Al
finalizar la Segunda Guerra Mundial, los horrores
habían superado la imaginación. Después de la
“contrarrevolución preventiva” –como definió Luce
Fabbri al fascismo italiano–, de la tenebrosa
filosofía germánica que intentó dominar el mundo, de
la sublevación de los militares que con el apoyo de
Alemania e Italia agredieron a
España para destruir una República en cuyo
corazón estaban las centrales obreras (UGT y
CNT-FAI), después de las persecuciones
raciales e ideológicas, el estremecimiento que
recorrió al mundo ante la visión de Auschwitz,
Dachau, Buchenwalt y demás campos de
concentración exigía una respuesta. La humanidad
pareció comprender que esos actos de barbarie tenían
origen en el desconocimiento o menosprecio de los
derechos humanos.
“Se aprende el agua por la sed, la tierra por los mares
surcados, la paz por todas las batallas”, había
enseñado Dickinson, poetisa al fin, “espía de
Dios”.
Naciones Unidas aprobó, entonces, una Declaración Universal,
considerando que los derechos humanos deben ser
protegidos “a fin de que el hombre no se vea
compelido al supremo recurso de la rebelión contra
la opresión”.
Si los pobres vivieran de promesas
serían ricos y prósperos. |
En 30 artículos se concretó el compromiso de todas las
naciones a promover “inspirándose en ellos” los
derechos y libertades que pueden asegurar la
libertad, a partir de la justicia en el mundo.
Compromiso que tiene por base “el reconocimiento de
la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e
inalienables de todos los miembros de la familia
humana”.
En 1998, cincuenta años después de la Declaración Universal,
una personalidad excepcional, el sacerdote uruguayo
Luis Pérez Aguirre, denunció que “nuestro
mundo sigue siendo un planeta inhabitable para la
mayoría de los seres humanos”. Ese año –advirtió–
morirían de hambre 50 millones de personas, sin
pronunciamiento alguno de quienes declararon que
“toda persona tiene derecho a un nivel de vida
adecuado que le asegure, así como a su familia, la
salud y el bienestar, y en especial la alimentación,
el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los
servicios sociales necesarios”.(Este artículo es
sólo uno, el 25, de la Declaración Universal).
Pérez Aguirre
informó, además, que 800 millones de personas
corrían riesgo de no poder salir de la pobreza
extrema, y 1.430 millones no sabían leer ni
escribir, en tanto se despilfarraban 2 millones de
dólares por minuto en gastos militares, cifra
equivalente a la deuda de los países pobres del sur
con los países ricos.
El último informe sobre Desarrollo Humano publicado por el
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)
correspondiente a 2005, informa que el tsunami,
tragedia impredecible y en gran medida inevitable,
que arrasó costas del Océano Índico segando más de
280 mil vidas, ocupó la primera plana de los medios
de comunicación del mundo. Pero ocurren,
paralelamente, tragedias evitables “y predecibles
por su exasperante regularidad” de las que no se
informa: cada hora mueren en nuestro “planeta azul”
(según la visión lejana de los astronautas) 1.200
niños, lo que equivale a tres tsunami mensuales.
Cada mes la muerte lleva más vidas de niños que tres
maremotos de horror, y en la mayoría de los casos,
informa el PNUD, las causas de muerte se
deben a una única patología: la pobreza.
Si los pobres vivieran de promesas serían ricos y prósperos:
cinco años atrás, en 2000, los gobiernos ya habían
firmado otro documento en el cual consta una nueva
promesa a los pobres del mundo. La Declaración del
Milenio pretendía ser una luz, como la Declaración
Universal de Derechos Humanos. Proponía “liberar
a nuestros semejantes, hombres, mujeres y niños, de
las condiciones abyectas y deshumanizadoras de la
pobreza extrema”.
Pero imperativos que están en las entrañas del sistema
determinan que sean otros los intereses y apetitos
defendidos.
