El 6 de marzo,
el gobierno mexicano anunció que consideraba
terminado (en todos los sentidos de la palabra)
el marco legal de bioseguridad en México,
abriendo las puertas a la experimentación con
maíz transgénico. Un delito histórico, que marca
la decisión del gobierno de enajenar y colocar
en alto riesgo el patrimonio genético
alimentario más importante del país.
Los funcionarios eliminaron de facto el
establecimiento de un Régimen Especial de
Protección al Maíz, al que están obligados por
la Ley de Bioseguridad y Organismos
Genéticamente Modificados, incorporando en su
lugar unos cuantos párrafos en el reglamento de
dicha ley. Como lo han argumentado sólidamente
especialistas en la materia, esta medida viola
la ley en varios puntos.
Obviando la ilegalidad, los funcionarios
argumentan que esta apertura es necesaria porque
el maíz transgénico aumentaría la producción y
además, no pondrá en riesgo las zonas que
definan como centro de origen del maíz. Se trata
solamente de experimentos, puntualizan, que
serán evaluados antes de autorizar plantaciones
comerciales.
Son argumentos falsos, empezando porque todo
México es centro de origen y diversidad del
maíz, entonces no debería haber maíz transgénico
en ninguna parte. Pero fundamentalmente, ocultan
la discusión sobre el punto nodal de los
transgénicos. Todos los transgénicos están
patentados y son propiedad de 6 transnacionales.
Monsanto controla el 86 por ciento de
éstos, y con Syngenta y DuPont-Pioneer,
cerca del 95 por ciento. Un grado de
concentración corporativa sin precedentes en la
historia de la agricultura y la alimentación.
Cuando hablamos de transgénicos, el punto de
partida es la entrega de la soberanía
alimentaria, dándoles la llave de toda la red
alimentaria a unas pocas trasnacionales.
La falacia de que los transgénicos aumentan la
producción, no se sostiene en las estadísticas
oficiales de Estados Unidos, el mayor
productor mundial de transgénicos. En promedio,
los transgénicos han bajado los rendimientos. En
el caso del maíz, la producción ha sido igual o
casi imperceptiblemente mayor, pero como las
semillas transgénicas son más caras, el
productor siempre pierde, porque el supuesto
aumento no compensa nunca el gasto. Las empresas
arguyen que si fuera así, no seguirían
plantando. La realidad, también basada en
informes de la Secretaría de Agricultura de
Estados Unidos, es que no pueden hacer otra
cosa. Los agricultores han perdido sus semillas,
y las mismas empresas de transgénicos controlan
también el resto de las variedades no
transgénicas. Aún cuando esas produzcan más, no
las multiplican para la venta en suficiente
cantidad, porque quieren vender transgénicos. La
razón: son más caros, están patentados, la
contaminación es inevitable (por viento,
insectos o cadenas de distribución), y es
detectable al tener genes extraños al maíz. Así
pueden demandar a las víctimas de la
contaminación por uso indebido de patente, una
ganancia extra, y obligan a todos a comprarles
semillas cada estación.
El argumento de que sólo es experimentación, es
penosamente falso. Aún si los criterios de
experimentación fueran muy estrictos (que no lo
son), por ejemplo plantar en confinamiento o con
muy extensas áreas de aislamiento, barreras de
viento, retirar la espiga antes de polinizar,
etc., ninguno de estos criterios se mantendrán
en la siembra comercial. Los productores nunca
repetirán esos criterios -son complicados,
aumenta más los costos y el trabajo- y además la
ley de bioseguridad no prevé ni avisar a los
vecinos ni ninguna sanción real a quienes
contaminen. Por lo tanto, llamarle experimental
no es más que un eufemismo para la posterior
plantación comercial sin ningún control.
Pero además, estamos en México, centro de
origen del maíz, donde siguen viviendo en sus
comunidades, millones de los campesinos que
crearon la enorme riqueza y diversidad genética
del cultivo, para bien de toda la humanidad. A
la condena de dependencia económica y
alimentaria, se suma la condena de la
contaminación de la biodiversidad y del maíz
campesino. Un hecho inherente a los
transgénicos, comprobado en México y
muchos otros países. Una vez en campo, el viento
y los insectos no diferencian si es experimental
o si no debieran polinizar otra planta: la
contaminación es inevitable. Justamente al
contrario de las cínicas declaraciones de
Agrobio, agrupación de las multinacionales, de
que Los activistas querían decidir por todos los
agricultores mexicanos al rechazar la
experimentación, los transgénicos son los
cultivos más imperialistas de la historia.
Cualquier plantación de maíz transgénico,
condena a corto o largo plazo, a todos los demás
a la contaminación.
La absurda respuesta de los funcionarios
gubernamentales es que también eso será un
negocio: florecerán las empresas de detección
–que públicas o no, para funcionar ¡deben pagar
a las trasnacionales de transgénicos para usar
sus genes!
Tanta falsedad contrasta con la sencilla verdad
de los campesinos: tienen 10 mil años de
experiencia en la creación y la resistencia y no
piensan someterse a esta condena.
Silvia Ribeiro
Tomado de
La Jornada
18 de marzo de 2009
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