si Estados Unidos no tuviera como arma suprema aumentar los subsidios a su agro tanto como considere necesario para sus intereses estratégicos de dominación continental y global. Además, con el ALCA, Colombia podría terminar inundada de café brasileño.

Y que los neoliberales criollos actúan de manera consciente en contra de la seguridad alimentaria nacional lo reconocen ellos mismos. En un texto sobre el tema, Rudolf Hommes, quien fuera Ministro de Hacienda del gobierno de César Gaviria, dice:

“En un trabajo que presentamos con José Leibovich hace un par de semanas en el Congreso Anual de Fedearroz analizamos la preocupación que existe sobre la importación de alimentos, y concluimos que estos temores son infundados y que el supuesto problema de la importación de alimentos no existe. El propio sector alimentario genera amplios ingresos de exportación para adquirir los alimentos que se importan. Se debe producir lo que más valor añade y mantener un portafolio diversificado de fuentes de alimentos. No tiene sentido sembrar trigo o cereales cuando la productividad de una hectárea sembrada de flores puede ser hasta 45 veces mayor que si se siembran cereales. El sector privado y los mercados, con alguna interferencia del Gobierno, parecen haber llegado a soluciones razonables sobre la asignación de recursos para producir alimentos y otros productos agropecuarios”5

Es conocida la causa última de las políticas de la globalización neoliberal, las cuales son tan agresivas que ya han sido calificadas como procesos de recolonización en contra de los países tercermundistas. El mundo padece una típica crisis de superproducción capitalista que, como las anteriores, consiste en que la capacidad de producción de la humanidad supera su capacidad de consumo, solo que con un hecho que la agiganta frente a las anteriores: una descomunal acumulación de riqueza en poder de unas pocas potencias, y especialmente de Estados Unidos, cuyas economías podrían terminar saltando en pedazos si no lograran darle salida a sus excedentes de mercancías y de capitales. Que esa superproducción sea relativa, porque al mismo tiempo miles de millones de seres humanos no pueden consumir casi nada, no le quita certeza a que el objetivo principal de las transnacionales de todos los tipos consiste en arrebatarles a los países pobres sus principales fuentes de acumulación de riqueza, sometiéndolos a condiciones de opresión y atraso de proporciones inimaginables. En palabras de Lester Turow, uno de los principales economistas norteamericanos, la situación mundial de la producción agropecuaria es la siguiente:

“El mundo, sencillamente, puede producir más que lo que necesitan comer los que tienen dinero para pagar. Ningún gobierno firmará un acuerdo que obligue a un elevado número de sus agricultores y a una gran extensión de sus tierras a retirarse de la agricultura”6

Cualquiera pensaría que el conocido profesor de MIT no sabía de la existencia de personajes como Gaviria, Samper y Pastrana, pues éstos generaron o mantuvieron las políticas que condujeron a la desaparición de 700 mil hectáreas de agricultura en Colombia. Pero no, la conducta de jefes de Estado como éstos es de conocimiento universal. Lo que ocurre es que Turow se refería al punto de vista de los gobiernos de los países desarrollados, donde por las varias razones ya explicadas no van a sacar ni productores ni tierras de su sector agropecuario.

Queda claro, entonces, que las políticas neoliberales aplicadas en Colombia en la última década no fracasaron, porque su propósito no era desarrollar el agro y el país sino colocarlos en las condiciones en las que los pusieron. Y de ahí que la decisión tomada por Estados Unidos y por la minoría que ejecuta sus políticas en el país sea la de profundizar la apertura, como sin discusión lo demuestran los convenios firmados en la Organización Mundial del Comercio, el acuerdo suscrito con el FMI y la decisión de incluir a Colombia en el ALCA, determinación esta última tomada a las escondidas y sobre la cual han tirado un velo para que la nación no conozca sus temibles consecuencias. Quien no entienda que la globalización neoliberal no es una equivocación sino una conspiración, nunca entenderá lo que pasa en el país. E igual le sucede al que no haya podido ver que la panda que dirige a Colombia logró separar, ahora más que nunca, sus intereses personales de los de la nación.

Por último, no faltarán los ingenuos que piensen que nadie se atrevería a convertir la comida en una fuente de extorsión de unos países en contra de otros. Sin embargo, la historia muestra que los imperios son capaces de cualquier agresión, por brutal que ella sea, con tal de mantenerles sus privilegios a sus oligarquías económicas. Y para la muestra un botón lo suficientemente específico para disipar cualquier duda: de acuerdo con el secretario adjunto del Tesoro de Estados Unidos, “incluso la importación de alimentos sería restringida” a países que, por ejemplo, se declararan insolventes ante sus prestamistas7.

Así las cosas, en Colombia hay que luchar y ganar, como una posición de principios, es decir, irrenunciable, el logro y mantenimiento de la seguridad alimentaria nacional, aun cuando para ello el Estado deba subir los aranceles a las importaciones agropecuarias hasta donde sea necesario, al tiempo que defina todo tipo de políticas de respaldo a la producción de campesinos, indígenas y empresarios, para que éstos eleven las productividades de sus fincas y parcelas a los mayores niveles posibles.

Por Jorge Enrique Robledo Castillo

Manizales, marzo de 2002.

Notas


1 Profesor Titular Universidad Nacional de Colombia, Sede Manizales. Coordinador Nacional de Unidad Cafetera y Secretario General de la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria. Senador electo del MOIR para el período 2002-2006. - http://www.moir.org.co

2 Por razones que no es del caso explicar aquí, la participación del sector agropecuario en el PIB tiende a disminuir en la medida en que los países se industrializan.

3 Entre los alimentos que conforman la dieta básica de la humanidad, los cereales son, sin duda, el pilar fundamental.

4 En carta dirigida el 14 de abril de 2000 a Augusto del Valle, gerente de Fedepapa, Juan Lucas Restrepo Ibiza, Jefe de la Unidad de Desarrollo Agrario del Departamento Nacional de Planeación, explicó los acuerdos agropecuarios firmados por Colombia en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en los siguientes términos: “Lo que el Departamento Nacional de Planeación no debe hacer en este momento es intervenir para frenar las actuales importaciones (de papa), pues esto obedece a una política comercial pactada con organismos internacionales. Como es de su conocimiento el país se ha comprometido con la comunidad internacional en el proceso de liberación de los mercados y en el acuerdo con la OMC se han escogido los productos que, por su amplio nivel de comercialización, requieren, durante un tiempo prudencial, la protección del Estado mediante un ‘visto bueno’ a su permiso de importación. Dentro de estos productos no se encuentra la papa, por lo que me aparto de su apreciación de que el Ministerio de Agricultura hubiera permitido la importación de papa. En el mercado libre, la importación del producto se presenta por el desequilibrio entre su amplia demanda y su reducida oferta, lo cual se traduce en altos precios y baja competitividad”.

5 Hommes, Rudolf, “Pobreza y seguridad alimentaria”, El País, 23 de diciembre de 2001.

6 Turow, Lester, La guerra del Siglo XXI, p. 73, Vergara, Buenos Aires, 1992.

7 Roddick, Jacqueline, El negocio de la deuda, p. 80, El Áncora Editores, Bogotá, 1990.


 

Artículo extraído de EcoPortal

http://www.ecoportal.net/articulos/gysa.htm

 

 

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