La Ciudadela del Nemagón, apelativo que identifica el
campamento frente a la Asamblea Nacional donde miles de
ex trabajadores y trabajadoras del banano afectados por
el mortal agrotóxico siguen luchando por sus derechos,
es un coágulo de historias, vivencias, rostros y cuerpos
marcados por enfermedades que inexorablemente siguen su
curso, con el tiempo que se agota, día tras día
El tiempo es lo que más falta en este microcosmo que
desde hace años intenta desesperadamente encontrar
respuestas a sus demandas. En todos estos años,
Nicaragua ha visto cambiar los rostros de la gente
que ha manejado la política, la economía y la justicia
en el país. Managua se ha transformado y ya no es la
misma, proyectándose hacia el “desarrollo” del nuevo
milenio. Tiempos de cambios, de nuevas eras y de
progreso. Sin embargo, la Ciudadela del Nemagón ha
quedado intacta, con los mismos rostros que tienen
nombres y apellidos diferentes, porque muchos se fueron
para siempre.
Han sobrevivido las champas de plástico negro,
las ollas humeantes de frijoles cocidos, el paso
cadencioso de sus habitantes, las filas esperando
comida, el rostro de niños y niñas que corren descalzos
entre las piedras y el mecer inalterable de las hamacas.
Aquí el tiempo se ha tomado un largo descanso, quizás
demasiado largo, y esta condición de privaciones y de
lucha sin fin de hombres y mujeres se ha ido
transformando en normalidad y vida cotidiana.
Alrededor de la Ciudadela del Nemagón la vida sigue
igual, la gente se ha acostumbrado a este lugar sin
tiempo y ya no vuelve la mirada cuando pasa rozando las
aceras cubiertas de hamacas. Se necesita valor para
seguir esperando, con el tiempo real que apremia, con el
recuerdo de los compañeros y compañeras que ya no son
parte física de esta lucha.
Se necesita valor para hacer a un lado las
incomprensiones, los disgustos, las diferencias
políticas e ideológicas y tomar en serio estas historias
y rostros, para romper el cerco del silencio y dejar que
el tiempo vuelva a correr en la Ciudadela del Nemagón.
No queremos presentar más estas historias y estos
rostros de miles de afectados que
viven en la Ciudadela Nemagón.
Al final, son ellos y ellas los que sufren y siguen
peleando por sus derechos.
Sandra Herrera
tiene 45 años y trabajó durante 15 años en diferentes
bananeras en el occidente del país. Habla rápido,
mirando a su alrededor y buscando un punto imaginario
que le ayude a recordar.
“Comencé a trabajar a los 16 años y hacía de todo. El
Nemagón comenzaban a regarlo a las 4.30 de la mañana y
nosotros entrábamos a las 6. Cuando llegábamos todo
estaba remojado y el líquido que caía de las plantas nos
mojaba todo el cuerpo. No sabíamos que esto podía
afectarnos y nunca nos dieron algo para protegernos.
Hasta bebíamos el agua que se depositaba en la flor del
banano, porque era bien fresca.
El trabajo era muy duro. En la empacadora entrábamos a
las seis de la mañana y salíamos a las siete u ocho de
la noche, mientras que en el trabajo del campo salíamos
al medio día.
Al comienzo no sentía nada, que fue después de unos diez
años que comencé a sufrir de diferentes enfermedades.
Poquito a poco fueron aumentando los dolores en los
huesos y en los riñones, perdí la fuerza en las manos,
comenzaron a aparecer manchas en la piel y fui perdiendo
la vista. Tuve dos abortos porque el feto se
desarrollaba afuera del útero. Al final tuve que
abandonar el trabajo hace 7 años y tengo la suerte de
tener una familia que me ha estado apoyando y que me ha
permitido seguir adelante con mis hijos. Los efectos de
este veneno afectaron también a mi hija. Ahora tiene 20
años y es un milagro que sigue con vida. Tenía mucho
sangrado y le encontraron varios quistes en los ovarios.
