El 85% de la humanidad
no puede pagar sus medicinas. Gracias a la presión de la sociedad civil, a los
medicamentos genéricos y a resoluciones judiciales dictadas en algunos países
emergentes que tratan de hacer efectivo el derecho a la salud, las farmacéuticas
empiezan a rebajar los precios en los países más pobres
Desde hace más de una década se conocen los tratamientos
necesarios para que los enfermos de SIDA puedan llevar una vida casi
normal. A pesar de que se ha convertido en una enfermedad crónica en los países
del Norte, gracias al avance en la investigación de antirretrovirales, más de
dos millones de personas mueren cada año a causa del SIDA, la mayoría en
países pobres.
Uno de los efectos del poder que ejercen las multinacionales
farmacéuticas, capaces de decidir qué enfermedades y qué enfermos merecen curas.
Empresas que anteponen sus intereses comerciales al derecho a la vida que tiene
todo ser humano. Imponen la “ley del dinero”, porque sólo quien tiene dinero
para pagar puede obtener los medicamentos que necesita para combatir sus
enfermedades.
Esta forma de poder, conocida como farmacocracia, es
consecuencia de la globalización de la pobreza y del imparable crecimiento de
las desigualdades. En un mundo con 2.000 millones de personas que viven con
menos de 1,5 euros al día, la lógica del mercado con la que actúan estas
empresas deja sin medicamentos al 85% de la humanidad que no puede pagar sus
fármacos.
La industria farmacéutica trata a los enfermos en función de
sus posibilidades económicas. Las personas que viven en los países del Norte, el
15% de la población mundial con mayor nivel y esperanza de vida, consume el 90%
de los medicamentos.
La causa de esta diferencia entre el consumo de medicinas
entre ricos y pobres la podemos encontrar también en el dinero que las
farmacéuticas dedica a las enfermedades de unos y de otros. El 90% del
presupuesto dedicado por las farmacéuticas para la investigación y el desarrollo
de nuevos medicamentos destina a enfermedades que padecen sólo un 10% de la
población mundial. De 163 moléculas aprobadas entre 1999 y 2004, sólo tres eran
para las conocidas como enfermedades olvidadas.
Las multinacionales se escudan en el gran coste que supone
para ellos el proceso de investigación y de distribución de las medicinas. Pero
las organizaciones sociales critican el sobrecosto que la publicidad y la
comercialización producen en el precio de los medicamentos. No se pide la
gratuidad de los medicamentos para todo el mundo; sólo que los más pobres no
tengan que pagar más que el precio de costo, que sean los ciudadanos de los
países ricos quienes paguen los beneficios económicos que pretenden los
accionistas de estas empresas a cambio de que los 2.000 millones de personas que
no tienen acceso a medicinas puedan tratar sus enfermedades.
Gracias a la presión ejercida por la sociedad civil, a la
competencia de los medicamentos genéricos y a resoluciones judiciales dictadas
en algunos países emergentes que tratan de hacer efectivo el derecho a la salud,
la industria farmacéutica ha comenzado a ceder.
En el año 2003, en Doha, la Organización Mundial del Comercio
(OMC) admitió el derecho de un país a saltarse la patente de un
medicamento, que pertenece a la compañía que lo descubre durante 20 años, en
caso de “emergencia humanitaria”. Desde entonces, países como Brasil e India no
han respetado la patente de medicamentos cuyo precio era muy elevado y han
ganado en los tribunales las demandas interpuestas contra ellos por
Merck y Novartis. Los tratamientos contra el SIDA, que en el Norte
cuestan 8.000 euros al año, se pueden encontrar en estos países a menos de 300
gracias a la victoria judicial y al uso de genéricos. Esto, a su vez, ha
obligado a las empresas farmacéuticas a reducir los precios. Las leyes del
mercado les han obligado a comercializarlos a precio de coste.
La salud de las personas gana
terreno al beneficio económico de unos pocos. Los precios caen ante la presión
ejercida por aquellos que reclamamos el derecho a la salud que tiene todo ser
humano, por rico o pobre que sea. Este derecho, reconocido en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, se desprende del derecho a la vida. Pequeñas
victorias de la sociedad civil, como las que se están consiguiendo en el campo
de la salud, nos animan a seguir en nuestra tarea de denunciar la injusticia.
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