Barak Obama
ya es el presidente de
Estados Unidos.
Sin perder de vista las
imprescindibles y
obligatorias
prevenciones que cualquier
latinoamericano tiene -debe
tener- al
observar a un personaje como
este, resulta interesante
analizar
el contenido del discurso
que, a pie firme y sin
vacilaciones, brindó
luego
de haber asumido el cargo.
Discrepando con quienes
aseguran que Obama no
dijo gran cosa
en esa alocución, que “se
esperaba algo más” sin que
se sepa
exactamente a qué se hace
referencia, creo que en la
pieza
oratoria es posible hallar
claras y fuertes señales de
las
ideas y propósitos que
Obama pretendería
insuflarle
a su gobierno.
Por comparación con el
lenguaje al que su
predecesor
-prefiero no nombrarlo- nos
tenía acostumbrados,
Obama no uso ni una
sola vez los términos
“terrorismo”
o “terroristas”, sino que se
refirió a “una red
de
violencia y odio de gran
alcance”. Obviamente,
se trata de una opción en el
estilo de
comunicación, pero quizás
también el anuncio
de un contenido novedoso.
Más adelante
enfatizó en que “hemos
escogido la
esperanza por encima del
miedo, el
propósito común por encima
del conflicto
y
la discordia. Hoy venimos a
proclamar el
fin
de las disputas mezquinas y
las falsas promesas, las
recriminaciones y los
dogmas gastados que durante
tanto tiempo han sofocado
nuestra política”, y
agregó luego: “ha llegado
la hora de dejar a un lado
las cosas infantiles”. |
Me gustaría poder entender estas
frases como una condena a la raíz
egoísta y codiciosa, primitiva,
cruel inmoral y destructiva de los
intereses que gobernaron Estados
Unidos en los últimos años. Pero
soy latinoamericano, y el instinto
de supervivencia me advierte que no
debo dar por cierto mi deseo.
Caracterizando la coyuntura
económica y financiera de su país,
el primer mandatario dijo: “Nuestra
economía se ha debilitado
enormemente, como consecuencia de
la codicia y la irresponsabilidad de
algunos, pero también por nuestra
incapacidad colectiva de tomar
decisiones difíciles y preparar a la
nación para una nueva era”.
Es posible que con estas palabras
haya aludido al neoliberalismo
salvaje que campea en el planeta
reclamando su cuota de miseria y
muerte, de violencia social, y
también a la tendencia de las
sociedades opulentas a regocijarse
en la abundancia hasta bien entrada
su decadencia, sin querer mirar ni
por un instante las consecuencias
del despilfarro. Pero soy
latinoamericano, y la historia me
enseña que Estados Unidos
construyó y defiende a sangre y
fuego las cadenas de dependencia y
expoliación que caracterizan nuestra
relación política, económica,
cultural y militar.
Más adelante aclaró que no abdica de
su fe capitalista: “Tampoco
nos planteamos si el mercado es una
fuerza positiva o negativa. Su
capacidad de generar riqueza y
extender la libertad no tiene igual”,
pero a continuación especificó
cuáles son los límites que él cree
legítimos dentro de este sistema: “Esta
crisis nos ha recordado que, sin un
ojo atento, el mercado puede
descontrolarse, y que un país no
puede prosperar durante mucho tiempo
cuando sólo favorece a los que ya
son prósperos. El éxito de nuestra
economía ha dependido siempre, no
sólo del tamaño de nuestro producto
interno bruto, sino del alcance de
nuestra prosperidad, de nuestra
capacidad de ofrecer oportunidades a
todas las personas, no por caridad,
sino porque es la vía más firme
hacia nuestro bien común”. “La
pregunta que nos hacemos hoy
–expresó serenamente- no es si
nuestro gobierno interviene
demasiado o demasiado poco, sino si
sirve de algo: si ayuda a las
familias a encontrar trabajo con un
sueldo decente, una sanidad que
puedan pagar, una jubilación digna”.
Sin duda, son estas algunas de las
palabras que muchos queríamos
escuchar alguna vez en la boca de un
presidente de Estados Unidos,
porque parece ser el pensamiento de
alguien que no cree en el dogma de
que el mercado por sí mismo crea
riqueza generalizada, y que no está
preocupado en etiquetar la acción
del Estado en “liberal” o
“intervencionista”, sino en calibrar
la prosperidad de una sociedad por
la dignidad y calidad de vida de su
gente. Es una visión que coloca al
ser humano en el centro de las
preocupaciones políticas y
económicas. Pero soy
latinoamericano, y no puedo acallar
en mi conciencia las voces de tantos
y tantas que lucharon, que luchan,
que padecen o que ya no están como
consecuencia del terrorismo de
Estado, antesala obligatoria para la
imposición del libremercadismo y el
neoliberalismo a ultranza. Esas
voces que susurran: “¡Cuidado! Es el
discurso que todos quieren oír.
¡Desconfía!”.
Haciendo luego referencia a la
defensa estratégica, expresó con
total claridad que pretende oponerse
a la premisa de que “el fin
justifica los medios”, aplicada por
su predecesor para justificar la
tortura y demás violaciones a los
derechos humanos en las que
incurrieron las Fuerzas Armadas y
demás organismos de seguridad
estadounidenses. “En cuanto a
nuestra defensa común, rechazamos
como falso que haya que elegir entre
nuestra seguridad y nuestros
ideales. Nuestros Padres
Fundadores, enfrentados a peligros
que apenas podemos imaginar,
elaboraron una carta que garantizase
el imperio de la ley y los derechos
humanos, una carta que se ha
perfeccionado con la sangre de
generaciones. Esos ideales siguen
iluminando el mundo, y no vamos a
renunciar a ellos por conveniencia.
