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Eduardo Galeano y las biotecnologías (V)

Fideísmo científico

O cómo el hombre tropieza con las piedras

Luis E Sabini Fernández

Cuando estábamos esperando a quien iba a ser mi tercer hijo, después de muchos años en Suecia y con la experiencia de un parto previo allí y el conocimiento de las técnicas que se empleaban, los progenitores decidimos plantearle a la partera que aceptábamos toda la aparatología existente en partos, en caso de emergencia pero no como rutina. La partera quedó desconcertada y le insistimos en que agradecíamos los controles clásicos, por ejemplo a través de la trompetilla con que se ausculta la panza, al menos en tanto el parto se presentara como normal. Afortunadamente estuvimos con esta partera las dos o tres primeras horas y las restantes fueron compartidas con el relevo que aplaudió nuestra decisión. Pero cuando todavía estábamos en las primeras horas, la partera volvió un par de veces a cumplir tareas preparatorias. Recuerdo que se acercó y con aspavientos gestuales muy infrecuentes en suecos, me espetó a través de sucesivas oraciones unimembres: sangre, dedo rande, control, ¿pedo?; termómeto, medir, ¿pedo?

El pater familias de la tribu asiática o americana a quien se dirigía la técnica -era yo- asentía en cada caso. Pero no dejaba de pensar que la sueca, eurocentrada al cien por ciento, cargada de prejuicios apoyados en "la ciencia", caía en el error de creer que nuestra oposición al uso de sistemas electrónicos conectados con electrodos a la cabecita del que o de la que "se venía", o el uso de microondas registrables en pantalla, se debía a primitivismo mental, atraso, ignorancia, y no a una posición matizada respecto de las bondades de lo tecnológico.

Pese a la impresión que trasmite el título del abordaje que Rodolfo Wettstein hace de la biogenética y sus proyecciones, "Ni en la era Frankenstein ni en la de Superman" (BRECHA, 12-IV-01), como ajeno a todo maniqueísmo, la lectura de sus consideraciones me hacen pensar en un Pangloss redivivo, sólo que no bajo la máscara ridícula de optimismo afiebrado y contumaz con que lo revistió Voltaire sino a través de un panglossismo de gesto mesurado con fuerte impronta didáctica.

RW se siente obligado -o considera método digno de aproximación a la cuestión de adónde nos lleva la biogenética y su incorporación a la producción industrial y a la alimentación- a hacer una serie de llamativos deslindes.

Deslindes sobre antibióticos, luddismo, robotización, alimentos, que me hacen acordar a la partera, que si algo no lució con su postura "de avanzada" fue sabiduría.

Me parece una simplificación inaceptable la de creer que quienes critican desarrollos tecnológicos o incluso avances científicos, tienen que ser ignorantes o retardatarios religiosos.

Me hace sentir vergüenza ajena leer que alguien nos apostrofe sobre que "entre nuestras características está la curiosidad ". ¿Cree RW que no lo sabía yo o los otros lectores que ha tenido, que no lo sabía el admirado/impugnado Galeano? Si ha usado estos alegatos como meros ejercicios argumentales, ¿fue para hacer notar el abismo de incultura e indolencia intelectual en que se encuentra quien sea su contendiente?

Este rasgo de didacticismo no ha sido, lamentablemente, exclusivo de RW sino que caracteriza también la otra "andanada mayor" sobre "Eduardo Galeano y la biotecnología" de Lisette Gorfinkiel (BRECHA, 23-III-01). En este caso se expresa en el empeño de precisar términos, algo que es intelectualmente saludable, porque ayuda a pensar mejor. Pero de poco sirve si pasa por alto las preocupaciones planteadas (aun cuando LG coincida con el texto criticado en el cuestionamiento "a cambiar los genes de las generaciones venideras").

Pero el texto de RW, así como el de LG, me llaman la atención, no tanto por lo que dicen sino por lo que no necesitan decir.

Creo advertir una confusión inexcusable o al menos un tratamiento indiferenciado entre ciencia y tecnología. Cuando se trata de dos actividades humanas, aunque muy emparentadas, realmente distintas (que incluso la fuente de ambas actividades esté más unificada que nunca no simplifica la cuestión, en todo caso la complica, como cuestión de poder, en términos baconianos).

El premio Nobel César Milstein, en un reportaje hecho por el suscrito (Página 12, Buenos Aires, 10-VIII-91), contestaba a la pregunta de si no había una pérdida de independencia de la ciencia a manos de la tecnología, es decir a manos de los titulares del poder tecnológico, donde entran en juego factores extracientíficos:

"Sí, todos estos factores externos tienen gran importancia -gobiernos, dinero- en la ciencia. Pero no en la ciencia como tal. No influyen, no pueden influir en los resultados de la elaboración científica. Esos factores pueden influir, en cambio, en el mayor o menor crecimiento de las diversas ramas de la ciencia o incluso dentro de una determinada rama."

