En
Nicaragua, al Sur, sobre las costas del Mar Caribe, está
Bluefields. Se estima que su nombre se debe a la
modificación onomatopéyica de Blauvelt, apellido de un
pirata holandés que alrededor de 1630 solía esconder su
barco en esa bahía. Las primeras plantaciones bananeras en
Nicaragua se situaron allí, en las postrimerías del siglo
XIX. A partir de ese momento otros piratas –mucho más
despiadados– desembarcaron en esas playas para proseguir con
el saqueo, aunque ahora tierras adentro.
En 1899 se
estableció la primera filial de la
United Fruit Company,
la Bleufields Steamship Company. Así, a principio del siglo
XX Bluefields se posicionaba como uno de los principales
exportadores mundiales de banano.
En las
primeras décadas del siglo XX se fue consolidando en el
istmo centroame-ricano el modelo agroexportador, que
diseñado desde afuera y para los de afuera, generó un
desarrollo concentrador y excluyente. En ese proceso se
desarraigó de la tierra a buena parte del campesinado
provocando su proletarización, y más adelante en una
descartable pieza de la maquinaria de los conglomerados
agroindustriales.
La historia
de la región transitó por caminos que presentan hechos y
momentos recurrentes, esquinas donde se hizo fuerte el poder
omnipresente de un selecto grupito de compañías, el
avasallamiento a las naciones perpetrado por Estados Unidos
en defensa de los intereses de sus transnacionales,
conspiraciones, golpes de Estado, fuerzas que colisionan con
los pueblos y sus organizaciones que no permanecieron
inertes e hicieron (hacen) sentir su voz.
Las
transnacionales bananeras levaron ancla de Nicaragua. En los
otrora enclaves bananeros malvive la gente empobrecida, los
quemados por el veneno. Transcurrieron más de 100 años desde
la llegada a las playas de Bluefields, y mientras se
invierten millones de dólares en la investigación sobre los
males del banano, miles de indigentes con su piel manchada,
con sus cuerpos carcomidos por el agrotóxico, marcharon
sobre Managua. Eran miles, algunos murieron en el viaje, y
otros vieron morir a sus hijos que no trabajaron nunca en
una bananera pero fueron contaminados por sus padres. Es el
legado maldito de un modelo irresponsable y absolutamente
inmoral.
En estos
días nuevamente Managua recibe a los damnificados por el
Nemagón, el veneno que las transnacionales sabían que era
esterilizador y cancerígeno pero aplicaron igualmente a
favor de la salud de sus financias.
Leticia del
Socorro Matamoro tiene 62 años, la piel manchada, y toda
ella pregunta: ¿por qué?
-Entré a
trabajar en 1970...
-¿Su
primer trabajo?
-Sí.
-¿Cuántos años tenía?
-Era muy
joven y en la bananera dejé mi juventud. Buscaba trabajo y
allí llegué porque tenía necesidad, porque éramos muy
pobres. Mi padre se había muerto, éramos cinco hermanos y yo
la cumiche, la menor de todos.
-¿De
qué vivían?
-Alguno de
mis hermanos trabajaba en el corte del algodón, pero se
pagaba muy poco, daba para medio comer. Por eso yo busqué
trabajo en la plantación San Pablo y me lo dieron.
-¿Se
acuerda de aquel día? Estaría contenta...
-Ahh, claro,
entré sin problemas, sin enfermedad, entré sana y entonces
me dieron el trabajo.
-¿Qué fue lo primero que hizo?
-Como era
una mujer que me gustaba el trabajo me enseñaron todo: a
descoronar, a empacar, sellar, desmanar la banana como
hombre al revés y al derecho, a desflorar y como la banana
entraba a la empacadora llena de veneno, ahí es donde uno se
contaminó.
-¿Por qué?
-Porque la
fruta venia llena de veneno y los capataces nunca nos
dijeron que eso era malo; llegué a ser de las más viejas, y
nunca me lo dijeron. Al Nemagón lo regaban a las 10 de la
noche, pues estaba sereno, no había viento, porque si no se
dispersa, y los regadores salían con bombas y pistolas a
regar y amanecían las bananas remojadas en veneno, y eso
venía a las empacadoras. Entonces las 10 mujeres que
estábamos allí desmoronábamos la banana y todo lo blanco
quedaba en la pileta, y eso era el veneno. El veneno se regó
como en el 72 y 73. No soy mentirosa, yo no trabajé en los
campos, pero estoy contaminada por lo que ya expliqué y
porque además el agua que bebíamos estaba contaminada.
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EFE |
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Entre allí
sana, y ahora estoy mala. No sabíamos que ese veneno era
peligroso, fue una acción criminal. Mis hijas mujeres
también están enfermas; a la soltera la mande a Costa Rica
para que la puedan ayudar porque tiene cáncer en el riñón,
como yo. Ahora me están saliendo todas estas manchas, y el
doctor me dice que es del Nemagón.
-¿Y
su hijos varones tienen problemas?
-También,
uno es estéril, ese chaval (señala a un joven) tiene 24 años
y no puede tener hijos, fue afectado por mí y por el padre
cuando trabajamos en San Pablo.
-¿Hace cuánto que está en la Asociación?
-Desde el
82. Yo me pregunto por qué no nos oyen, cuántas otras
mujeres y hombres tienen que morir de cáncer para que nos
ayuden.
-¿Nunca le advirtieron sobre la peligrosidad del Nemagón?
-No, a
nosotros no nos dijeron, no sé a los capataces, pero a
nosotros no.
-¿Fue la desgracia entrar allí?
-Si, fue por
la pobreza. Si hubiera sabido que nos iba a perjudicar
tanto…
Yo pregunto
que si estas transnacionales sabían que ese producto era
malo, ¿por qué lo trajeron a nuestro país? Me pregunto, ¿es
falta de conciencia?, ¿es que no creen en Dios, sino en su
dinero? ¿Por qué contaminaron y enfermaron a toditos los que
trabajaron en San Pablo? Es una injusticia lo que hicieron
con nosotros.
-¿Pero ellos sí sabían que era venenoso?
-Ahh, claro,
pero ellos querían hacerse más ricos, sólo eso les
importaba.
-¿Han dado la cara?
-Por lo
menos yo no los he mirado, como ellos son los poderosos
pueden hacer lo quieran. Pero sabe, nosotros estamos
haciendo lo justo.
-Mucha gente leerá esta entrevista, ¿qué les diría?
-En primer
lugar que nos apoyen, que nos ayuden para poder resolver
nuestros problemas, nuestras enfermedades. Les pido que me
escuchen, que nos respalden en nuestra lucha contra esas
transnacionales que son ingratas. Es por esas
transnacionales que estamos enfermos, mientras ellas se
enriquecieron más.
Vivo en una
casa pobre y el doctor me recetó siete exámenes para poder
operarme, porque dice que si no el riñón que tengo malo ya
no me va a servir. Me recetó unas inyecciones y no las pude
comprar, porque aquí uno está desamparado. Es por ello que
estamos organizados y hay que luchar para que le abran el
corazón a esa gente…
Leticia vive
a 130 kilómetros de la capital, pero viene del fin del
mundo, el mundo de nadie, donde el dolor se transmite de
generación en generación. Un lugar hecho a la medida de la
codicia y la saña de las transnacionales, de las cuales
hasta el propio pirata Abraham Blauvelt se habría
horrorizado.
Gerardo Iglesias
© Rel-UITA
15 de
marzo de 2005