¿Ha muerto de veras el general Augusto
Pinochet? Pese a que no cabe duda de que
su cuerpo, comprobadamente mortal, ya no
envilece con su respiración el aire de
mi país, temo que el dictador que
malgobernó Chile durante tantos años no
vaya nunca a extinguirse de esta tierra.
Para
exorcizarlo definitivamente hubiera sido necesario que concluyera
cada uno de los innumerables procesos por tortura y secuestro, por
robos y asesinatos, que se le seguían en los tribunales chilenos,
hubiera sido necesario que a Pinochet se le forzara a mirar, una
tras otra, las caras de los familiares de los hombres y mujeres que
hizo desaparecer, hubiera sido crucial que aliviase de alguna manera
mínima el irreparable y múltiple dolor que inflingió. Hubiera sido
necesario que se quedase solo en la muerte en vez de que un tercio
cómplice, recalcitrante y autoritario de la población chilena
llorara su partida y exigiera duelo nacional; tendría que haberse
quedado solitario y frío en la muerte, lamentado únicamente por sus
parientes más cercanos y sus amigos íntimos. Pero es tal el recelo y
la influencia que todavía genera este tirano supuestamente muerto,
ha torcido de tal manera el sentido común de la república y logrado
confundir de tal manera la ética de los políticos chilenos, que el
gobierno democrático decidió, en forma indigna y vergonzosa, que la
ministra de Defensa, Vivian Blanlot, asistiera oficialmente a los
ritos fúnebres. ¡Un gobierno presidido por una mujer, Michelle
Bachelet, a la que el general Pinochet encarceló y atormentó y a
cuyo padre hizo matar! ¡La ministra de Defensa de un Chile
democrático participando en un homenaje a un terrorista
internacional que hizo ultimar a los tres ministros de Defensa de
Salvador Allende, el hombre que asesinó a José Tohá en un calabozo
chileno y a Orlando Letelier en una calle en Washington y al ex
comandante en jefe del Ejército chileno Carlos Prats González, en
una desamparada avenida de Buenos Aires!
Y, sin embargo, a pesar de estos desconsolantes signos de la
permanencia y poderío del general más allá de la muerte, también
siento que algo ha cambiado categóricamente en mi país. Lo saben
miles y miles de chilenos que festejaron en forma espontánea la
noticia de la partida del general Pinochet de este mundo como si se
tratara, no de una extinción, sino de un alumbramiento. Danzando en
las calles de Santiago, ellos repetían una palabra incesantemente:
la palabra sombra. Se fue la sombra, decía un hombre y decía una
mujer sin haberse puesto de acuerdo, susurraban unos y otros y
todos. La sombra, la sombra, ya no cae la sombra de Pinochet sobre
nosotros. Como si los mil demonios de una plaga hubiesen sido
lavados del territorio nacional, como si entendiéramos que nunca más
el miedo, nunca más el helicóptero en la noche, nunca más la sombra
impura y poluta. Para estos celebrantes, la mayoría de ellos
jóvenes, algo se había quebrado para siempre en el momento en que
dejó de latir el corazón hosco e impenitente de Augusto Pinochet. Se
habían pasado la vida, nos hemos pasado la vida, imaginando este
momento, este día en que la oscuridad retrocede, este diciembre en
que queda un país limpio. Este instante en que ya no podremos culpar
al dictador de todo lo que va mal, todo lo que se enrosca, todo lo
que entristece y frustra. Este instante en que no tendremos ya nunca
más a Pinochet como horizonte perverso.
¿Ha muerto de veras el General? ¿Dejará alguna vez de contaminar
cada espejo esquizofrénico de la vida nacional? ¿Dejaremos de ser
alguna vez un país dividido? ¿Acaso tendrá razón aquella madre
futura, encinta de siete meses, que saltaba de alegría en el centro
de Santiago cuando proclamó a los cuatro vientos que ahora todo iba
a ser diferente, porque su hijo iba a nacer en un Chile sin
Pinochet?
La batalla por el alma de mi país recién comienza.
Ariel Dorfman
Página 12