Milstein expone claramente los condicionamientos "externos". Que pueden hacer florecer o languidecer desarrollos científicos. Ese abecé acerca de las actividades humanas y sus condicionamientos parecen ajenos a RW y LG. Las dimensiones política, económica, institucional, claman por su ausencia. Como si la actividad científica (y tecnológica) se moviera en un mundo incondicionado.

Escribe muy segura de sí LG: "La preocupación en torno al uso de organismos transgénicos está centrada fundamentalmente en riesgos para la salud y riesgos ambientales". LG no parece advertir que la frase es profundamente cierta pero no con los contenidos que ella le atribuye. Se le quedan en el tintero las dimensiones políticas y económicas que tiene la invasión de alimentos transgénicos. Piensa en efectos alergénicos ("riesgos para la salud") o en supermalezas ("riesgos ambientales") y un etcétera preocupantemente abierto.

Los aspectos que LG menciona encierran, por cierto, interrogantes. Los que olvida encierran una realidad de una inmediatez y un peligro brutalmente decisivos. Así, la "economía de escala" que requiere el uso de organismos genéticamente modificados (ogm) implica acentuar la expulsión del mundo rural de nuevas capas de campesinos y trabajadores, que arrinconados en los suburbios de ciudades deficientes, tendrán que enfrentar nuevos riesgos para la salud. Y esa misma "economía de escala" monocultora, atentará aun más contra la biodiversidad, ya muy amenazada con otros desarrollos tecnocientíficos previos como "la revolución verde". ¡Vaya si habrá "riesgos ambientales" sin llegar a hablar de los que LG aludía!

Un solo ejemplo: Argentina es el segundo exportador mundial de ogm. Se acaban de sobrepasar los diez millones de hectáreas así sembradas (90 por ciento largo en soja RR). El país ha cambiado totalmente su perfil productivo de ganadero y cerealero a oleaginoso. Se planta ogm desde hace siete u ocho años. Y bien: los primeros proyectos de ley sobre ogm (no existe ninguna ley aprobada) son de 1999. Proyectos todavía en danza. La realidad jurídica, institucional, corre tan atrás de la realidad económica, empresaria, que el país ha sido remodelado (pensemos en las dimensiones del país), sin la menor participación de los decisores oficiales, los "representantes del pueblo". Ha sido el mundo empresarial (no nacional sino trasnacional, es decir, en buen romance, made in usa) el que ha reconfigurado de facto al país. ¿Tiene importancia la política de hechos consumados de Monsanto y compañía?

En el caso de RW la omisión que acabamos de rastrear en LG se salva de la peor manera que conocemos: las dimensiones político-institucionales están dadas por buenas. Aquí vemos aquel panglossismo en pleno despliegue.

Nos enteramos de que "hasta hace menos de cien años, zonas muy grandes del planeta sufrían hambrunas que mataban cientos de millones de personas, información que no siempre llegaba al resto del planeta". ¿Qué nos quiere decir RW? Le recomiendo que lea a Frances Moore Lappé (L'industrie de la faim), que revisó todos los años de hambrunas en la India a lo largo del siglo xix, durante el tiempo de la India como colonia de "Su Majestad", y comprobó que tales hambrunas coinciden en el tiempo con las mejores cosechas (sic). Las hambrunas que mataban a veces a millones de indios eran producidas políticamente, por el trasiego de sus excelentes granos a Europa o a otras colonias del Commonwealth, que no era al parecer ni tan common ni tan wealth (abundante, próspero; lo contrario de miseria y escasez).

Las estadísticas del insospechable pnuma registran más humanos con hambre en la actualidad que nunca antes. Para "remanentes", como menciona el relato rosa de RW, parecen un poco demasiado. (Por cierto que se carece de estadísticas confiables por lo cual resulta muy difícil aceptar o negar la afirmación de que "hasta hace menos de cien años (...) las hambrunas mataban cientos de millones de personas"; por otra parte, hay que ponderar que la población humana mundial jamás ha sido tan grande como en la actualidad, con lo cual a igual cantidad de seres humanos afectados, el porcentaje actual es menor.)

En los últimos cincuenta años se ha producido un genocidio silencioso, sistemático y oculto, que ha recaído sobre los braceros del campo, sobre los peones rurales: la dosificación de "fitomejoradores" sobre los campos mata en el mundo a cientos de miles de trabajadores por año. Claro que esa mortandad escalofriante tal vez se entienda mejor si llamamos a los fitomejoradores con una denominación más realista y apropiada: agrotóxicos. Todas estas muertes son asordinadas por las compañías productoras de tales productos (que son el nervio motor de "la revolución verde" y, a propósito, también de la mal llamada "revolución biotecnológica", es decir la ingeniería genética aplicada a cultivos).