La primera pregunta a plantearnos es cuáles son las causas de
la desigualdad planetaria. Puesto que ellas son,
como es obvio, la suma de dolores nacionales y
regionales, es importante analizar cuáles son los
motivos de la concentración de la riqueza y la
multiplicación de la pobreza.
Marx
observó que la mentalidad de una época es la
mentalidad de la clase dominante. Aunque algunos de
los valores que se promueven por los dueños del
mundo tienen hoy su antítesis en las luchas de los
trabajadores y en los cuestionamientos que surgen de
la propia realidad, es importante analizar las
ideas, las bases teóricas de quienes detentan al
poder. Aunque esto exige abordar diversos temas
(valores, educación, formas de transmisión de la
historia, medios de comunicación, etc.) es
importante comenzar por algunas observaciones sobre
el liberalismo económico.
A partir de los postulados de la economía clásica, esa
vertiente del liberalismo –explica el profesor
Héctor Hugo Barbagelata– es el numen de los
gobiernos que parten de una idea: que la actividad
económica está sometida a leyes naturales e
inevitables contra las cuales no es posible oponer
ninguna resistencia efectiva. Los postulados de los
neoliberales (neo significa nuevo) no se diferencian
de la formulación tradicional del liberalismo
económico. De acuerdo a ella el Estado debe
limitarse a fijar normas que aseguren la “libre
acción de los agentes privados”. El dogma del
mercado, el dejar hacer a las empresas privadas, y
sostener el efecto negativo de todas las iniciativas
inspiradas en objetivos sociales, son postulados
(auténticos dogmas) del liberalismo económico de
siempre.
En ningún país del mundo esa doctrina ha obtenido resultados
positivos. Pero esa es, en sus grandes líneas, la
filosofía que ha animado a la mayoría de los grandes
empresarios, a sus organizaciones y a los gobiernos
de derecha. El avance o retroceso de esa corriente
ha determinado el retroceso o avance de los sectores
heridos por la adversidad.
Propagadores importantes del
neoliberalismo han sido organismos
internacionales como el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial. |
Propagadores importantes del neoliberalismo han sido
organismos internacionales como el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Mundial.
Y la realidad mundial indica que la conquista de la
libertad sindical y el trabajoso surgimiento de la
legislación laboral han sido posibles en las etapas
de desmoronamiento progresivo del liberalismo
económico, explica el profesor Barbagelata,
quien recuerda que a propósito del liberalismo
económico, Bernard Shaw, aludiendo a la
escuela de Manchester escribió que ella es quizás
“el peor de los múltiples dogmas racionalistas que
en el curso de la historia humana han conducido a
razonadores complacientes a defender y cometer
villanías que sublevarían a los criminales
profesionales”.
A lo largo de los años, los explotados (los que forjan en el
trabajo diario la abundancia ajena, más los
desocupados) han ido creando herramientas
(sindicatos, cooperativas, organizaciones
solidarias, partidos) como instrumentos de lucha
para el cambio. Pero importa observar el mundo tal
cual es, en toda su crudeza, para comprobar la
realidad del capitalismo. Para apuntar así (aún en
etapas como las del Uruguay de hoy) hacia una
sociedad en la que no exista la libertad de
explotar; en la que los derechos humanos, la
Declaración Universal (documento creado por los
burgueses pero que, como afirma José Saramago,
deberá llevar adelante la izquierda) dejen de ser
sólo progreso manuscrito para trazarnos como
objetivo una sociedad con socialismo y libertad.
Porque la historia enseña que no hay socialismo sin
libertad, como no hay libertad auténtica sin
socialismo.
Mirar la realidad capitalista condena al sistema. Para
superarlo será imprescindible abordar la acción
desde el ángulo de la pobreza, como proponen los
teólogos de la liberación. Como proponen también los
marxistas (Engels señaló que no se ve la
realidad de la misma manera desde una choza que
desde un palacio) y como se plantean todos los que,
sin proclamarse doctoralmente modernizadores de la
izquierda saben, a partir de Marx, que los
caminos de la redención pueden profundizarse
comprobando las verdades de quienes han denunciado
los mecanismos de la explotación capitalista.
|