Todas las formas políticas -monarquías,
dictaduras, democracias- tienen sus
causas. Se trata de regímenes que no
aparecen de golpe, intempestivamente,
como un rayo en cielo sereno.
En Uruguay, por ejemplo, el
último régimen dictatorial -quizá el
peor, el más arbitrario de su historia-
no nació el 27 de junio de 1973, cuando
la irrupción militar decretó la
disolución del Parlamento. Todo empezó
desde bastante tiempo atrás, en una
suerte de abandonos sucesivos.
Un rasgo que definió a la dictadura -las
torturas- apareció, fue avanzando y se
impuso paulatinamente: de repetido se
transformó en vulgar, de vulgar en
habitual y de habitual en normal.
En 1970, tres años antes del golpe, el
semanario Marcha que dirigía el doctor
Carlos Quijano, publicó un número
de Cuadernos de Marcha en el que recogió
las conclusiones de una Comisión
Preinvestigadora parlamentaria sobre
torturas (designada por moción de la
senadora doctora Alba Roballo).
Tardíamente, el 26 de junio de 1973,
víspera del golpe militar, se aprobó la
creación de una Comisión Investigadora
que, obviamente, no alcanzó a sesionar.
La investigación ya no podía ser
eludida, porque las denuncias realizadas
en esa sesión del Senado por el
legislador Amílcar Vasconcellos
fueron nada menos que un informe
judicial con hechos absolutamente
probados.
Pero bastante tiempo atrás, el 9 de
junio de 1972, en una entrevista para el
semanario Marcha, el senador Zelmar
Michelini había planteado: “Cuando
se escriba la historia de este tiempo
dramático que vive la nación, uno de los
capítulos más importantes será el de los
apremios físicos, morales y espirituales
a que han sido sometidos los detenidos,
sean culpables o no”. Destacó al
respecto “La responsabilidad del Poder
Ejecutivo, comenzando por el Presidente
de la República, que conoció los
sistemas que se utilizaban y los
respaldó, al principio por omisión y más
tarde por expreso consentimiento. Bien
gráfico fue, por cierto, el discurso del
Presidente en el que habló de ‘pequeños
excesos’. Tras esas palabras, con
semejante aval, el ensañamiento alcanzó
límites de horror. Prisionero de sus
propios juicios, de ahí en adelante el
Presidente dependió -¿depende?- de
quienes, para obtener un éxito fácil e
inmediato, alentó en sus
arbitrariedades. Más aún: pretendió
atribuir las denuncias de torturas a una
propaganda dirigida a desprestigiar a
las Fuerzas Armadas. El juego, por
repetido, exime de comentarios. Se
desprestigia a sí mismo, a la causa que
sirve y al Ejército, quien no cumple con
la ley, quien no actúa correctamente,
quien tortura a hombres y a mujeres que
se entregan a su custodia y no, por
supuesto, quienes, con el riesgo
natural que su propia conducta origina,
denuncian el atropello. No hay que
olvidar que cuando un legislador levanta
su dedo acusador, detrás suyo hay un
detenido que ha sido golpeado,
manoseado, herido, vejado y expuesto
nuevamente por su valiente actitud a las
represalias consiguientes”.
Michelini
destacó cómo el ex ministro Francese
perdió autoridad el día que en una
Comisión de la Asamblea General
comprometió su honor de soldado de que
nunca más se emplearía la capucha y,
luego, “por debajo de sus órdenes y a
sus espaldas, la capucha siguió siendo
arbitrio común y repetido, porque otros,
subordinados suyos, decidían por él”.
Eso ocurría porque -más allá de los
resultados útiles del encapuchamiento-
existía la voluntad de dejarlo en
ridículo, de demostrar que no era nadie
y, por sobre todo, de establecer con
claridad que había decisión, en algunos
mandos intermedios, de resolver por sí
mismos, con prescindencia de la
verticalidad tradicional.
(…) Algún día el propio Ejército, cuando
tome debida nota del perjuicio que le ha
ocasionado todo el trámite de estos
apremios -muchos ya lo comprenden-,
condenará a quienes no supieron estar a
la altura de las circunstancias. Será
necesario extenderse en las
consideraciones del general francés
Jacques de Bollardiére en su célebre
polémica con el general Massu
acerca de las consecuencias malsanas
sobre la moral del Ejército de la
práctica de torturas”. En esa
oportunidad, como en tantas otras,
Michelini planteó: “Puede no ser
vano consuelo saber que de aquí a unos
años, estos que hoy se regodean,
excusándose en su fuerza, no tendrán
quién los defienda ni los salve. Pero el
daño, dentro y fuera del país, no podrá
ser reparado. Ya será tarde.”
Los gobernantes de ese entonces, como el
presidente Juan María Bordaberry
o su ministro de Relaciones Exteriores,
Juan Carlos Blanco, hoy (en el
2008) están presos por decisión
judicial. No comprendieron a tiempo que
es fácil respetar los derechos humanos
en nuestros amigos o en aquellos que nos
son indiferentes; más difícil es
respetarlos en los enemigos. “Porque la
lucha por todo aquello que se afirma
defender no da derecho a torturar ni a
matar a nadie; quede claro: no da
derecho a matar ni a torturar a nadie,
sea o no tupamaro.” Todo esto lo
sostuvo Michelini en horas
difíciles para el país. Hoy, quienes
perpetraron los atropellos podrán
reflexionar sobre estas verdades. Aunque
ya sea tarde.
Y algunos, no todos, lo meditarán entre
rejas.