La tierra representa,
quizá mejor que ningún otro bien, la desigualdad en las
oportunidades, la injusta distribución de las riquezas de
nuestro mundo.
De los 3.048 millones
de hectáreas de tierras emergidas del Planeta, sólo el 11% es
terreno cultivable. La distribución entre los continentes es
bastante igualitaria, pero la propiedad está muy mal repartida.
Una cantidad cada vez mayor de tierra es propiedad de un número
muy reducido de personas, mientras que las grandes mayorías
poseen cada vez menos tierra y de muy baja calidad.
Este injusto reparto
es una de las principales causas de la pobreza rural que afecta
a más de 1.000 millones de campesinos de nuestro mundo. El
difícil acceso a las tierras también genera el hambre de 840
millones de personas que no pueden acceder a unos alimentos que
se producen pensando en el mercado internacional y no en las
necesidades de la población local. La distribución actual de la
tierra tiene implicaciones más allá de lo económico: creciente
emigración a las grandes urbes, marginación, e incluso
eliminación física de minorías étnicas y un deterioro ambiental
enorme, sobre todo en deforestación.
Parece obvio que una
reforma agraria a fondo sería la respuesta adecuada. Pero el
reparto sin más de tierras, sin tener en cuenta otros factores,
se ha demostrado que no impulsa el desarrollo. Es un error
pensar que consiste solamente en expropiar grandes latifundios,
dividir las tierras en parcelas compatibles con la capacidad
laboral de cada familia y repartir a los beneficiarios unos
títulos de propiedad.
Para poner en marcha
una reforma agraria que responda a los graves problemas
económicos y sociales del sector agrícola de los países pobres,
asegurar el reparto a las tierras no debe ser más que una
primera parte del programa. Después hay que prever medidas que
permitan acceder a los factores de producción y a las
infraestructuras para una mejora continua de la productividad y
de la comercialización de sus productos. Hay que prever el
acceso a los servicios sociales que mejoran la calidad de vida y
la capacidad de autopromocíón de las personas. Para que la
reforma agraria sea un éxito, las políticas nacionales y las de
los organismos internacionales deberán ser totalmente coherentes
con ella.
La investigación
resulta fundamental para alcanzar tres objetivos esenciales: la
oferta de tecnologías apropiadas, el incremento de la producción
y la protección del medio ambiente. Además, es necesario
fomentar las infraestructuras rurales, pues una agricultura en
desarrollo conlleva una demanda creciente de energía,
carreteras, telecomunicaciones y suministro de agua para riego.
Por otro lado, a
quienes reciben la tierra se les debe garantizar la posibilidad
de disponer de modernos factores de producción a precios
razonables. Por lo general, los beneficiarios deben recurrir al
crédito con elevados costes. Sería conveniente pues, fomentar
las iniciativas de creación de bancos locales en cooperativa.
Los programas de
reforma agraria deben prever fuertes inversiones en servicios
como sanidad, enseñanza, transportes públicos y abastecimiento
de agua potable en las áreas rurales. Sus posibilidades de
desarrollo están limitadas por la escasa capacidad que tienen
estos pueblos de influir en las decisiones políticas y por el
hecho de que la imposición fiscal, que debería gravar a los
latifundios aún está pendiente.
En estos países, las
mujeres son las que desempeñan más de la mitad del trabajo en el
sector de la agricultura, además recae sobre ellas la
responsabilidad de la producción de alimentos para la familia.
Sin embargo, están marginadas por formas graves de injusticia
económica y social. Para que los programas de reforma agraria
tengan éxito, habría que garantizar a la mujer el derecho a la
tierra, la atención de los servicios de asistencia técnica, una
instrucción escolar más amplia y de mayor calidad y un acceso al
crédito más fácil.
En los programas de
reforma agraria se debe prestar atención al papel decisivo
desempeñado por la cooperación, puesto que apoya el despegue y
el desarrollo de las empresas agrícolas nacidas de la
redistribución de las tierras. Es difícil que estas empresas
dispongan de los principales factores de producción, de los que
a menudo no existe un mercado en el ámbito local o tienen
precios muy altos.
A través de la reforma
agraria se deben encontrar procedimientos que permitan encarar
el problema de la devolución de las tierras a los pueblos
indígenas que las ocupaban anteriormente, sobre todo de las
tierras arrebatadas, incluso recientemente, con violencia y
discriminaciones. La reforma debe facilitarles unas condiciones
equivalentes a las que disfrutan los demás sectores de la
población.
El compromiso que se
pide al Estado es muy importante porque conlleva la modificación
de organismos, de instituciones y de normas que a menudo se
encuentran a la base de la organización política, económica y
social. Habría que revisar el marco jurídico que regula el
derecho a la propiedad; las políticas y leyes que tutelan los
derechos fundamentales; favorecer la descentralización
administrativa y fomentar la participación activa de las
comunidades locales; y armonizar las políticas macroeconómicas.
La reforma agraria,
como instrumento de una agricultura en desarrollo, implica
directamente competencias y responsabilidades de muchas
organizaciones internacionales. La reducción de la deuda
externa, conlleva en los países pobres graves deterioros de los
servicios públicos como enseñanza y salud. Y por último, la
reforma agraria exige que las organizaciones encargadas de
promover el comercio internacional presten una atención
particular a las relaciones existentes entre políticas
comerciales, distribución de la renta y satisfacción de las
necesidades básicas de las familias.
Autor:
Miguel Ángel Sánchez
ONG Justicia y Paz
Centro de Colaboraciones Solidarias
4 de agosto de 2000
más información
|