El ex dictador Augusto Pinochet logró muchas de las cosas que
se propuso, pero al morir por causas
naturales en un lecho de hospital,
anciano, rodeado por sus seres queridos
y con un club de fans -menguado, pero
presente al fin- llorándolo en las
calles, seguramente cumplió el último y
más macabro de sus sueños.
Otros artículos reseñados en este espacio proporcionan los
datos y detalles de las últimas semanas
de su vida, de los centenares de
denuncias por asesinatos,
desapariciones, tortura y otras
violaciones a los derechos humanos y
varios procesamientos que tenía
pendientes. También informan sobre su
sórdida fortuna, amasada con sangre,
robos, tráfico de armas y de droga,
aumentada con pagos apenas encubiertos
por su servilismo con las grandes
potencias mundiales, por sus traiciones
a su pueblo y a sus vecinos.
La “timidez” de la justicia chilena en este caso deja hoy un
repugnante gusto amargo en la boca de
todos y todas. Una timidez que contrasta
con la enérgica actitud exhibida en
otros casos, como el que involucra a
tres militares uruguayos que cumpliendo
una orden de Pinochet mantuvieron
secuestrado en Uruguay, ya en
democracia, al químico Eugenio Berríos,
cuyo cadáver fuera hallado luego
enterrado en la costa uruguaya. Esto
tres militares fueron extraditados a
Chile donde se encuentran procesados y
en libertad vigilada sin permiso para
abandonar el país. El “general”, sin
embargo, siguió riendo.
Pinochet no fue una aparición demoníaca, sino el fruto más
afinado de un ejército moldeado desde
siempre en las más puras y duras
tradiciones prusianas, condimentadas con
fuertes dosis de nazismo y de
fundamentalismo católico. Pinochet, su
régimen, transformó a Chile en un
gigantesco laboratorio donde se
aplicaron las teorías indecentes de los
Chicago Boys. Los economistas de la
muerte encontraron un perfecto brazo
ejecutor en el carnicero de Santiago.
Cuando se terminó la cacería humana por
invisibilidad de los opositores, se
asentó un neoliberalismo al rojo vivo
que echó las bases de un modelo
económico que, con algunas variantes,
perdura hasta la actualidad.
Pinochet llegó a caballo de la Guerra Fría y con las alforjas
cargadas de balas por la ITT Corporation;
su misión era reducir a cenizas a uno de
los pueblos que, en aquel momento,
estaba entre los más organizados y
políticamente activos y conscientes de
América Latina. La crueldad, la
bestialidad de la represión fue
proporcional al miedo que estas
organizaciones populares provocaban en
los poderosos locales y globales.
Para los y las trabajadoras, además de la represión política
se desató la represión laboral. Nada de
sindicatos, ni hablar de derechos
laborales, basta de convenios
colectivos, el salario se parecerá mucho
a una limosna, y al que asome la cabeza:
plomo. El “modelo chileno” no sólo se
implantó sobre 30 mil desaparecidos,
sino también sobre un pueblo sofocado,
amenazado, vigilado, perseguido y
hambreado.
Pinochet y sus secuaces fueron más lejos que nadie en la
construcción de un régimen sin límites
para el empresariado. Las
transnacionales no demoraron en percibir
las enormes ventajas otorgadas por ese
complejo militar nacional que se
comportaba como un ejército de ocupación
y se instalaron allí con gran pompa.
Gran parte de las bases de ese sistema
permanece intacta. La impunidad política
y jurídica que lograron Pinochet y los
sectores sociales que lo promovieron y
se beneficiaron de su felonía obliga a
observar el futuro de Chile con mucha
atención. Una pulseada determinante para
la identidad del pueblo chileno
comenzará seguramente pronto, mientras
aún resuenen los ecos de la muerte del
asesino, una lucha que enfrentará a la
sociedad chilena al dilema de definir el
lugar que Pinochet –y todo lo que
simboliza- ocupará en la historia de ese
país. Una tarea que, de manera
simétrica, terminará ubicando en esas
mismas páginas a la contracara
humanizante y democratizadora del Chile
que simbolizó –y aún simboliza- Salvador
Allende.
sección especial
Chile 1973-2003
A treinta años
del golpe de Estado
|
Los indicios no son promisorios, no sólo en Chile, también en
Argentina, por ejemplo, donde debe
preocupar enormemente la reciente
desaparición aún inexplicada de Julio
López, testigo clave en juicios contra
el genocida Echecolatz, y la incesante
campaña de amenazas e intimidaciones que
vienen sufriendo notorios militantes por
los derechos humanos en ese país, muchos
de ellos sobrevivientes de los campos de
exterminio de la “guerra sucia”. En
Brasil, desde hace varios años el
presidente Lula continúa sin responder
el pedido de organismos de defensa de
los derechos humanos de que abra los
archivos militares para que el pueblo
conozca la verdadera historia de la
dictadura brasileña, otro régimen
militar portador de un modelo económico
–el “milagro brasileño”- que precedió al
implantado por Pinochet y que, en muchos
aspectos, lo preanunciaba.
En Uruguay, en tanto, la justicia mantiene procesados y en
prisión a varios de los más notorios
militares y policías acusados de
comandar la represión en el marco del
Plan Cóndor –otro invento del carnicero
de Santiago-, así como al ex dictador
Juan María Bordaberry y a su Canciller,
Juan Carlos Blanco. Estas acciones de la
justicia uruguaya representan un claro
paso adelante en la búsqueda de la
justicia, aún trabada por la Ley de
Caducidad cuya anulación está siendo
promovida por importantes sectores
sociales, campaña que integra y apoya la
Rel-UITA. No obstante, falta aún darle
vigencia a la primer parte de la
consigna por tantos años defendida por
la izquierda ahora en el gobierno:
verdad. Las informaciones proporcionadas
por los militares sobre el destino final
de los desaparecidos han sido
notoriamente operaciones de
desinformación, y los archivos militares
también son resguardados en las sombras
de los bien custodiados cuarteles.
La muerte de
Pinochet
debe llamarnos a la reflexión sobre las
poderosas consecuencias que dejaron las
dictaduras militares en las sociedades
latinoamericanas, deben impulsarnos al
rastreo, análisis y exhibición de las
huellas de la impunidad, debe
actualizarnos el compromiso de
mantenernos en lucha permanente por una
democracia con justicia social, con
memoria, con justicia para todos y con
dignidad.
¡Que nadie olvide al carnicero de Santiago… y que nadie le
vuelva a temer!
Gerardo Iglesias y Carlos
Amorín
© Rel-UITA
11 de diciembre de 2006
Foto: jurist.law.pitt.edu