Sería una buena cuestión ética evaluar si estamos mejor en los últimos cincuenta años o "hace más de cien". Otra cuestión ética a dilucidar es si estábamos peor cuando la "información (...) no siempre llegaba al resto del planeta" o ahora, en que la información llega abundantemente a prácticamente todo el planeta, mezclada con propaganda de desodorantes, publicidades de autos último modelo y recuentos de los últimos éxitos musicales o deportivos, y que así como nos entra por una oreja nos sale por la otra. ¿Cuándo oíamos u oímos menos?

La pertinaz actitud de RW en identificar lo político, lo institucional, lo establecido como lo bueno, sobre lo cual el conocimiento científico despliega su vuelo, lo lleva a sostener muy orondo que podemos estar tranquilos con los controles sobre los alimentos transgénicos porque "Esta evaluación no proviene de las multinacionales interesadas directamente en el mercado sino de los organismos especializados (como la fda de Estados Unidos) ".

Antes de estampar semejante argumento de autoridad, RW debería informarse de la realidad político-institucional que invoca. Si algo ha sido cuestionado en los últimos años, y con razón, es el comportamiento presuntamente atado a criterios científicos de la fda (Food and Drug Administration, Administración de Alimentos y Medicamentos; órgano federal de máximo nivel en Estados Unidos para el control y la aprobación de alimentos y medicamentos).

La Alianza pro Biointegridad, constituida por organismos de derechos humanos, iglesias, organizaciones ecologistas, agrupaciones políticas en Estados Unidos, demandó a mediados de 1999 a la fda por su aprobación de los alimentos transgénicos. Por la demanda judicialmente abierta tuvieron acceso a 44 mil folios internos de la fda sobre el tema, que abarcan prácticamente a toda la década del 90. Y su lectura ha deparado más de una sorpresa, como que muchos técnicos de la fda se expidieron contra la aprobación lisa y llana de los ogm, se quejaron de criterios (como el de "equivalencia sustancial") para aprobarlos y tuvieron reparos tecnocientíficos de muy diverso orden. Los "eventos transgénicos" fueron aprobados así por la dirección política de la fda que dejó de lado muchas observaciones y objeciones de sus asesores técnicos y científicos.

El apoyo que se busca tan a menudo en la fda para llevar adelante este tipo de producción es lastimosamente pobre o falaz porque presupone fundamentos que han brillado por su ausencia ab ovo. El Frankenstein de la comida está allí, todavía irresuelto aunque ominoso, pero el Frankenstein político-institucional parece que funciona "maravillosamente". Y su impunidad corre pareja con su invisibilidad.

Si algo está caracterizando el momento histórico que vivimos, con el conocimiento cada vez más privatizado (y militarizado), con la confluencia creciente entre poder económico, informacional, tecnológico y ¿por qué no? poder científico, es nuestra imposibilidad de seguir confiando, como en los albores de la Ilustración y el industrialismo, en el Progreso que se escribía con mayúscula y se lo veía por delante de la humanidad. El progreso ahora está entre nos y, en muchos casos, ya constituye un temible pasado.

¿Cómo aceptar entonces el optimismo "ingenuo" con que RW cierra su nota -"Seamos entonces finalmente optimistas (...), el resultado, la tendencia final, será siempre tan buena o mejor de lo que ha sido hasta ahora"- cuando estamos hablando de ogm que se han incorporado al mercado y a nuestras vidas por la sola decisión de empresas todo menos confiables (son las responsables de una contaminación planetaria que hoy sobrecoge incluso a sus propios titulares)? Se trata, además, de una frase o loa que se me ocurre impublicable en continentes como Africa. El nudo fuerte del rechazo, empero, pasa por otro lado, rigurosamente epistemológico: entiendo que el desarrollo tecnológico y científico es un instrumento a la vez deseable y temible. A la vez: al tiempo que nos habilita para despliegues cada vez mejores, en el cuidado de la vida humana (y de la vida en general), en los avances para entender dolencias y problemas, en la socialización creciente de los elementos de cultura, que produce todo lo que defienden LG y RW, a la vez se amplían las posibilidades de daño, de manipulación; a través de la información, de la regimentación cultural en la cual estamos crecientemente metidos (ya nos decía Tocqueville que dos campesinos franceses del siglo xviii eran más diferentes entre sí que todos los citadinos entre sí; ¿qué decir de nosotros en culturas cada vez más homogeneizadas?), de pérdida de biodiversidad en la naturaleza y el inevitable efecto de rebote que irá teniendo sobre nuestras vidas.

Por eso el didacticismo de biólogos moleculares o bioquímicos y demás científicos está penosamente fuera de lugar. Golpeando puertas abiertas de par en par, pero sin visualizar las condiciones reales, de la realidad, en que se procesan los avances, reales o presuntos.

La ciencia y la técnica ya no pueden ser consideradas como panaceas. Demasiadas "aplicaciones científicas" han devastado regiones del planeta y civilizaciones. La ciencia y la técnica son a la vez -dialécticamente querrán decir algunos- lo bueno y lo malo, lo deseable y lo temible, ante lo que tenemos que emplear a fondo nuestro discernimiento. "Desconfiemos del futuro; no es más que el pasado en gestación."

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