En
medio de crecientes conflictos, las comunidades de la
región han comenzado a defender por sí mismas los
principios de sustentabilidad social y ambiental, pero
las instituciones políticas, empresas e incluso ONGs, no
tienen prevista la presencia de este nuevo actor y no
asimilan aún el valor estratégico de esa participación
El
fenómeno se manifiesta en todos los países de la región
y en distintas áreas. Se autodenominan comisión, junta o
asociación de vecinos, vecinos autoconvocados, comité o
red ecológica, asamblea ciudadana o, simplemente,
comunidad o población de tal localidad. A veces, el
alcalde, el párroco o concejales del municipio se suman
a los pobladores. Pueden formar federaciones o
confederaciones regionales, pero parten siempre de una
realidad geográfica local.
La
aparición de este nuevo actor o, si se prefiere,
antiguo, pero con otra conducta o actitud, obliga a los
restantes a modificar sus análisis, juicios y acciones
habituales. Sus procesos de decisión y formas de acción
son diferentes a las de los actores sociales conocidos,
como los gremios y asociaciones corporativas o creadas
por un problema específico. Las reuniones son abiertas a
todos, suele estar presente la familia entera, los
procedimientos de discusión son más complejos y los
tiempos para tomar decisiones mucho más prolongados.
Las
instituciones políticas latinoamericanas han sufrido en
los últimos años cambios hacia estructuras más
democráticas y descentralizadas de gobierno, resultantes
en particular de los procesos de democratización
posteriores al período de dictaduras militares. Sin
embargo, esta tendencia choca con una dirección
contraria de las políticas económicas dominantes. La
actual globalización económica ha impuesto una
centralización aún mayor de las decisiones.
La
deuda externa de la mayoría de los países de la región
significa que delegan sus decisiones políticas y de
inversión en el FMI, el BID y el Banco Mundial. A esto
se agregan últimamente los llamados 'tratados de
inversión' o de 'libre comercio' que traen nuevos
condicionamientos a los gobiernos nacionales. Que un
grupo local, una comunidad o población de una zona,
reclame un lugar en la decisión sobre un gran proyecto
de inversión, no encaja en esa realidad.
Incluso en la legislación ambiental de la región,
incorporada en años recientes, se contemplan formas de
consulta y audiencia públicas en la evaluación de
impactos de los proyectos, pero o no se aplican o
funcionan como instancias burocráticas que se utilizan
para legitimar los proyectos en lugar de exponerlos a la
crítica. En definitiva, no existe un marco institucional
y normativo que otorgue a las comunidades una
participación real en las decisiones del desarrollo.
Reacomodos en empresas y
ONGs
Tradicionalmente, las grandes inversiones y proyectos
funcionaban en su mayoría como economías de enclave, o
sea, un territorio aparte del país en que la empresa
fijaba las reglas sin rendir cuentas a nadie. El
gobierno nacional era llamado para reprimir las
protestas y la comunidad local nunca tenía voz en el
proyecto. Aunque son poco visibles y mucho menos
aceptadas en la actualidad, estas reglas siguen
aplicándose en muchas regiones del continente.
Hoy en
día, existe una creciente preocupación pública por la
responsabilidad social y ambiental de las inversiones.
Algunos bancos, grupos de inversionistas y grandes
corporaciones explicitan en sus principios que los
proyectos requieren una “licencia social” para operar y
procuran, incluso con independencia del gobierno,
acuerdos duraderos con la población local. Pero no es
generalizado ni obligatorio, y otros mantienen las
viejas prácticas.
Cuando
las condiciones impuestas a la población se hacen
insostenibles surgen los estallidos sociales. La
presencia de organizaciones no gubernamentales (ONG) con
un reconocimiento formal de parte del gobierno y las
empresas ha servido, en muchos casos, como nexo o
mecanismo de intermediación con las comunidades o
poblaciones locales y ha permitido paliar esa ausencia
de reconocimiento formal y de procesos participativos
regulares.
Pero
cuando las comunidades reclaman su papel como
participantes con plenos derechos de decisión, las ONG
dedicadas a los problemas sociales y ambientales deben
redefinir claramente su función. En los conflictos
ambientales en donde las comunidades o asambleas
ciudadanas están actuando como tales se perciben
diferentes actitudes políticas y reajustes en el
accionar de las ONG, que pueden contribuir o no a
afianzar la nueva dinámica social.
Unas
se ponen al servicio de las comunidades, aportando en la
elaboración de las políticas y en la marcha del proceso
participativo, pero otras adoptan liderazgos y
protagonismos que las singularizan a toda costa. Esta
actitud puede responder a necesidades de preservación
política o financiera, pero cuando llegan a competir con
las comunidades, tales ONG se convierten en un actor
político más y dejan de cumplir el papel de
intermediación social original.
Un factor clave de la
transición
No se
trata de sostener, simplemente, que todo lo que venga de
las comunidades autoorganizadas será lo correcto. Estos
movimientos ciudadanos tienen muchas dificultades y
carencias, entre otras cosas, debido a la aún escasa
experiencia participativa, la falta de transparencia de
gobiernos y empresas que dificulta el acceso a la
información y a los estudios necesarios para tomar
decisiones y, por último, pero no menos importante, a la
ausencia de una cultura centrada en la sustentabilidad
del ecosistema del planeta.
La
cuestión principal, estratégica se puede decir, es
establecer el eje del tránsito desde la situación actual
hacia un mundo basado en la sustentabilidad social y
ambiental. En el plano del conocimiento y los medios
para alcanzar ese propósito pueden existir todavía
muchas incertidumbres. No obstante, se ha logrado a
través de serios estudios y largos debates que la
comunidad de naciones defina una serie de políticas y
acciones, pero es evidente que los poderes constituidos
no tienen la voluntad política requerida para
ejecutarlas.
Esto
confirma que la crisis ambiental es una crisis de
paradigma, de los presupuestos de esta civilización en
su relación con el universo en que está inmersa.
Considerarla un simple conflicto de intereses sociales,
económicos o políticos es minimizarla en su alcance,
pues afecta las nociones culturales y filosóficas del
ser humano. Por tanto, sólo se logrará que los
responsables políticos actúen en consecuencia con ese
fin si las personas y sus comunidades adoptan una
posición consciente y firme sobre las causas de la
crisis y las formas de resolverla.
Las
comunidades se pueden equivocar, pero partimos de una
equivocación mucho mayor, de un modelo de civilización
insustentable, y la transición para recuperar la
sustentabilidad debe ser realizada por todos o, de lo
contrario, fracasará. Se podrá discutir entonces si son
apropiados o no tales o cuales diagnósticos y
soluciones, pero lo que no se puede soslayar es que las
propuestas sólo serán llevadas a la práctica y hasta sus
últimas consecuencias, cuando se cuente con la
participación consciente y activa de las comunidades.
Esta
es exactamente la manera de aterrizar en la realidad el
principio de "pensar globalmente, actuar localmente". No
se trata simplemente de hallar el diagnóstico y las
mejores soluciones en el laboratorio o entre científicos
y pensadores geniales, tampoco de encontrar los líderes
serios y comprometidos o de llegar a acuerdos
exhaustivos en las cumbres y conferencias
internacionales, sino de poner todo ello al servicio de
las comunidades en acción. Si esto no ocurre, es señal
de que aún falta mucho para llegar a la sustentabilidad.
Por Víctor L. Bacchetta
©
Rel-UITA
12 de diciembre de 2006