Un palo plantado en el suelo fue el primer reloj
del ser humano. Hace más de 2000 años, Nemrod,
nieto de Moisés, fue el primero en
dividir el día y la noche en doce horas,
respectivamente.
Los faquires hindúes y los sacerdotes tibetanos
utilizan desde tiempo inmemorial unos relojes de
sol, portátiles, formados por un bastón que en
la parte superior tiene un orificio en el que se
inserta una clavija formando un ángulo adecuado
de modo que la sombra que proyecta sobre el
bastón da la hora.
En la antigua Grecia el tiempo solía
calcularse por la longitud de la sombra
producida por una columna que se medía por
pasos. Así, un personaje de Aristófanes
dice: “Cuando la sombra tenga diez pasos de
longitud, ven a cenar”.
Antes de Cristo, Augusto, el
emperador romano, levantó un enorme obelisco
cuya sombra, al recorrer una esfera señalada en
el suelo, marcaba la hora. El reloj de
Augusto sigue, aún hoy, marcando la hora.
Como el reloj de sol no puede utilizarse los
días nublados, o de noche, el hombre inventó el
reloj de agua, o clepsidra, que consiste en
calcular el agua que sale por el orificio de un
recipiente. El reloj de agua, o clepsidra, se
empleaba en la antigua Roma para limitar
el tiempo en que un abogado podía hacer uso de
la palabra. Se cuenta que un prisionero romano
salvó su vida gracias a una piedrita que cayó en
la clepsidra y obturó su orificio haciendo que
el agua cayera lentamente, lo que permitió que
llegaran al tribunal ciertas pruebas que
demostraban su inocencia.
Se conoce que existen y existieron relojes de
sol, relojes de agua, pero el menos difundido
fue el que podría llamarse “reloj de monje” que,
con un sistema sencillo, se utilizaba en los
monasterios medioevales cuando era de noche y no
se podía contar con otro procedimiento. Ese
reloj consistía en un fraile que, a la luz de
una vela, leía la Biblia en el campanario, y
después de haber pasado un número de páginas
predeterminado hacía sonar las campanas.
Los relojes de arena miden el tiempo por la
cantidad de arena que pasa de un recipiente de
cristal a otro. Se cree que se emplearon por
primera vez en los barcos a vela. También se
dice que fueron inventados por un monje de
Chartres, quien a fines del siglo VIII
“resucitó” el arte de soplar el vidrio. Este
tipo de relojes de arena ocupó un lugar
destacado por el 1300 (siglo XIV) y fueron muy
apreciados todavía dos siglos después, en la
corte de Isabel de Inglaterra.
“Sobreviven” todavía en algunas cocinas, para
medir la preparación de algunos alimentos,
especialmente los huevos. Hasta la última guerra
mundial (1939-45) en Berlín se alzaba, al
aire libre, entre los árboles de un parque, un
monumental reloj de arena.
En el reloj de sol de una iglesia de Durham,
Inglaterra, hay una inscripción que dice:
“El reloj natural de Dios, nuestro Señor, no
necesita cuerda: tan sólo resplandor”
El ser humano empezó a usar relojes mecánicos
hace algo más de 700 años. En la Edad Media los
relojeros formaron organizaciones que exigían
normas de perfección a sus miembros: antes de
que un relojero pudiera ejercer el oficio tenía
que armar satisfactoriamente un reloj, para lo
cual se le daba un plazo de ocho meses. En la
Edad Media, el reloj era un lujo y no una
necesidad. La puntualidad recién hizo su
aparición con el ferrocarril y la vida
comercial.
El invento que introdujo la precisión en el
reloj fue el péndulo, que concibió Galileo
Galilei en 1583, cuando era un estudiante de
apenas 18 años, al observar una lámpara que se
balanceaba atada a una cadena en la Catedral de
Pisa. Con la idea de aprovechar aquel
movimiento buscó construir un reloj de péndulo.
Tiempo después, en 1657, el sabio Christian
Huygens realizó el sueño de Galileo y
revolucionó el arte de la relojería al aplicar,
con éxito, el péndulo a un reloj. De esa manera
aumentó la exactitud pudiéndose medir entonces
también los minutos. Otro sabio relojero francés
convirtió un plato lleno de agua en reloj,
haciendo flotar en él una tortuga de corcho,
imantada, y señalando las horas con números
bordeando el plato. La tortuga parecía nadar en
sentido circular gracias a un imán invisible,
que se movía debajo del plato. Basado en los
mismos principios construyó un lagarto que
trepaba por una columna para señalar la hora, y
un pequeño ratón que marcaba lo mismo corriendo
por una cornisa. No parecía tener límites la
creatividad de los relojeros para convertir la
medición del tiempo en algo divertido e
ingenioso.
Para halagar la vanidad de Luis XIV, el
relojero de Burdeau creó un reloj en el
cual, al marcarse cada hora, aparecía la figura
de otro rey, que se inclinaba ante Luis XIV,
mecanismo que, por supuesto, tuvo gran éxito en
la Corte, sobre todo porque uno de los reyes que
aparecía, Guillermo de Inglaterra, a
quien Luis XIV tenía animadversión, se
inclinaba mucho más que los otros. Pero cuando
el reloj se exhibió en público, por un
desperfecto mecánico fue Luis XIV quien
se precipitó exageradamente a los pies del
inglés. Como consecuencia, el relojero fue a dar
con sus huesos a la prisión de la Bastilla.
Hubo un tiempo en que los montevideanos
ajustaban sus relojes por el pregón del farolero
que pasaba lentamente por las calles. También
por las campanas de la Catedral, las sirenas de
los frigoríficos, hoy desaparecidos, o los
cañonazos de la Fortaleza del Cerro.
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