Cuando empezaba a bajar el calor, un grupo de mujeres se fue
acercando a la casa de doña Tila, donde a la sombra de una
enramada de caña, esa tarde comenzaba un taller de
capacitación para mujeres campesinas sobre el cuidado de
animales de traspatio.
Cris, quien
llevaba tiempo viviendo en República Dominicana,
sabía que hay que partir de la experiencia y visión de la
propia gente del campo, así que para dar inicio a la clase
tomó un rotafolio (papelógrafo) y empezó a dibujar una casa
y a su alrededor algunos chanchos, unas gallinas y dos
vaquitas.
Con las
preguntas de Cris y enfocadas en el dibujo, las
mujeres fueron explicando cómo criaban sus animales, qué
enfermedades eran comunes y cómo las curaban, qué razas eran
mejores, el trabajo que requerían y los beneficios de cada
crianza. Todo lo que decían se apuntaba en color azul y así
el dibujo se iba enriqueciendo con otras cosas que salían de
la charla: un abrevadero para las vacas, el camioncito que
entraba en la comunidad a buscar la leche, la planta de la
que se saca el aceite que cura el mal de tripas...
Al empezar
estos cursos, las mujeres siempre decían que no sabían nada,
que eran campesinas brutas, que sólo Cris, que era
veterinaria, sabía de verdad. Pero lo cierto es que la
pizarra se iba llenando de azul con los aportes de ellas. Al
final, era muy poco lo que la universitaria podía añadir y
siempre lo escribía en negro para resaltar ante las
campesinas todo lo que sabían y todo lo que la propia
Cris aprendió de ellas. Todo era cuestión de puntos de
vista y las mujeres nunca apreciaban bastante su experiencia
práctica, pero idealizaban la teoría de las aulas. A veces
las anécdotas que salían en las clases se extendían. Esa
tarde Mirita estaba explicando con detalle cómo le
hizo el parto a una cerda que no pujaba. Cris ya
había dibujado la cerda de parto y a la mujer ayudándola,
así que siguió adornando el dibujo: unos pastos a la derecha
de la casa con algunas matas de mango y chinolas, la línea
del horizonte a la altura de la casa y por encima un sol
caribeño de domingo, nubes y algunos pájaros dispersos.
Atenta al
dibujo, doña Belicia levantó la mano para pedir la
palabra y señalando la línea del horizonte del dibujo
aclaró: “mire, mujer, si no nos baja la cuerda ninguna de
nosotras podrá tender ahí la ropa. Yo digo que esa cuerda no
va ahí”.
Y así, sin
escuchar a los propios implicados, el número de personas que
pasan hambre sigue aumentando desde 1996. Existen 854
millones de doñas Belicias que están levantando la
mano, que tienen enfoques diferentes, fuera del economicista
neoliberal que nos envuelve y que no nos deja ver, para un
combate que les pertenece.
Hoy 16 de
octubre, Día Mundial de la Alimentación, la mano de estas
personas se levanta para reclamar de nuevo que la
alimentación sea abordada como corresponde.
“Sustituir
los actuales modelos de desarrollo basados en el
capitalismo, en la mercancía, en la explotación irracional
de la humanidad y los recursos naturales, en el derroche de
energía y en el consumismo, por modelos que coloquen a la
vida, a la complementariedad, a la reciprocidad, al respeto
de la diversidad cultural y el uso sustentable de los
recursos naturales como las principales prioridades. Aplicar
políticas nacionales sobre soberanía alimentaria como base
principal de la soberanía nacional, en la cual la comunidad
garantiza tanto el respeto a su propia cultura como espacios
y modos propios de producción, distribución y consumo en
equilibrio con la naturaleza de alimentos sanos y limpios de
contaminación para toda la población, eliminando el hambre,
porque la alimentación es un derecho para la vida”.
Concretando, esa cuerda no va ahí.
Gustavo Duch Guillot*
16 de octubre de 2007
|