El primer reloj

 

Guillermo Chifflet

 

 

 

 

 

Un palo plantado en el suelo fue el primer reloj del ser humano. Hace más de 2000 años, Nemrod, nieto de Moisés, fue el primero en dividir el día y la noche en doce horas, respectivamente.

 

Los faquires hindúes y los sacerdotes tibetanos utilizan desde tiempo inmemorial unos relojes de sol, portátiles, formados por un bastón que en la parte superior tiene un orificio en el que se inserta una clavija formando un ángulo adecuado de modo que la sombra que proyecta sobre el bastón da la hora.

 

En la antigua Grecia el tiempo solía calcularse por la longitud de la sombra producida por una columna que se medía por pasos. Así, un personaje de Aristófanes dice: “Cuando la sombra tenga diez pasos de longitud, ven a cenar”.

 

Antes de Cristo, Augusto, el emperador romano, levantó un enorme obelisco cuya sombra, al recorrer una esfera señalada en el suelo, marcaba la hora. El reloj de Augusto sigue, aún hoy, marcando la hora. Como el reloj de sol no puede utilizarse los días nublados, o de noche, el hombre inventó el reloj de agua, o clepsidra, que consiste en calcular el agua que sale por el orificio de un recipiente. El reloj de agua, o  clepsidra, se empleaba en la antigua Roma para limitar el tiempo en que un abogado podía hacer uso de la palabra. Se cuenta que un prisionero romano salvó su vida gracias a una piedrita que cayó en la clepsidra y obturó su orificio haciendo que el agua cayera lentamente, lo que permitió que llegaran al tribunal ciertas pruebas que demostraban su inocencia.

 

Se conoce que existen y existieron relojes de sol, relojes de agua, pero el menos difundido fue el que podría llamarse “reloj de monje” que, con un sistema sencillo, se utilizaba en los monasterios medioevales cuando era de noche y no se podía contar con otro procedimiento. Ese reloj consistía en un fraile que, a la luz de una vela, leía la Biblia en el campanario, y después de haber pasado un número de páginas predeterminado hacía sonar las campanas.

 

Los relojes de arena miden el tiempo por la cantidad de arena que pasa de un recipiente de cristal a otro. Se cree que se emplearon por primera vez en los barcos a vela. También se dice que fueron inventados por un monje de Chartres, quien a fines del siglo VIII “resucitó” el arte de soplar el vidrio. Este tipo de relojes de arena ocupó un lugar destacado por el 1300 (siglo XIV) y fueron muy apreciados todavía dos siglos después, en la corte de Isabel de Inglaterra. “Sobreviven” todavía en algunas cocinas, para medir la preparación de algunos alimentos, especialmente los huevos. Hasta la última guerra mundial (1939-45) en Berlín se alzaba, al aire libre, entre los árboles de un parque, un monumental reloj de arena.

 

En el reloj de sol de una iglesia de Durham, Inglaterra, hay una inscripción que dice: “El reloj natural de Dios, nuestro Señor, no necesita cuerda: tan sólo resplandor”

 

El ser humano empezó a usar relojes mecánicos hace algo más de 700 años. En la Edad Media los relojeros formaron organizaciones que exigían normas de perfección a sus miembros: antes de que un relojero pudiera ejercer el oficio tenía que armar satisfactoriamente un reloj, para lo cual se le daba un plazo de ocho meses. En la Edad Media, el reloj era un lujo y no una necesidad. La puntualidad recién hizo su aparición con el ferrocarril y la vida comercial.

 

El invento que introdujo la precisión en el reloj fue el péndulo, que concibió Galileo Galilei en 1583, cuando era un estudiante de apenas 18 años, al observar una lámpara que se balanceaba atada a una cadena en la Catedral de Pisa. Con la idea de aprovechar aquel movimiento buscó construir un reloj de péndulo. Tiempo después, en 1657, el sabio Christian Huygens realizó el sueño de Galileo y revolucionó el arte de la relojería al aplicar, con éxito, el péndulo a un reloj. De esa manera aumentó la exactitud pudiéndose medir entonces también los minutos. Otro sabio relojero francés convirtió un plato lleno de agua en reloj, haciendo flotar en él una tortuga de corcho, imantada, y señalando las horas con números bordeando el plato. La tortuga parecía nadar en sentido circular gracias a un imán invisible, que se movía debajo del plato. Basado en los mismos principios construyó un lagarto que trepaba por una columna para señalar la hora, y un pequeño ratón que marcaba lo mismo corriendo por una cornisa. No parecía tener límites la creatividad de los relojeros para convertir la medición del tiempo en algo divertido e ingenioso.

 

Para halagar la vanidad de Luis XIV, el relojero de Burdeau creó un reloj en el cual, al marcarse cada hora, aparecía la figura de otro rey, que se inclinaba ante Luis XIV, mecanismo que, por supuesto, tuvo gran éxito en la Corte, sobre todo porque uno de los reyes que aparecía, Guillermo de Inglaterra, a quien Luis XIV tenía animadversión, se inclinaba mucho más que los otros. Pero cuando el reloj se exhibió en público, por un desperfecto mecánico fue Luis XIV quien se precipitó exageradamente a los pies del inglés. Como consecuencia, el relojero fue a dar con sus huesos a la prisión de la Bastilla.

 

Hubo un tiempo en que los montevideanos ajustaban sus relojes por el pregón del farolero que pasaba lentamente por las calles. También por las campanas de la Catedral, las sirenas de los frigoríficos, hoy desaparecidos, o los cañonazos de la Fortaleza del Cerro.

 

En Montevideo, Guillermo Chifflet

Rel-UITA

23 de enero de 2008

 

 

 

Fotografía de pié: Vista del Cerro de Montevideo (Rel-UITA)

 

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