Sigue teniendo anemia y sufre de constantes dolores en
los huesos. Es por eso que estamos nuevamente en
Managua, porque queremos que las transnacionales nos
indemnicen por lo que nos han hecho. A las instituciones
estamos demandando que nos den una pensión para poder
sobrevivir y que se cumpla lo que hemos firmado con el
gobierno en el 2005, porque nadie nos está ayudando.
Exigimos que nos escuchen”.
También para
Manuel Alemán
hay mucho que contar. Tiene 54 años y trabajó más de 7
años en las bananeras. “Entré a trabajar a los 18 años y
me desempeñe limpiando el terreno alrededor de las
plantas, cargando las cabezas de banano y regando abono.
Nos empapábamos del agua contaminada que caía de las
plantas, nunca nos quisieron dar instrumentos para que
nos protegiéramos y no existían medidas de seguridad. En
1982 comencé a tener varios problemas de salud. Tenía
dolores permanentes en los huesos, en los riñones, en la
cabeza y se me fue empeorando la vista. Comencé a
desarrollar insuficiencia renal crónica y no he podido
mejorar mi estado de salud. Mi hija tiene 25 años y
sufre de la misma enfermedad renal y ya no ve muy bien.
Ahora logro sobrevivir trabajando de ayudante de
albañil, pero mi estado de salud no me permite trabajar
por mucho tiempo seguido. Somos cadáveres vivientes y
esta es la herencia que nos dejaron las transnacionales.
Esta gente sabía que el Nemagón era tóxico para la salud
humana, sin embargo lo vendieron y lo aplicaron en toda
America Latina”.
Leoncio Cueva
tiene 66 años, es pastor evangélico y trabajó 7
años en las bananeras. Se acuesta en una hamaca y me
mira fijo a los ojos cuando empieza a hablar. “Entré a
la bananera a los 31 años y trabajé en diferentes áreas,
buscando la vida y sin saber lo que me iba a pasar.
Cuando salí de la bananera tenía algunos síntomas de
Insuficiencia Renal Crónica, pero en aquel momento no le
di importancia. Fue mucho más tarde que me di cuenta de
donde venían todos estos síntomas. Hoy tengo IRC
y padezco de fuertes dolores en todo el cuerpo.
Trabajamos tantos años y ahora que estamos enfermos nos
dimos cuenta que nos descontaban el Seguro Social pero
no lo entregaban a la institución. Quedamos sin poder
tener una pensión, a pesar de tantos años de haber
trabajado y cotizado. Estamos aquí para reclamar
nuestros derechos y para que nos escuchen”.
Aún más dramática es la situación de
Maria Luisa Borda Martínez
y de su hijo Vidal Valentín Ríos Borda. Viven
debajo de una tienda de campo hecha de plástico negro y
el calor es terrible.
Maria Luisa
tiene 70 años y participó en las últimas marchas. A
pesar de la edad decidió nuevamente recorrer a pie los
140 kilómetros que separan Chinandega de la capital.
Trabajó varios años en una bananera y su hijo salió
gravemente afectado.
Vidal
tiene 36 años y está tendido en un catre. Le amputaron
una pierna hace un año y medio por la diabetes y tiene
una larga cicatriz en el estomago. Ya no puede caminar y
pide que alguien le regale una silla de rueda.
“Yo sé que la enfermedad se originó por el contacto que
tuvo mi mamá con los pesticidas en las bananeras. Tengo
diabetes e insuficiencia renal crónica. Los medicamentos
son carísimos y no podemos comprarlos. Hace tres años
comencé a estar muy mal y mi estado de salud ha
empeorado muy rápidamente. Me amputaron una pierna y
sólo estoy esperando la muerte. Aquí las condiciones son
pésimas, pero no podía quedarme sólo y me vine con mi
mamá que es lo único que tengo y es la que me cuida”.
Le pregunto a Maria Luisa por cuanto tiempo
piensan quedarse en el campamento y su respuesta vale
más que cualquier discurso: “Hasta que nos saquen, hasta
que nos den una respuesta”.
En Managua,
Giorgio Trucchi
© Rel-UITA
8 de agosto
de 2007 |
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