En el caso de Nicaragua, además,
el deslave del volcán Casita, en el
tristemente famoso municipio de
Posoltega, arrasó con varias comunidades
que surgían en las laderas del volcán y
enterró a más de 2 mil personas que
habían escogido uno de los lugares más
peligrosos para sembrar y poder
sobrevivir.
Después del desastre, muy poca gente, y
mucho menos el gobierno de aquella
época, se preguntó por qué miles de
personas estaban viviendo en esos
terrenos ya fuertemente deforestados y
erosionados por las largas temporadas de
lluvia. Además, con el paso de los años
y terminada la conspicua ayuda
internacional que no cambió en nada la
situación de pobreza de la zona, sino
que enriqueció a unos pocos que supieron
aprovechar de la ocasión, los
sobrevivientes del Casita y de las zonas
aledañas volvieron a poblar nuevamente
los lugares del desastre. ¿Qué otra
opción tenían?
Igual situación se vivió en las Regiones
Autónomas del Atlántico Norte y Sur (RAAN
y RAAS) y en las riberas del Río
Coco, en la frontera con Honduras.
Tierras de poblaciones autóctonas –miskita,
rama, sumo y mayagna– y
afrodescendientes, históricamente
aisladas y olvidadas por los gobiernos y
las poblaciones del Pacífico.
En los años 80 el gobierno sandinista
impulsó la Ley de Autonomía de la Costa
Atlántica, se crearon instituciones
regionales autónomas del poder central,
pero fue sólo hace pocos años que se
reglamentó su funcionamiento y pudo
comenzar a ser operativa.
La Costa Atlántica, o Caribe, como
prefieren llamarla las poblaciones que
la habitan, goza de una enorme riqueza
en biodiversidad, madera preciosa, minas
de oro y pesca y hasta se dice que a
pocos kilómetros de su litoral norte,
zona en disputa con Honduras, hay
importantes yacimientos de petróleo.
Es justamente aquí que las poderosas
transnacionales han históricamente
explotado sus recursos, mientras las
poblaciones originarias siguen viviendo
en la absoluta miseria, incomunicadas,
en casas hechas de madera y techos de
hojas de palma o láminas de zinc. Sus
riquezas son exportadas hacia el
Pacífico o el exterior, mientras que la
Costa Caribe sigue aportando un gran
porcentaje al Presupuesto General de la
República a través de la explotación de
sus recursos.
Con el huracán Juana en 1988, el Mitch
en 1998 y el Beta en 2005, quedó
claramente demostrado que de estas
regiones se habla solamente cuando ponen
los muertos o por ser territorio
privilegiado para el narcotráfico.
Los niveles de pobreza y analfabetismo,
la explotación de los buzos miskitos
para la pesca de las langostas –ya son
centenares los que quedaron inválidos–
y el aislamiento de comunidades enteras
ya no son noticias para nadie, sino algo
que se considera natural en el marco de
un sistema político, económico y social
que ha colocado a Nicaragua entre
los países más pobres del continente, y
donde la brecha entre ricos y pobres se
hace cada día más grande.
Fue solamente en 2000, después del Mitch,
que el gobierno de Nicaragua
decidió crear el Sistema Nacional de
Prevención, Mitigación y Atención de
Desastres (SINAPRED), un
organismo que reúne todas las
instituciones y organizaciones
involucradas en ese tipo de eventos,
regulando su actuación.
Hay que destacar que, a pesar de una
partida presupuestaria muy carente, el
SINAPRED supo enfrentar con gran
profesionalismo y beligerancia los retos
que se le presentaron, y se destacó por
su entrega y profesionalismo, como acaba
de demostrar con el huracán Félix que
sacudió una vez más la Costa Caribe de
Nicaragua.
Ya transcurrida una semana desde que
Félix impactó en la Región Autónoma del
Atlántico Norte (RAAN), queda aún
más claro que los desastres naturales y
la pobreza son dos caras de la misma
moneda. Independientemente del número de
fallecidos, de las y los afectados, de
los daños que van a postrar aún más la
población caribeña, no hay duda de que
las condiciones en que vivía la mayoría
de la población fueron un elemento
fundamental para que el huracán pudiese
ensañarse sobre la población y las
débiles e insignificantes
infraestructuras.
Se necesita de un cambio de modelo
político, económico, social y sobre
todo, de un cambio moral, para que
paulatinamente Nicaragua entera
pueda resurgir.