Curiosa ironía. La
principal mercancía de exportación rural, la más
rentable, la que más divisas trae al país, es la
única que no fue negociada en el Tratado de Libre
Comercio para América del Norte (TLCAN).
La
fuerza de trabajo migrante quedó fuera del acuerdo
comercial. Creció enormemente a raíz de su firma. No
cuenta con protección alguna. Labora en condiciones
terriblemente desventajosas en relación con los
trabajadores formales. Sin embargo, el año pasado
envió de Estados Unidos, como remesas, cerca
de 21 mil millones de dólares.
La
acción combinada de apertura de fronteras a la
importación de alimentos, privatización y
desregulación ha despoblado el agro. Según el más
reciente informe del Banco Mundial, desde que
México forma parte del TLCAN, el campo ha
perdido la cuarta parte de su población. Los jóvenes
campesinos han tenido que dejar sus pueblos y sus
tierras para buscar empleo en los centros urbanos o
en el otro lado de la frontera. El país se ha
convertido en el principal expulsor de mano de obra
del mundo. La patria del Tío Sam es su principal
destino.
Quienes negociaron el tratado por la parte mexicana
sabían que esto iba a suceder. Según ellos, era un
paso necesario para “la modernización”, pues una
nación como la nuestra no podía tener 30 por ciento
de su población en el medio rural. Había, pues, que
drenarla: mandarla a las ciudades.
Los
tecnoburócratas aseguraron que el acuerdo comercial
estimularía el crecimiento de la economía y crearía
empleos suficientes para los desterrados. Afirmaron
que era más eficaz asistir a los campesinos como
pobres en las grandes ciudades que hacerlo en las
comunidades rurales. Dijeron que importar granos
básicos y oleaginosas de Estados Unidos era
bueno para México y para sus sectores más
desfavorecidos, porque era más barato que
producirlos aquí. Prometieron que nuestra ventaja
comparativa en la agricultura semitropical –el nicho
de mercado en el que somos más rentables– crearía
riqueza en el campo y compensaría las compras de
alimentos al exterior.
Nada de eso sucedió. La apertura comercial puso a
competir a desiguales en condiciones de igualdad y
arrasó con los agricultores nacionales. La
producción rural se modernizó muy marginalmente. La
economía no creció significativamente y no se
crearon los empleos suficientes. Los programas de
combate a la pobreza en las ciudades y la dotación
de servicios en las colonias pobres de las grandes
urbes decayeron. El precio de los granos básicos en
el mercado mundial se elevó y tuvimos que
importarlos caros, pudiendo sembrarlos. La cosecha
de productos tropicales como el café o el cacao se
estancó. Nos quedamos sin autosuficiencia
alimentaria y sin ventajas comparativas.
El
campo se convirtió en una inmensa fábrica de pobreza
que expulsa a la población más joven, escolarizada y
emprendedora. Los ejidos y rancherías son
estacionamientos de seres humanos en los que viven
ancianos, mujeres y niños, en parte gracias a las
remesas que sus familiares les mandan del otro lado.
Por supuesto, quienes negociaron o inspiraron tan desastroso
acuerdo comercial para el campo mexicano están muy
lejos de haber rendido cuentas de su desaguisado.
Por el contrario, fueron premiados: Luis Téllez
con la Secretaría de Comunicaciones y Transportes en
este sexenio, y Santiago Levy fue nombrado
director del Instituto Mexicano del Seguro Social
durante la administración de Vicente Fox.
Simultáneamente, el agro se convirtió en territorio
fértil para la siembra de estupefacientes y el
lavado de dinero del narcotráfico. En las zonas de
riego, donde ni la banca comercial ni la de
desarrollo otorgan crédito suficiente, el
financiamiento de las siembras y las cosechas de
particulares se ha convertido en forma habitual de
blanquear dinero proveniente de actividades
ilícitas.
En
distintas regiones de la geografía nacional el
paisaje rural ofrece discontinuidades aparentemente
inexplicables. Grandes y lujosas fincas rodeadas de
ejidos miserables. Comunidades llenas de antenas
parabólicas y camionetas del año, al lado de
rancherías paupérrimas. Poblados donde generosos
benefactores, enriquecidos de la noche a la mañana,
levantan iglesias y hacen obra pública.
Semejantes desigualdades no pueden ser explicadas
por la fortuna, un puesto gubernamental o la
migración exitosa. Menos aún por el espíritu
empresarial de unos y el conformismo de los otros.
Abundan los narcotraficantes que gustan disfrazarse
de agricultores y ganaderos. No son escasos los
habitantes de comunidades, enclavadas en abruptas
serranías, que han decidido reconvertir las siembras
de granos básicos en cultivos más rentables, aunque
más inseguros. No son pocos los ejidatarios norteños
dispuestos a servir de burreros en el trasiego de
pequeñas cantidades de droga al otro lado del río
Bravo.
Ciertamente, la siembra de amapola y marihuana
precede y excede al libre comercio, pero éste le ha
abierto posibilidades de crecimiento insospechadas a
quienes se dedican al cultivo de estupefacientes. Un
campesino puede obtener en una cosecha de productos
“no convencionales” el equivalente a sus ingresos
totales en 10 años. Más aún si debe competir con
siembras altamente subvencionadas provenientes de
nuestro vecino. Está en posibilidad de hacerse de un
arma moderna y una camioneta, así como de tener
ingresos suficientes para pistear* a gusto.
Paradojas de la nueva colonización: la conquista de
los mercados agrícolas mexicanos por las grandes
compañías agroalimentarias estadounidenses ha
rebotado dentro de su territorio haciendo aún más
temibles a dos de sus principales pesadillas
contemporáneas: el auge de la inmigración
indocumentada y el aumento del narcotráfico. La
destrucción de la base productiva rural mexicana ha
precipitado un éxodo masivo hacia Estados Unidos
y la conversión de varias regiones a la siembra de
estupefacientes. Ni modos, nadie sabe para quién
trabaja.
Luis Hernández Navarro**
La
Jornada, México
31
de octubre de 2007
|