En un artículo titulado
“Argentina: ¿Hacia una agricultura sin agricultores?” la publicación mexicana La
Jornada del Campo se ocupa de la expansión de las plantaciones sojeras, la
expulsión de los pequeños agricultores en el norte argentino y la resistencia
contra el avance de las plantaciones y, a consecuencia de este proceso, de la
ganadería extensiva. Publicamos aquí lo esencial de ese artículo.
La economía argentina vive un impetuoso proceso de
agriculturización encabezado por la soja y favorecido por el gobierno pues, vía
impuestos a las exportaciones, sostiene el pago de la deuda externa y el
superávit fiscal.
En consecuencia, durante los pasados 15 años desaparecieron
unas 100 mil unidades agrícolas familiares y hoy casi 95 por ciento de la
población vive en ciudades. Porque en éste, como en otros países del cono sur,
se expanden vertiginosos monocultivos globalizados, una “agricultura extractiva”
que desplaza a la ganadería, concentra la tierra, arrasa bosques, acaba con la
producción familiar y despuebla los campos.
La soja comienza a emplearse en la producción de biodiesel,
pero su principal uso es ganadero, siendo China y la Unión Europea
los mayores compradores, dado un espectacular incremento en el consumo de
cárnicos, por el cual en Europa hay que cebar a mil millones de animales
de granja para alimentar a sólo 380 millones de habitantes
El agronegocio sojero se extiende rápidamente en Argentina
desde los años 80 del pasado siglo, cancelando la rotación
ganadería-agricultura; se acelera en la década de los 90 con la variedad
transgénica RR, de Monsanto,
resistente al herbicida Roundup de la misma corporación, paquete tecnológico que
mediante labranza cero, mecanización total e incremento exponencial de
pesticidas permite cultivar suelos antes considerados no aptos para la
agricultura; y se dispara en los años recientes por la apreciación de la
leguminosa en más de 40 por ciento y la dramática devaluación del peso argentino
en 2001.
Así, en el ciclo 2006-07 la mancha sojera creció cerca de 500
mil hectáreas, y se produjeron casi 50 millones de toneladas sobre 16 millones
de hectáreas, el 50 por ciento de la superficie agrícola del país.
La integración vertical del sistema soja es férrea: en la
cúspide están trasnacionales graneleras como
Cargill y Bunge,
que se asocian con empresarios argentinos, quienes a su vez rentan decenas de
miles de hectáreas a grandes y medianos agricultores o se apropian a la mala de
los terrenos de campesinos posesionarios pero indocumentados. El saldo: 80 por
ciento de las tierras de cultivo bajo arriendo, y una brutal concentración de
tierra y producción, correlato de la dramática disminución del total de
explotaciones agropecuarias ocasionada por la reducción del número de las
pequeñas y medianas, y el incremento absoluto de las mayores de 10 mil
hectáreas.
El modelo extractivo con que se produce la soja destruye
bosques, humedales y estepas (en los pasados cuatro años se ha deforestado un
millón de hectáreas), acaba con la biodiversidad, altera los ciclos hídricos y
contamina con agroquímicos los suelos y aguas. También provoca que surjan plagas
resistentes, lo que obliga a usar más pesticidas y eleva los costos. Pero poco
importa el deterioro productivo de un agronegocio especulativo y predador, cuya
consigna es “máximo rendimiento a corto plazo”.
La soja es una marea verde que empuja a la ganadería bovina
empresarial hacia las tierras marginales, de las que a su vez son expulsados los
rebaños de cabras de los campesinos arrinconados en eriales inhóspitos, donde la
vida languidece y “el ganado de los pobres” muere de sed. Directa o
indirectamente la sojización está acabando con los pequeños agricultores
argentinos, pero también con la población rural en general, pues un cultivo
tecnificado de 10 mil hectáreas de la oleaginosa no emplea más de 20 personas.
Armando Bartra *
20 de febrero de
2008
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