Uruguay - 27 de junio de 1973

A 35 años del golpe de Estado

La dictadura fue una receta
largamente preparada

 

 

Todas las formas políticas -monarquías, dictaduras, democracias- tienen sus causas. Se trata de regímenes que no aparecen de golpe, intempestivamente, como un rayo en cielo sereno.

 

En Uruguay, por ejemplo, el último régimen dictatorial -quizá el peor, el más arbitrario de su historia- no nació el 27 de junio de 1973, cuando la irrupción militar decretó la disolución del Parlamento. Todo empezó desde bastante tiempo atrás, en una suerte de abandonos sucesivos.

 

Un rasgo que definió a la dictadura -las torturas- apareció, fue avanzando y se impuso paulatinamente: de repetido se transformó en vulgar, de vulgar en habitual y de habitual en normal.

 

En 1970, tres años antes del golpe, el semanario Marcha que dirigía el doctor Carlos Quijano, publicó un número de Cuadernos de Marcha en el que recogió las conclusiones de una Comisión Preinvestigadora parlamentaria sobre torturas (designada por moción de la senadora doctora Alba Roballo).

 

Tardíamente, el 26 de junio de 1973, víspera del golpe militar, se aprobó la creación de una Comisión Investigadora que, obviamente, no alcanzó a sesionar. La investigación ya no podía ser eludida, porque las denuncias realizadas en esa sesión del Senado por el legislador Amílcar Vasconcellos fueron nada menos que un informe judicial con hechos absolutamente probados.

 

Pero bastante tiempo atrás, el 9 de junio de 1972, en una entrevista para el semanario Marcha, el senador Zelmar Michelini había planteado: “Cuando se escriba la historia de este tiempo dramático que vive la nación, uno de los capítulos más importantes será el de los apremios físicos, morales y espirituales a que han sido sometidos los detenidos, sean culpables o no”. Destacó al respecto “La responsabilidad del Poder Ejecutivo, comenzando por el Presidente de la República, que conoció los sistemas que se utilizaban y los respaldó, al principio por omisión y más tarde por expreso consentimiento. Bien gráfico fue, por cierto, el discurso del Presidente en el que habló de ‘pequeños excesos’. Tras esas palabras, con semejante aval, el ensañamiento alcanzó límites de horror. Prisionero de sus propios juicios, de ahí en adelante el Presidente dependió -¿depende?- de quienes, para obtener un éxito fácil e inmediato, alentó en sus arbitrariedades. Más aún: pretendió atribuir las denuncias de torturas a una propaganda dirigida a desprestigiar a las Fuerzas Armadas. El juego, por repetido, exime de comentarios. Se desprestigia a sí mismo, a la causa que sirve y al Ejército, quien no cumple con la ley, quien no actúa correctamente, quien tortura a hombres y a mujeres que se entregan a su custodia y no, por supuesto, quienes, con el  riesgo natural que su propia conducta origina, denuncian el atropello. No hay que olvidar que cuando un legislador levanta su dedo acusador, detrás suyo hay un detenido que ha sido golpeado, manoseado, herido, vejado y expuesto nuevamente por su valiente actitud a las represalias consiguientes”.

 

Michelini destacó cómo el ex ministro Francese perdió autoridad el día que en una Comisión de la Asamblea General comprometió su honor de soldado de que nunca más se emplearía la capucha y, luego, “por debajo de sus órdenes y a sus espaldas, la capucha siguió siendo arbitrio común y repetido, porque otros, subordinados suyos, decidían por él”.

 

Eso ocurría porque -más allá de los resultados útiles del encapuchamiento- existía la voluntad de dejarlo en ridículo, de demostrar que no era nadie y, por sobre todo, de establecer con claridad que había decisión, en algunos mandos intermedios, de resolver por sí mismos, con prescindencia de la verticalidad tradicional.

 

(…) Algún día el propio Ejército, cuando tome debida nota del perjuicio que le ha ocasionado todo el trámite de estos apremios -muchos ya lo comprenden-, condenará  a quienes no supieron estar a la altura de las circunstancias. Será necesario extenderse en las consideraciones del general francés Jacques de Bollardiére en su célebre polémica con el general Massu acerca de las consecuencias malsanas sobre la moral del Ejército de la práctica de torturas”. En esa oportunidad, como en tantas otras, Michelini planteó: “Puede no ser vano consuelo saber que de aquí a unos años, estos que hoy se regodean, excusándose en su fuerza, no tendrán quién los defienda ni los salve. Pero el daño, dentro y fuera del país, no podrá ser reparado. Ya será tarde.”

 

Los gobernantes de ese entonces, como el presidente Juan María Bordaberry o su ministro de Relaciones Exteriores, Juan Carlos Blanco, hoy (en el 2008) están presos por decisión judicial. No comprendieron a tiempo que es fácil respetar los derechos humanos en nuestros amigos o en aquellos que nos son indiferentes; más difícil es respetarlos en los enemigos. “Porque la lucha por todo aquello que se afirma defender no da derecho a torturar ni a matar a nadie; quede claro: no da derecho a matar ni a torturar a nadie, sea o no tupamaro.”  Todo esto lo sostuvo Michelini en horas difíciles para el país. Hoy, quienes perpetraron los atropellos podrán reflexionar sobre estas verdades. Aunque ya sea tarde.

 

Y algunos, no todos, lo meditarán entre rejas.   

 

   

En Montevideo, Guillermo Chifflet

Rel-UITA

23 de junio de 2008

 

 

 

 

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