Por eso, a todos los demás pueblos y
gobiernos que hoy nos contemplan,
desde las mayores capitales hasta la
pequeña aldea en la que nació mi
padre, os digo: sabed que Estados
Unidos es amigo de todas las
naciones y todos los hombres,
mujeres y niños que buscan paz y
dignidad, y que estamos dispuestos a
asumir de nuevo el liderazgo”.
¿Qué más querría uno? Si el gigantón
del barrio dejara de mostrar los
dientes y los puños y cesara de
arrebatarnos la pelota, la merienda
y hasta las moneditas de los
bolsillos todos seríamos felices.
¿Quién no querría ser amigo de
alguien muy, muy poderoso, y a la
vez justo, bondadoso, solidario,
amigable, simpático y generoso? Lo
que no suena armonioso es que
alguien así se arrogue el papel de
“liderazgo” sin que nadie se lo
otorgue, y mucho menos que lo haga
“de nuevo”, porque cuando lo hizo
antes sólo ha causado desastres.
Claro, mirado todo desde
Latinoamérica.
Tuvo un párrafo dedicado a nosotros,
los “negros” del mundo, cuando dijo
“A los habitantes de los países
pobres: nos comprometemos a trabajar
a vuestro lado para conseguir que
vuestras granjas florezcan y que
fluyan aguas potables; para dar de
comer a los cuerpos desnutridos y
saciar las mentes sedientas”.
¿Obama no sabe que
nuestras granjas ya no florecen
porque están ocupadas con soja,
palma aceitera, eucaliptos, caña de
azúcar y otros monocultivos
agroindustriales mayormente
destinados a la exportación, y casi
todos consumidores de las semillas
transgénicas provenientes de su
país? Debería saberlo. Y si no,
deberíamos explicárselo. Podemos
mostrarle las estadísticas de
cualquier país latinoamericano
referidas a la terrible despoblación
rural de los últimos años. Y no es
porque nos falte agua potable,
espíritu de sacrificio o contracción
al trabajo, sino por el sistema
neoliberal de producir en el campo.
Aquel cuyo padre “no hace ni 60
años, quizá no le habrían atendido
en un restaurante local”, dijo
que es hora de ocuparse del
ambiente, que no se deben usar
irresponsablemente los recursos
naturales del mundo, que no se puede
ser ilimitadamente rico e impune,
que tiene la mano abierta para
quien, entre los enemigos, decida
abrir el puño, y exaltó los valores
morales de “esfuerzo, honradez,
el coraje y el juego limpio, la
tolerancia y la curiosidad, la
lealtad y el patriotismo”,
incitando a su pueblo a
regresar a ellos, a asumir las
responsabilidades y obligaciones
hacia los otros, hacia el mundo, una
“entidad” que siempre parece alejada
de la mayoría de los
estadounidenses.
Soy latinoamericano, y nada sería
mejor que convivir en una región con
países que, como el invocado como
propio por Obama, sean
prósperos, defiendan la igualdad
entres sus ciudadanos y den
oportunidades en condiciones de
equidad. No discrepamos en los
sueños, ni en los valores, ni en el
espíritu de trabajo y cooperación,
en la voluntad de transparencia, de
diversidad. Queremos compartir mucho
más la esperanza, la libertad y los
derechos humanos que el miedo, y
estamos preparados para enfrentar la
diversidad, los adversarios y hasta
a los enemigos, como lo demuestra
nuestra historia.
Siendo así, ya sería tiempo de que
un presidente de Estados Unidos
viera a esta parte de América
Latina, esta parte que se parece
a “los padres fundadores” de su
nación porque es la que lucha
inclaudicablemente por llevar a la
práctica política y social valores
que mucho tienen en común con los
que cimentaron el imaginario de la
sociedad estadounidense. Y por el
contrario, sería tiempo de que
dejara de extenderles la mano –y en
muchos casos la alfombra roja- a los
sátrapas y ladinos latinoamericanos
que traicionan a sus pueblos a
cambio de sórdidos privilegios.
Por eso, siguiendo los consejos del
presidente, apelando a nuestra
historia y a nuestros ancestros, a
los padres y madres fundadores y
fundadoras de nuestra conciencia, a
los valores constitutivos de nuestra
identidad en la diversidad, a la
memoria de los incontables fracasos
en nuestra lucha justa y necesaria,
a la modestia en las victorias y a
la capacidad creadora de nuestras
razas, a la riqueza de nuestra
tierras, aguas y culturas, a la
variedad de nuestras lenguas,
religiones y creencias, incluso
contemplando la pluralidad de
pensamiento y de opinión, orgullosos
de nuestras ciencias y saberes y
respetuosos de los misterios que
–desde aquí se ve muy claro-
sustentan nuestra existencia,
decimos que desde hace muchos años
nosotros también creemos más en la
esperanza que en el miedo, y que
nuestra decisión por alcanzar una
nueva era, un nuevo mundo, nos lleva
a proclamar que creemos y sabemos
que… sí, podemos.
Sólo falta que usted, presidente
Obama, también lo crea y lo
acepte.