Las góndolas piensan

 

¿Qué puede ser más esencial para la supervivencia y el desarrollo de los seres humanos que los alimentos? Desde hace cien mil años, cuando presumiblemente se inició la evolución hacia el humano actual, la especie ha sabido adaptarse a una multitud de factores cambiantes y adversos: el frío, el calor, la lluvia, la competencia con otras especies.   

 

Hemos aprendido a navegar los ríos y a surcar los mares, a vencer la gravedad y volar de un continente a otro; hemos domesticado animales y vegetales, construido máquinas que trabajan por nosotros y en algunos casos que "piensan" por nosotros. Hemos podido encontrar remedio a muchas enfermedades, prolongar el promedio de vida, construir ciudades, puentes, carreteras, comunicaciones instantáneas, registrar nuestra propia historia en letras, imágenes y sonidos. Hemos subido hasta la Luna, y descendido a las profundidades de los océanos. Pero no hemos encontrado otra forma de conjurar el hambre más que con los alimentos que, como hace cien mil años, básicamente nos sigue proporcionando la naturaleza: seguimos cultivando la tierra, criando animales y pescando.

 

Sin embargo, la forma en que esos alimentos llegan a los consumidores ha experimentado cambios enormes. La abrumadora mayoría de los seres humanos no sólo ya no produce lo que consume, ni siquiera tiene una relación directa con sus alimentos. La creciente urbanización del mundo concentra a miles de millones de personas en ciudades y centros poblados, que dependen de complejas y costosas redes de transporte y distribución para recibir sus pitanzas. La distancia entre el lugar donde se generan y la mesa del consumidor es a menudo de miles de quilómetros, lo que ha provocado el surgimiento de una serie de industrias que procesan y acondicionan los productos para que conserven su valor mercantil. De hecho, la producción de alimentos desde hace 50 años es más que nada un proceso industrial. La comida ya no es sólo alimento, sino además una variedad asombrosa de aditivos y residuos incorporados por la producción y el procesamiento industriales. Un simple plato de arroz blanco y humeante tiene detrás la intervención de centenares, tal vez miles, de personas que urdieron el hilo invisible que une la semilla del cultivo con la mesa del hogar.

 

En este contexto "civilizatorio" la comercialización final juega un papel clave en el diseño de las relaciones entre productores de alimentos y consumidores, en los mecanismos de fijación de precios, en la creación y sustentación de hábitos de consumo, en fin, en la construcción de un modelo de sociedad. Las grandes superficies comerciales –o hipermercados– son, hasta ahora, la propuesta mejor adaptada desde el punto de vista mercantil para aprovechar al máximo las características del modelo capitalista de consumo urbano. De hecho, estas grandes superficies ofrecen hoy desde una caja de fósforos hasta automóviles cero quilómetro. Ya no hay fronteras para el sueño consumista, que ha pasado de la escala humana a las de la chequera o la tarjeta de crédito. Otras escalas y otras lógicas.

 

También otras estéticas y otras liturgias. Los feos y despojados galpones, gigantes, interminables, altos como hangares de aviación, adquieren con la decoración hipermercadista el aspecto de templos paganos. Dentro se disponen tótems multicolores que simulan ser góndolas, heladeras, congeladores, vitrinas. Los productos se apilan formando obstáculos que imperceptiblemente "canalizan" a los "fieles", les imponen la velocidad, el ritmo. La conciencia es anegada progresivamente por un mar de apelaciones visuales mientras el audio ambiente difunde ofertas, sorteos, "noticias"... invitaciones y hasta presiones para gastar más y más.

 

Los hipermercados llegaron para quedarse –parecería– mientras ellos quieran. La pregunta es cuánto espacio les daremos en nuestras vidas.

 

Carlos Amorín

Coedición Brecha / Rel-UITA

19 de marzo de 2004

 

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